Buscando un poco por internet veo que mucha gente está comparando esta película con Bastardos sin gloria, de Tarantino. Yo había hecho la misma asociación por mi cuenta. Distintas como son, ambas películas tienen una cantidad de puntos en común. Se estrenaron en el lapso de pocos meses y pertenecen a dos directores relativamente independientes, que llamaron la atención más o menos por la misma época (aunque empezó a filmar bastante antes, Almodóvar se consagró con Mujeres al borde de un ataque de nervios en 1988, y Tarantino hizo su impactante debut con Perros de la calle tres años después) y desde entonces se vienen sosteniendo como lo más parecido posible a esa especie de “culto autoral de masas” que pautó en otros tiempos la apreciación de Bergman, Fellini o Kurosawa. Ambos son cinéfilos, pero llegaron con estas dos películas a un extremo en lo que respecta a hacer del cine el eje mismo alrededor del cual giran sus respectivas historias. Y lo hicieron en obras que son, por un lado, totalmente particularizadas dentro de la filmografía de cada director, pero que aun así son un regalo para el crítico auteuriste, que puede regodearse encontrando la enésima reiteración de ciertos procedimientos y temas característicos y describir los productos como puro Tarantino y puro Almodóvar.

Lo almodovariano aquí es obvio: la estética de pinceladas fuertes que comprende un desparpajo de colores vivos (cuánto rojo), sensualidad, situaciones que envuelven sentimientos muy fuertes y un melodrama de pasiones devoradoras, que incluye una línea homosexual entre varias que conforman el intríngulis de situaciones, pautado por diversas, ingeniosas e impredecibles vueltas de tuerca. La anécdota transcurre en dos tiempos, la actualidad, en que tenemos a Harry Caine, importante guionista de cine ciego; y el pasado (hacia 1992), cuando Caine usaba su nombre real, Mateo, todavía veía y era director de cine. En ese momento realizaba su primera comedia, titulada Chicas y maletas, y empezó a vivir el amour fou con Lena, la actriz protagónica, que es la compañera de Martel, el millonario productor económico, quien, en forma comprensible, empieza a ponerse celoso, y de acuerdo con su hábito de poder y manipulación de los demás, trata de vigilar el curso de las cosas encargando a su hijo la realización de un making of. En el camino habrá un atentado, un accidente fatal, un acto de venganza, una revelación. La ambientación de la película entre profesionales de cine ya prepara el tratamiento metacinematográfico: el amor entre dos artistas y el productor económico funcionando como la parte mala del triángulo, y el hecho de que la forma que encontrará Martel de vengarse de ambos va a ser destrozando la película que están haciendo, con la complicidad de otro integrante del equipo, que también tiene el corazón partido (el triángulo ya referido es parte de un cuadrado amoroso). Mateo va a perder a la mujer de su vida en la misma circunstancia en que va a perder la visión, es decir, su principal forma de expresión, y el proceso de exorcismo de los fantasmas de su pasado (que son el pretexto para los flashbacks) va a resolverse en recuperar ese medio de expresión, aunque más no sea en forma circunstancial. Aun así, Harry Caine nunca llegó a abandonar el cine: ya no dirige películas, pero las concibe, las imagina, las discute, desde su rol de guionista. Hay una escena memorable en la que, junto con Diego, discuten la idea de una película de vampiros: nunca la visualizaremos, pero funciona como uno de esos cuentos borgeanos, en que la idea de un libro alcanza a ser un objeto de fascinación tan grande como muchos grandes libros concretos y plenamente realizados. Aparte de esa obrita insinuada en un diálogo, está el “film dentro del film” más plenamente realizado, que es Chicas y maletas, una variante de Mujeres al borde de un ataque de nervios, de la que vemos una cantidad de escenas, ensayos, pruebas y, finalmente, un fragmento relativamente extenso, y casi no tenemos ganas de abandonarlo para volver a la película principal. Hacer una excelente película no es fácil, pero es de un virtuosismo inaudito hacer dos, una dentro de la otra, el fragmento del film-dentro-del-film suficientemente atractivo como para justificar las emociones alrededor de su realización, aun si se trata de una comedia -una muy cómica- interpolada en un drama muy dramático.

Esta ambientación es un pretexto para imágenes que son declaraciones de amor hacia el acto de filmar, de dirigir, de vestir y maquillar a una actriz (casi que cada una de las apariciones de Penélope Cruz compone un tipo femenino distinto), o incluso a la vieja, querida y bella mesa de montaje en fílmico (mostrada con la misma voluptuosidad con la que aparecen otras piezas de equipo en Bastardos...), y que sirve para una analogía visual imponente (el carrete con el rollo de película corta hacia una imagen en picado de una escalera helicoidal que Mateo desciende, como si él mismo siguiera el curso de la película que se enrolla sobre sí misma).

La metacinematografía llega al making of: hasta esta faceta accesoria de la realización, que de por sí es metacinematográfica, cumple su rol importantísimo aquí. En realidad son varios roles: ayuda a enriquecer el caleidoscopio de grados de visión (Penélope Cruz encarna a Lena, que interpreta a su personaje en Chicas y maletas, captada por la cámara del making of que a su vez es parte de Los abrazos rotos), sirve de instrumento para el espionaje de Martel (para descifrar lo que dicen algunas personas alejadas del micrófono, Martel contrata a una lectora de labios -hilarante Lola Dueñas, con un aire totalmente mecánico diciendo frases de gran consecuencia emocional-, lo cual a su vez constituye una especie de parodia de doblaje), y el personaje del realizador del making of, Ernesto hijo, es quien va a regresar en la actualidad a la vida de Harry para suscitar las intrigas y reminiscencias que van a traer de vuelta la historia pasada (en correspondencia con Mateo/Harry, Ernesto regresa también con un nombre en inglés algo caricaturesco: Ray X).

El making of integra un proceso aun más rico y que tiene que ver con el título de la película. En un momento, Mateo y Lena ven por televisión la escena de Pompeya de Viaje a Italia, de Rossellini, en la que se desentierran los moldes en yeso de un hombre y una mujer al borde de un abrazo en el momento en que los atrapó la muerte. Sin ningún énfasis, el “abrazo roto” de los pompeyanos resuena en el último abrazo de Mateo y Lena, que también permanecerá en una representación simultáneamente icónica e indicial (en el presente caso, la cámara de Ernesto hijo). Ambos abrazos son también resonancia de la foto que saca Mateo en Lanzarote, en la que descubre la imagen algo enigmática, vagamente evocadora, de una pareja abrazada (una situación que puede recordar a Blow Up), y de la otra foto, de Lena y Mateo abrazados en el sofá, y que, en el acto de enterrar el pasado, Mateo va a partir en pedacitos, que luego serán rearmados como un rompecabezas.

En cuanto a la autorreferencialidad, Los abrazos rotos es aun más extrema que La mala educación. Y es también, quizá, la película más esteticista que haya hecho Almodóvar (la fotografía del mexicano Rodrigo Prieto es, una vez más, preciosa, así como la música de Alberto Iglesias). Pero ese esteticismo, y el juego de espejos y múltiples lecturas que aportan tanto interés a esta obra, jamás llegan a debilitar las tensiones de la anécdota, que nunca puede verse como mero pretexto para lo otro. Y “lo otro” (las alusiones al cine ajeno y al propio, las manifestaciones formales superficiales) nunca se reduce a mero adorno añadido, sino que es parte integrante e indisociable de una creación especialmente rica e inspirada, como un apretadísimo, íntimo, indisoluble abrazo.