En su libro Las poéticas de Joyce, Umberto Eco observa que los poetas simbolistas (Mallarmé, Samain, Moréas, Rimbaud, Verlaine, Laforgue, entre otros) “fracasaron en su empresa porque les faltaba la característica principal de poetas como Dante, Homero o Goethe […], una mirada tan atenta y comprometida a la realidad histórica circundante […] que sólo y cabalmente gracias a ella lograron dar forma al universo entero”, y añade que los simbolistas, “desinteresados en general del mundo en que vivían”, intentaban acercarse a su meta trabajando más “sobre citas” que sobre “experiencias vividas”. Esta línea de lectura ha formado una imagen de Julio Herrera y Reissig dominada por las coordenadas de un esteta refugiado en su torre de marfil, desdeñoso de mezclar sus asuntos con bajezas como la política o las páginas de sociales, falto de “vida” y enfermo de literatura (de literatosis, como decía Onetti y repetirían tantos tontos); La mejor de las fieras humanas demuele limpiamente esa construcción presentándonos un Herrera que no sólo arroja una “mirada atenta y comprometida a la realidad histórica circundante” sino que se arma a sí mismo como un actor de esa coyuntura, primero a través de la participación en la política de su época y luego a través de la denuncia de lo que entiende sus fallas más flagrantes, sus mediocridades y tonterías.

Ese Herrera refugiado detrás de las páginas de su biblioteca decadentista, simbolista y tardorromántica (las fotos de Mallarmé y Rimbaud en las paredes del mínimo altillo transfigurado en la célebre Torre de los Panoramas), indiferente a la vida y la humanidad, habría sido en gran medida construido -o respaldado- por la generación del 45 y su programa de relectura y reelaboración de la literatura nacional, que no encontró manera de proponer lecturas más eficaces de la obra herreriana y además del (o de los) personaje(s) que el poeta representó a lo largo de su corta vida. “La elevación del Herrera y Reissig poeta a un empíreo de hiperbólica maravilla”, escribe Mazzucchelli (p. 226), “es la contracara de su cancelación como voz escuchable en la discusión social o histórica del Uruguay. La famosa generación crítica del 45 ha tenido por verdad repetida muchas veces de distintos modos este argumento, esto es, que hay que separar completamente al poeta del hombre, y olvidar al segundo”.

Mazzucchelli había sido el responsable de la edición de Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer (Taurus, 2006), en cuyo prólogo se esbozan las líneas fundamentales de esta biografía y se adopta la tarea de presentar un Herrera “fuertemente enfrentado tanto a los códigos morales de lo que consideraba su provinciano entorno como a las prácticas políticas de los partidos históricos”, un Herrera quizá más lúcido que cualquiera de sus contemporáneos, un Herrera consecuente hasta el final con sus ideas.

La mejor de las fieras humanas es una biografía sólida, minuciosa, cuyo único defecto, quizá, sea que da la sensación, por momentos, de apretar un poco el botón de FF, quizá porque el proyecto original de Mazzucchelli era más extenso que lo que las editoriales suelen estar dispuestas a publicar. Así, la sección correspondiente a “Tertulia Lunática”, uno de los poemas centrales de la obra Herreriana y de su imagen en la memoria de los lectores (junto a tantos sonetos y a las décimas de “Desolación Absurda”), una obra que en sí misma es un desafío a los códigos de legibilidad (e interpretación) tan flagrante como Los cantos de Maldoror de Lautréamont o la novela París, de Mario Levrero, no pasa de un comentario de dos páginas y dos glosas críticas de la primera mitad del siglo; pero esto es ante todo una pequeña crítica hecha por un devoto de este poema y su poeta, que en algún momento de su vida se supo de memoria las décimas que comienzan con aquello de “En túmulo de oro vago / cataléptico faquir / se dio el tramonto a dormir / la unción de un Nirvana vago”, descripción tan memorable de un crepúsculo como aquella otra de Mallarmé, “victoriosamente huye el suicida bello / tizón de gloria, sangre por espuma, oro, tempestad”.

