Para cuando se estrenó "El gabinete del doctor Caligari", el cine tenía apenas veinticinco años de edad y el campo estaba más bien zanjado por dos paradigmas que -quizás un poco arbitrariamente- los críticos de cine suelen reconducir a las primeras manifestaciones del séptimo arte (en tiempos en que el cinematógrafo todavía era más un producto científico que artístico): la batalla entre el verismo de los hermanos Lumière -el cine en tanto acto mimético de la realidad- y el cine en tanto “linterna mágica”, “cosmorama” (creación de mundos), siendo uno de los mayores embajadores de este paradigma Georges Méliès. Sin embargo, a medida que se fue territorializando al cine en tanto producto de consumo de masas, la ingeniería visual se fue adaptando a historias cada vez más realistas y plausibles que permitieran a un exponencial número de espectadores identificarse y sentirse parte de la película. El cine realista es el cine de la invisibilidad: todo lo que se refiere al kraft, su composición, el guión, la iluminación, el montaje y los movimientos de cámara, debe disolverse en la misma trama. Los buenos guiones son los que no se perciben, los que pueden casi obviarse por el espectador, tal como los camellos y el desierto en Las mil y una noches. Diferente a esta noción, el expresionismo alemán retomaría la herencia de Méliès y la fusionaría con la furia e iconografía de la pintura expresionista que había estallado en Alemania (al igual que el surrealismo en Francia, el dadaísmo en Zurich, el futurismo en Italia y el constructivismo en Rusia). El producto de esto es una semiología que suele ser fácilmente reconocible por muchos cinéfilos: escenarios en donde la sensación de profundidad se borronea, primando lienzos donde gobiernan los trazos duros, fuertes, dentados, una iluminación que es trazada a brochazos sobre la misma escenografía, sombras que se estiran sobre las paredes, indicando la inminencia del mal, o de un suceso nefasto. Así como el escenario se transforma, el mismo expresionismo utiliza los rostros de sus actores como lienzos móviles, en donde no sólo prima un maquillaje que acentúa la lividez, sino cejas que se arquean, rostros que se crispan, que gritan y sacan los dientes. La actuación expresionista parece una coreografía en stacatto; más que la interpretación psicológica de un drama, el plot es sólo el mármol sobre el que el artista expresionista esculpe a duros cincelazos sus atormentadas visiones.

El burdel en llamas

Relatado así, todo parece un tanto exagerado, pero habría que retrotraerse a la República de Weimar de los veinte, incluso un poco antes, para entender la subjetividad que regaba gasolina sobre esa forma de hacer arte. El problema particular del pueblo germano era que se hallaba girando en círculos entre un fuerte sentimiento aristocrático devenido en decadencia y una larga tradición vernácula, centrada en el misticismo y la naturaleza, que largaba chispas con la imperiosa necesidad de industrialización y el pensamiento positivista comtiano.

El expresionismo alemán -principalmente el circunscrito al campo de las artes plásticas- surge a inicios del siglo XX como un movimiento de oposición a un montón de nociones y corrientes imperantes. El prefijo “anti” estaba hinchado como una pierna gangrenada: anti-realismo, anti-racionalismo, anti-positivismo, anti-impresionismo. Todo movimiento artístico supone un impulso homicida frente a una escuela, una forma predecesora de crear arte. El expresionismo odiaba del impresionismo, tal como señala el historiador de arte Mario DeMicheli su “tono de felicidad, de sensible hedonismo y de ligereza”. El impresionismo no obtenía más que efectos descriptivos, por lo que este nuevo colectivo de artistas buscaba llegar a una verdad más allá del mero acto perceptivo, excavando en la profundidad de la subjetividad del observador. Si el entorno se perfilaba negro para comienzos de siglo, en el momento en que toma cuerpo el expresionismo alemán en el cine es realmente horrorizante. En el intersticio que separa el fin de la Primera Guerra Mundial (la “guerra que acabaría con todas las guerras”) y el pacto de Versalles, Alemania estaría sitiada, siendo amputada de cualquier servicio o forma de abastecimiento. El resultado de esto fue una sociedad sucumbida por el frío y la hambruna que dejó como saldo setecientos mil muertos. Durante el bloqueo la bohemia de aquella Alemania sitiada era como el gigantesco ballroom de un barco que se está hundiendo. Un oasis terminal marcado por los burdeles, el hambre y la cocaína. El cine expresionista es, en este punto, casi un realismo: los ángulos remarcados, esas esquinas recortadas, esos remaches de hierros puntiagudos, esa forma dentada que guardan los edificios no eran tan disímiles al paisaje lleno de escombros que dejó la guerra, al tiempo que los monstruos que harían famoso este cine se veían caminar por las calles: asesinos, locos, hombres sin nariz, personas arrastrándose por las veredas con partes de su cuerpo arrancadas por los obuses. Curiosamente o no, la historia ha demostrado que es en estos períodos de violencia y nihilismo en los que se desarrollan más profundamente revoluciones filosóficas y artísticas. Sólo para sacar cuenta, durante ese tiempo convulsionado puede reconocerse, además de los ya mencionados expresionistas, la Bauhaus, el teatro de Bertolt Brecht y la figura de personajes fundamentales del siglo XX como Albert Einstein y Sigmund Freud.

