Cuando se cumplieron 30 años del golpe de Estado de 1973, tanto Alfonso Lessa como Aldo Marchesi, Vania Markarian, Álvaro Rico y Jaime Yaffé fueron protagonistas de dos publicaciones notorias sobre el tema que, de alguna manera, funcionan como “primeras partes” de los libros que acaban de editar en estos meses, La primera orden y La dictadura cívico-militar. El grupo de académicos fue el organizador, desde las facultades de Humanidades y Ciencias Sociales de la Udelar, de un coloquio que promovió miradas novedosas sobre el período dictatorial, luego compilado en El presente de la dictadura (Trilce, 2003). El periodista, por su parte, dio a conocer ese mismo año Estado de guerra (Fin de Siglo), en donde organizaba una serie de entrevistas con el cometido de explicar la génesis de la ruptura institucional y las primeras etapas del gobierno de facto.

Los compiladores de El presente de la dictadura, junto con el historiador Carlos Demasi, obtuvieron financiación del Fondo Clemente Estable del MEC para un proyecto de investigación sobre la dictadura, que se inició en los años en que la apertura de archivos permitió desarrollar otras miradas sobre el tema. El producto de esa investigación fue organizado en cinco artículos. “La evolución del campo político en la dictadura”, de Demasi, es simultáneamente un estudio sobre los movimientos internos que transitó cada partido político durante el período y un ensayo de historia conceptual acerca de las transformaciones que sufrió el concepto de democracia desde la predictadura hasta el fin del régimen. El aporte de Yaffé, “Proceso económico y política económica durante la dictadura (1973-1984)”, repasa la bibliografía sobre la marcha de la economía en esos años, analizando su correlación respecto de las distintas fases políticas del período, respecto de la historia anterior y respecto del contexto internacional. En “Una mirada desde los derechos humanos a las relaciones internacionales de la dictadura uruguaya”, Markarian no sólo acomete lo que indica el título, sino que también da cuenta de los diversos cambios estructurales que se operaron en el servicio diplomático. El trabajo de Marchesi, “‘Una parte del pueblo uruguayo feliz, contento, alegre’: los caminos culturales del consenso autoritario durante la dictadura”, bucea, desde una concepción abarcadora del concepto “cultura”, en las propuestas que el régimen promovió o permitió (ver nota en edición papel).

Además de estos “cortes” desde la política partidaria, el desempeño económico, las relaciones internacionales y la vida cultural, La dictadura cívico-militar incluye un trabajo de tipo teórico a cargo de Álvaro Rico, quien se propone clarificar qué clase de régimen -si autoritario o totalitario, si personal o corporativo, entre otras clasificaciones- fue la dictadura desde el punto de vista de la institucionalidad estatal, intentando situarla en el fenómeno del “nuevo autoritarismo latinoamericano” pero también, y sobre todo, en las coordenadas teóricas elaboradas a partir de las experiencias europeas. En el artículo también es posible leer los fundamentos de una tesis que Rico elabora desde hace años (se anuncia como El camino democrático a la dictadura), en donde establece una serie de continuidades entre el período predictatorial y la dictadura en sí. Esta visión, con algunas excepciones, aparece como uno de los presupuestos fuertes compartidos por los cinco autores del libro, que, por otra parte, manejan estilos y métodos de trabajo muy disímiles.

Vieja alianza

Según Rico, las medidas de excepción que comenzaron en el gobierno de Jorge Pacheco Areco (1967-1972) permiten hablar de un paulatino avance del autoritarismo que conduce al golpe de Estado en tanto imponen una lógica contraria al orden republicano y cercana a la del funcionamiento militar. Esta idea de continuidad se alimenta de dos tesis que maneja el autor en trabajos anteriores: por un lado, la del mencionado “camino democrático a la dictadura”, exposición de las paradojas que legitiman la excepción permanente, y por otro lado, la de que hubo una alianza entre los sectores liberales y conservadores de la sociedad que condujo a la interrupción del sistema democrático. El artículo de Demasi es un gran aporte para esta última hipótesis, en tanto plantea que a fines de los 60 se impuso entre los sectores liberales una concepción de democracia proveniente de la derecha, producto de la Guerra Fría y manifiesta en la Doctrina de Seguridad Nacional, que la entendía como sinónimo del combate al comunismo. En ese esquema, para la mayoría del espectro político la ocurrencia de una intervención militar para mantener el orden constitucional no representaba una contradicción obvia.

