La hinchada de Peñarol dijo presente en forma ruidosa en el estadio Centenario, vestido de oro y negro salvo en un sector de la tribuna América donde se situaban los también eufóricos hinchas albivioletas, muy conformes con el renacimiento casi milagroso que tuvo Fénix de la mano de Rosario Martínez.

En el comienzo algunos se sorprendieron por la apostura con que Fénix asumió el partido, bien ordenado, firme, con buen trato de pelota, con salidas rápidas al ataque. Peñarol intentó su juego de siempre -once partidos impecables bien valen un exagerado “siempre”- cuando muy tempranamente, a los cinco minutos, un saque de arco realizado por Lerda llegó por alto a cancha aurinegra y superó la contención del medio juego -¿le erró el Pato Sosa?- y la pelota, distracción defensiva mediante, le quedó al potente Matías Mier, quien enfiló hacia el arco culminando su acción con pleno éxito.

A los 18 minutos y sin sorpresa, Peñarol igualó el partido en una llegada por arriba al área rival. El argentino Martinuccio culminó la faena con un toque al gol casi sobre la línea.

La exigencia del partido hacía aparecer fallas técnicas en jugadas de definición, de máxima dificultad. Eso les pasó a Carlos Aguiar y al veterano Osvaldo Canobbio, que se apuraron mal al terminar jugadas de gol entre los 20 y 25 minutos.

Gerardo Alcoba venía lesionado y sobre los 27 ya no pudo más. Lo suplió Alejandro González, quien cumplió bien.

El tanteador no se movió en el final del primer tiempo, aunque hubo intentos en buenos disparos lejanos de Ramírez y Darío Rodríguez para Peñarol y uno de Mier para los locales. A esa altura el partido estaba parejo pero se empezaba a esbozar la mayor capacidad individual y el buen engarce que muestra el equipo conducido con acierto por Diego Aguirre.

Los que abren el juego o llevan a cabo la partitura de juego que practica el equipo para iniciar los avances, Urretaviscaya y Ramírez, estuvieron activos y aportaron lo suyo. La otra vía de creación ofensiva, el tercer enlace de ataque, Antonio Pacheco, también comenzaba a desprenderse de la fuerte vigilancia a la que fue sometido. El Pato Sosa atenuó el recuerdo de Arévalo Ríos, ausente por prescripción técnica para asegurarse de que no le sacaran una quinta tarjeta amarilla que le impidiera estar el domingo próximo ante Nacional. Sergio Orteman patrullaba su zona media con la dureza y el sentido táctico de siempre (otra vez el “siempre”, hay muchos “siempre” para definir aspectos de este Peñarol de pocas oscilaciones). El argentino Martinuccio hizo lo que tenía que hacer, aquel gol del empate, y lo mismo el golero Sebastián Sosa, que atajó todo menos el gol, circunstancia en la que no pudo por poco y por indefensión.

En la ficha del partido se establece que Fénix tenía un ordenamiento similar al aurinegro en ese esquema con cuatro defensas, dos volantes de contención y marca, tres enlaces o enganches y un delantero neto y puro. No obstante, hay un matiz: en Peñarol los tres enlaces, Urreta, Pacheco y Ramírez, son delanteros de oficio y, por lo tanto, se puede afirmar que el conjunto aurinegro juega con cuatro delanteros sin forzar nada la mano. En los tres enlaces de Rosario, al menos el ex Cerrito y Nacional Gerardo Acosta, tiene una impronta más defensiva al estar ausente el argentino Luciano Cardinali, el jugador elegido por el director técnico para ocupar esa posición como titular.

En su funcionamiento el equipo de Capurro tuvo el orden que impone su capitán, el Polaco Rivero, una rueda de auxilio en Papa, el ímpetu y la fuerza de Mier, la eficiencia de Gerardo Varela -el hermano mayor de Gustavo- en el lateral zurdo, la interesante pareja de defensas centrales del lungo Fosgt y Tabárez, este último muy sacador aunque perdió en las disputas últimas e individuales en ocasión de los dos goles rivales.

El segundo gol de Peñarol, el definitivo, al fin y al cabo, llegó de inmediato al comenzar el segundo tiempo. Un buen intento atacante, una jugada armada terminaba en una disputa por la posesión de la pelota entre Ramírez y Tabárez, se les escapó a ambos y, como un relámpago, el ex carrasquista Urretaviscaya sacó un latigazo directo al ángulo, un verdadero golazo que estremeció a las tribunas.

De ahí en más todo derivaría hacia un triunfo apretado y nervioso. Entre las acciones sustanciales se debe incluir la lógica entrada en acción, en lugar de Canobbio, de Hernán Novick, un buen delantero puesto en acción en esta temporada por Rosario Martínez en otro de sus múltiples aciertos. También debe mencionarse un período de dominio completo por parte de Peñarol en las cercanías del minuto 15, la puesta en acción del Pollo Olivera en reaparición positiva, la evitable falta que realizó Marcelo Sosa para provocar una expulsión que puso en peligro el resultado, el empuje final de Fénix aprovechando la superioridad numérica pero faltándole resto y, finalmente, la irracionalidad de Ruocco al sumar dos faltas de amonestación en menos de cuatro minutos y volviendo al once contra once en los últimos diez minutos de acciones.

Luego, al finalizar el partido, se vivieron los festejos apasionados y fervorosos de la hinchada de los cuatro costados, el increíble gesto de la negativa a ejercitar el derecho a la clásica vuelta olímpica en un caso para psicólogos sociales y, directamente, sociólogos expertos en las carencias de los uruguayos. Ellos podrían estudiar esta dificultad para festejar lo ya conseguido que al parecer padecemos. Sorprende, incluso, una cierta aceptación general de este hecho nacido, parece, en el temor al posible ridículo retroactivo o en la visualización de un posible fracaso en una instancia superior que, en este caso, sería la disputa final por el Campeonato Uruguayo.

Pero este hecho hay que constatarlo: el sábado, Peñarol llegó al final de una proeza de triunfo ideal, sin puntos en contra, y decidió no festejar a pleno. Ellos se lo perdieron y a mucha conciencia.

Cosa rara este miedo a padecer de alegría excesiva.