Bases materiales

Sin embargo, lejos de pensar al expresionismo cinematográfico alemán como un romántico alegato libre de toda forma de regulación, hay que razonarlo como parte de la industria, y de las leyes que la regulaban. No es uno de los nombres que circulan más normalmente en los recorridos biográficos del movimiento, pero el productor Erich Pommer, productor de "El gabinete del doctor Caligari", posiblemente ocupe, para el expresionismo alemán, un lugar de igual jerarquía que los más conocidos nombres de Friedrich Wilhelm Murnau o Fritz Lang. Pommer fue el hombre lúcido que percibió que en un país azotado por la guerra como Alemania, intentar ganarle con sus mismas armas a una industria ya por entonces tan áurea como la estadounidense era una batalla perdida. No podía vencerle en cantidad ni en costos de producción, al tiempo que el mercado interno del país -sumido en una crisis financiera que mantenía al grueso del público alejado de las grandes salas- no resultaba un target de mercado tan redituable. Pommer decidió concentrarse en un producto de exportación inusual, exótico, más enfocado en la calidad, que pudiera ser fácilmente distribuible en otros mercados como el norteamericano. La primera película que catapultaría todo ese negocio sería, precisamente, "El gabinete del doctor Caligari" (que es la película que fue, no por su radical espíritu avantgarde -ya había muchísimos films más arriesgados-, sino por la toma de estas influencias y su metabolización en un producto asimilable para el gran público. A partir de ahí, Erich Pommer comenzaría a producir, como si de una insomne línea de producción fordista se tratase, un montón de películas que irían polinizando las cinematecas de varios países, así como las salas de un nuevo público intentando encontrar diferentes emociones.

El crítico de cine David Hudson señala cómo Pommer no sólo fue el puente mediúmnico entre Hollywood y Alemania, sino entre ésta y las salas francesas y -quizás más importante de lo que se suele señalar- entre los germanos y el cine escandinavo. Precisamente, al ver películas como "Häxan" (terrorífica aún hoy en día, un pseudo documental sobre hechicería y satanismo realizado por Benjamin Christensen en 1922) o las primerísimas de Carl Theodor Dreyer, no se tarda en considerarlas, tanto por su temática como por su estética, películas proto-expresionistas. También Pommer sabía dónde buscar. A base de contactos supo dar con una ingente cantidad de hombres provenientes de la troupe de Max Reindhart, figura más relevante del movimiento Kammerspiel, de donde obtendría figuras como Murnau, Pabst, o Max Schreck (actor que encarnaría a uno de los más célebres Drácula en 1922, en "Nosferatu"). Reindhart también es una referencia inmediata, ya que el estilo de actuación, así como el claroscuro que predominaba en sus escenarios, terminaría siendo completamente digerido y reprocesado en el cine expresionista alemán.

El fantasma romanticista

Posiblemente el más célebre de los teorizadores del cine alemán sea Siegfried Kracauer. En "De Caligari a Hitler", señala como noción principal un montón de elementos que permanecían flotantes en la cinematografía expresionista alemana y que terminarían de tomar forma en el nazismo. La obra de Kracauer puede ponerse un poco en duda, la relación que establece entre nazismo y expresionismo es de una lógica ad hoc, algo así como jugarle a los caballos del domingo con el diario del lunes, centrándose, más que nada, en lo meramente temático, sin prestar atención a lo narrativo o estilístico. Entre los elementos que obtienen más relieve está la temática de la posesión o el control mental de un individuo sobre otro más débil, elemento que Kracauer suponía que era una premonición de los grandes actos nazis llevados a cabo por Hitler. Realmente la temática vinculada a encantamiento sorprende por su omnipresencia. Personajes reducidos a autómatas: "El Golem" de Paul Wegener que se vuelve en contra de su mismo creador, el Cesare en "El gabinete del doctor Caligari" como un sonámbulo encantado por un mago con oscuros designios. Y la lista sigue, en "Metrópolis" (Lang, 1926), intentan crear una mujer robot traspasándole el alma de otra mujer, a la vez que se pueden ver pactos con el diablo tanto en "Fausto" (Murnau, 1926) como en "El estudiante de Praga" (Wegener, 1913, por muchos considerada la primera película expresionista); o por qué no también, el efecto hipnotizante que tiene la belleza de Louise Brooks en "La caja de Pandora" (Pabst, 1929). Sin embargo, la referencia a estos sortilegios no debe considerarse un anticipo al “engaño” perpetrado por Hitler hacia el pueblo alemán (su discurso antisemita ya se hacía nítido antes de ganar las elecciones por paliza), sino un síntoma de un pensamiento largamente anclado como subvegetación del corazón y mente germana. Precisamente es en ese espíritu romanticista, que el expresionismo encuentra gran parte de su temática (la noción de la sombra, el dopplegänger, la relación íntima entre el hombre y la naturaleza, la locura, el amor y la belleza como medio emancipador del hombre), lugar e iconografía en la cual también el nazismo sentó sus bases programáticas. Lo que no entiende Kracauer es que el expresionismo alemán no sentó las bases, ni fue muestra del crecimiento de una ideología como el nazismo (después de todo, el mismo Hitler entre 1937 y 1938 levantó una exposición llamada "Arte degenerado", en la cual asociaba de manera lineal enfermedades psicológicas -y con aproximaciones preocupantemente higienistas- con los productos provenientes de pinceles de pintores como los expresionistas Kokoschka, Nolde o Kirchner), sino que ambos movimientos/ideologías bebían de un mismo río subterráneo que saldría volando por los aires como un géiser del 33 en adelante.