La continuidad entre la predictadura y la dictadura -en la que Rico reconoce el golpe en sí como un quiebre notable en cuanto fin del estado de derecho- puede comprobarse en otros aspectos. El más notorio de ellos es el que le da título al libro: “cívico-militar” era la expresión con la que el régimen prefería autocalificarse, y ahora es recuperada para señalar el componente civil del gobierno dictatorial. En el plano de la continuidad de personal, varios de los investigadores anotan que luego del golpe no sólo permaneció el jefe de Estado al frente del gobierno, sino que también lo hicieron sus ministros y casi todos los intendentes. El presidente del remedo de parlamento creado por la dictadura, el Consejo de Estado, fue también un político blanco notorio (Martín Etchegoyen, primer titular del Colegiado de 1959 y senador hasta el 27 de junio de 1973), y también a esa colectividad política pertenecía Aparicio Méndez (cuyo nombre de pila tuvo que ver en su designación como presidente por los militares, anota Demasi).

Yaffé también apunta a la continuidad -y profundización- de las políticas económicas aperturistas, agroexportadores y liberales que remonta al primer gobierno blanco del siglo XX, iniciado en 1959, y anota que el manejo de la economía fue depositado en manos de civiles que ya actuaban en ese campo (el más notorio de ellos, Végh Villegas, estaba vinculado con el sector de Jorge Batlle), conformando así una elite dirigente tecnocrática independiente de los deseos de los militares, cuya visión de la economía se restringía, aparentemente, a los rudimentos desprendidos de la Doctrina de la Seguridad Nacional (y que los llevaría a actuar como contrapeso estatista de las ideas liberales promovidas por los organismos financieros internacionales).

El trabajo de Markarian, en cambio, sigue sólo parcialmente la tesis de la continuidad en el campo de las relaciones internacionales. Si bien la autora anota la permanencia del civil Juan Carlos Blanco al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores, lo hace para enfatizar la radicalidad de sus creencias en la doctrina de la seguridad nacional, exageradas al punto de que se convirtieron en un problema para los elementos más pragmáticos del régimen, que debieron remover al político de su cargo. Markarian sostiene, en contra del consenso que había sobre este tema, que la política exterior uruguaya no representó una mera inflexión respecto de los años previos, y que desde el golpe de Estado presentó varias novedades, no sólo normativas, sino también doctrinarias, como las promovidas por Blanco o por los militares que participaron en instancias regionales de represión como el Plan Cóndor.

Uno de los puntos en que Markarian sí concede una continuidad respecto de la predictadura es que la reforma del servicio exterior, solicitada por los militares antes de junio del 73, era una aspiración de casi todo el sistema político uruguayo. El tema entronca con uno de los planteos de Demasi, quien retoma investigaciones sobre la percepción de los militares como agente dinamizador frente a la crisis, no sólo por los partidos tradicionales, sino también por importantes sectores de la izquierda (es conocido el apoyo del Partido Comunista a los comunicados 4 y 7 emitidos por los militares en febrero de 1973).

Fuera de fase

Los investigadores de La dictadura cívico-militar también discuten la periodización de la época más extendida, aquella planteada por Luis Eduardo González en 1984, que distinguía una etapa comisarial (1973-1976), otra de ensayo fundacional (1973-1980) y una de transición (1980-1985). Demasi cuestiona la fecha de inicio de la dictadura y propone que en lugar del 27 de junio se tome a los acontecimientos de principios de febrero de 1973, que comenzaron como una sublevación militar y terminaron con un pacto (el de Boiso Lanza) entre Juan María Bordaberry y los generales que les abría a éstos caminos institucionales para intervenir en decisiones de gobierno. A la segunda etapa, Demasi prefiere llamarla de “supremacía militar” y la extiende hasta 1981, ya que considera que el plebiscito de 1980 no allanó todos los obstáculos para el comienzo de la transición, a la que se refiere como “crisis del régimen”. También Markarian señala a 1981 como una fecha clave para la transición, ya que en noviembre se produjo el cambio del embajador de Estados Unidos, país cuyos sucesivos cambios de lineamiento en política exterior coincidieron con modificaciones en el rumbo de nuestra institucionalidad.

Yaffé, por su parte,  anota que el consenso en torno a las distintas fases económicas de la dictadura no coincide con la periodización de González. Aquí las etapas son recuperación (1973-1974), crecimiento (1975-1981) y crisis (1982-1985). En el enfoque de Rico hay que hablar de una fase autoritaria (1973-1975) a la que sigue otra de tendencia autoritaria o de terrorismo de Estado (1975-1978) superpuesta a una etapa constituyente (1976-1980) y continuada por una dictadura pretoriana o de conducción corporativa militar (1981-1985).

Goyo o no

La “primera orden” que da título al libro de Lessa es la que en 1978 asumió haber dado Gregorio Álvarez respecto de la actuación del Ejército (del que era comandante) en operaciones represivas, para intentar conjurar toda operación revisionista. La imagen es acertada, porque condensa la tónica del libro de Lessa: no se trata de una biografía del dictador, sino de una especie de historia de la dictadura cuya tesis central es que Álvarez estuvo detrás de la mayoría de los acontecimientos decisivos que condujeron a ella y también, por supuesto, cuando el régimen ya estaba instalado.

Paradójicamente, en la primera parte del libro, la que refiere a la predictadura y al gobierno de Bordaberry, Lessa devela varios episodios que convencen del protagonismo de Álvarez (“un gran táctico pero un pésimo estratega”) cuando éste no tenía mucha visibilidad pública; en cambio, en la segunda mitad, que describe el período en que el general retirado ya se ha apoderado de la presidencia, es más bien un repaso de lo acontecido entonces, útil como historia, pero no vinculado necesariamente con decisiones de Álvarez (más allá del hecho de que todo ocurría cuando él era el primer mandatario).

La primera orden goza de casi todas las ventajas que para el lector representa la escritura periodística: cuidado en la presentación, respeto por la lógica narrativa, posibilidad de citar fuentes anónimas. De sus páginas surge la imagen de un Gregorio Álvarez muy hábil (no integró la logia de los Tenientes de Artigas pero supo negociar su apoyo, por ejemplo), oportunista (ocupó cargos clave que le dieron prestigio en la interna militar), rencoroso (su amor-odio por Wilson Ferreira es uno de los amenos ejes temáticos del trabajo, así como su enemistad hacia Julio María Sanguinetti) y ambicioso (Lessa da cuenta de sus tempranas aspiraciones políticas). Sin embargo, la “omnipotencia” del subtítulo no le calza demasiado bien: justamente cuando accede a la presidencia de la República Álvarez queda en una posición de debilidad relativa en la interna de las Fuerzas Armadas.

Igual que Estado de guerra, esta producción de Lessa se basa en entrevistas realizadas durante varias décadas con protagonistas directos de los hechos (aunque también se exponen algunos documentos secretos). De entre los reporteados surge una figura fascinante por su ambigüedad, la del ingeniero Végh Villegas, cabeza de los  civiles a cargo de la economía, enlace de los militares con los políticos (y viceversa), contacto directo con la embajada de Estados Unidos, poseedor de la convicción de haber sido intocable para los militares debido a su saber técnico y autor del “contramemorándum” a favor de la restauración democrática utilizado como inspiración ideológica por los militares para desalojar del poder a Bordaberry.

La oscuridad

Los dos libros de Lessa sobre la dictadura son fuentes para los estudios académicos sobre la dictadura en varios temas. Uno de ellos, que el periodista no pretende analizar, sino tal vez exponer en sus facetas más personalistas, es el de la interna militar. De la lectura de La dictadura cívico-militar queda claro que ése es uno de los puntos pendientes que tiene la academia; varios de sus autores abusan del condicional al tocar el tema y exponen abiertamente sus quejas por la falta de acceso a los archivos militares. La referencia a sectores “duros” o “aperturistas” en el Ejército es comprensible, pero se desprende de suposiciones externas a la historia de la institución militar. En el trabajo de Demasi, por ejemplo, se alude brevemente al “partido del proceso” que quiso crear Álvarez tras el fracaso de las listas conservadoras en las elecciones internas de 1982, sobre el que Lessa brinda algunos detalles interesantes. Pero la expresión “partido del proceso” puede tomarse en sentido extenso, como denominación de un conglomerado social que apoyó al régimen y que, de una forma u otra, actuó en política.

En el libro de Lessa se revela un documento secreto en el que la cúpula militar analiza la derrota en el plebiscito de 1980. El texto es un hallazgo no sólo por lo que expone sobre la postura política de los generales, sino también por cómo lo expone: no hay sucesión lógica, los temas están mal delimitados y la sintaxis es escolar. Entre la pobreza expresiva de los dictadores, los antiguos chistes sobre la inteligencia militar (parece que Wilson Ferreira elaboraba muchos) y la falta de investigación seria respecto de las líneas ideológicas que operaban entre los líderes de las Fuerzas Armadas y sus allegados se termina configurando un panorama desesperanzador para aquel que quiera creer que no todas las causas de la dictadura fueron externas y que los procesos históricos, aun los más tristes, son conducidos bajo cierto plan rector. Pensar lo contrario da vértigo.