Sus autores

Aun así, el expresionismo está lejos de ser un movimiento homogéneo, presentándose diferencias sustanciales entre sus creadores. Una de las principales diferencias que pueden percibirse entre Lang y Murnau es el papel que ocupa la ciudad y la forma de emplazamiento de las tomas. Por curioso que parezca, parte de estas diferencias pueden retrotraerse a misceláneas biográficas de cada uno de sus directores. Lang, hijo de arquitecto, siempre intentó llevar sus sets a un grado más allá de lo posible. Al ver “Metrópolis” -junto con “Tiempos modernos”, una de las sinécdoques más importantes de los miedos de la sociedad industrial- uno percibe en la inmensidad de sus edificios, en todo ese set tan larger than life (de hecho, la película costó cinco millones de francos, muy por encima del millón y medio estipulado, llevando a la quiebra a la UFA), la fascinación rayana en el miedo que sentía Lang por la ciudad. Murnau, en cambio, tiene una amplia preferencia por los espacios naturales, a menudo filmando en exteriores -como “Nosferatu” o “Tabú” (1931)- señalando la contraposición entre lo rural y lo urbano, tal como se puede percibir en “Amanecer” (1927), película ya perteneciente a su filmografía norteamericana, posiblemente uno de los films más deslumbrantes que se hayan hecho. A diferencia del imponentismo de Lang, generalmente realzado por un verticalismo duro filmado de manera estática, el cine de Murnau se caracteriza por sus tan hábiles como deslumbrantes movimientos de cámara, que curiosamente pueden retrotraerse a sus años de aviador durante la Primera Guerra Mundial (esto se puede ver claramente en “Fausto” en la virtuosa escena donde el protagonista vuela subido a la capa de Mefistófeles, viéndose todo un paisaje desde las alturas). La visión negativa o distópica de la ciudad se plasmaría en muchas otras obras y directores, entre ellos Karl Grune en “La calle” (1922), película donde la ciudad, creada en un gigantesco set, por momentos parece cobrar vida propia -unos focos de luz pestañean, como si observaran al protagonista/presa-, casi movida por un canibalismo hacia sus personajes. Robert Wiene, si bien tiene alguna que otra obra brillante como “Las manos de Orlac” (1924), no produjo películas tan buenas ni tan famosas como “El gabinete del doctor Caligari”.

El expresionismo cinematográfico alemán se caracteriza por haber sido desintegrado por el mismo enclave histórico del nazismo (para 1934 Riefenstahl ya estaba filmando “El triunfo de la voluntad”, con una UFA completamente transformada en instrumento propagandístico). Casi todos sus directores relevantes emigraron a Estados Unidos.

Murnau moriría conduciendo al estreno de su película “Tabú” en un sórdido accidente automovilístico y Fritz Lang seguiría realizando películas en Norteamérica, pero ganándose la fama de megalómano quejoso y siendo condenado a realizar films que no estaban a la altura de sus aspiraciones, ¿pero qué película lo estaba? Pabst fue un caso extraño, porque volvió a su país durante el ascenso del nazismo, razón por la cual muchos presuponen su simpatía por los nazis, entre éstos, Tarantino en su última película, “Bastardos sin gloria”.

El cine expresionista, más allá de que se puedan ver algunos de sus filmes en los ciclos de Cinemateca, fue una mesa de quirófano en la que se ensayaron nuevas formas de hacer y comercializar cine. Fue el mismo movimiento que inauguró o reformuló unos cuantos géneros como el horror, que inspiraría estilísticamente al filme noir y que incorporaría el realismo psicológico de los asesinos (con la brillante escena final de “M, el vampiro de Düsseldorf” -Lang, 1931- actuada por Peter Lorre). Desde la más oculta referencia noir en una película orientada a un público culto, hasta el look -o el ánimo- de algún adolescente emo fanático de Tim Burton y My Chemical Romance, todos le deben a este colectivo de artistas más de lo que pueden dar. A noventa años del Dr. Caligari, podría decirse que el sortilegio sigue intacto.