A cada cual su héroe

La mejor de las fieras humanas elabora un esquema de la vida como escritor de Herrera y Reissig que parte de una triple crisis (personal, estética, política) para dar comienzo a una fase de crecimiento y establecimiento en el mundo intelectual de la época, crecimiento que alcanza una meseta y después se precipita hacia el fracaso y la decadencia; momentos destacables en este esquema son la amistad de Herrera con Roberto de las Carreras y la inserción, gracias a este último, del abandono del autor de Los parques abandonados de un tardorromanticismo ya obsoleto para abrazar (y abrasar) la estética finisecular, decadentista, simbolista o modernista; el viaje del poeta a Buenos Aires para trabajar en un Censo, la fundación de “la Torre de los Panoramas”, el nacimiento de su hija Soledad Luna, la muerte de Manuel Herrera y Reissig, padre del poeta, entre otros.

La historia de Herrera y Reissig es la de la construcción, asunción y defensa de un modelo de intelectual, de un lenguaje y una estética, pero también es la de una larga decadencia familiar, un empobrecimiento que lo llevará a mendigar por carta en plan “un peso, lo que sea” a sus amigos y sus no tanto, por no decir sus enemigos. Es que sobre la ingratitud de Uruguay con sus artistas se ha dicho tanto que ha terminado por convertirse en un cliché tan difundido (aunque de signo opuesto) como aquello de “la Suiza de América”, “como el Uruguay no hay” o también hablar de la “viveza criolla” y la “garra charrúa”; Herrera nunca dudó de la mediocridad intelectual de los uruguayos, y ya en 1904 escribía: “Esto explica el odio de nuestro pueblo, odio ínsito, irresponsable, casi de bestias, a los hombres originales, a los que emprenden innovaciones, a los que se distinguen en sus prácticas y en su carácter de la bobática totalidad”.

Una lectura “heroica”, entonces, de Herrera y Reissig parece tan fácil como la tontería de cercenarle cualquier preocupación por lo político y lo social; Mazzucchelli sin embargo la elude, proponiendo una visión sólida -y sobria-, cautelosa, de su biografiado, quizá formateándolo de una manera que lo vuelva un interlocutor posible en este siglo XXI. Es decir, el creado por Mazzucchelli es un Herrera y Reissig válido para estos tiempos que corren, pero también -y aquí se encuentra uno de los aciertos de La mejor de las fieras humanas- se incluyen las suficientes pautas como para que cada lector dé él mismo (a su gusto y conveniencia, como buscando algún detalle extra en una mancha de humedad, de las que abundarían en la Torre de los Panoramas, que se ha establecido como semejante a un rostro o un palacio) las últimas pinceladas al retrato de ese personaje ficticio, Julio Herrera y Reissig, autor de prosas y poemas deslumbrantes y volcánicos.

Por mi parte retengo algunas imágenes desprendidas de la biografía escrita por Mazzucchelli: un Herrera y Reissig músico, tocando la guitarra en acompañamiento a su grave milonga de la “Tertulia Lunática”; un Herrera y Reissig robando papeluchos (planos, documentos, cartas) de sus múltiples trabajos para llevárselos a su casa y cubrirlos, a veces de ambos lados, de versos que trabajará hasta el agotamiento, de listas de rimas y palabras también robadas a otros libros; un Herrera y Reissig que, junto con su entonces amigo Roberto de las Carreras, se dedica a pleno al “arte de injuriar” del que hablaría Borges años más tarde y escribe verdaderas joyas del insulto: “Una síntesis de tilinguería, un tonto célebre, un arquetipo de la estulticia, un pobrecito hablador, un guaranguito de extramuros”; un Herrera y Reissig que, quizá en su peor momento (crisis de salud, pobreza, falta casi total de interlocutores válidos), escribe, aparentemente sin provocación alguna, “solo y conmigo mismo. Proclamo la inmunidad literaria de mi persona. Ego sum imperator. Me incomoda que ciertos peluqueros de la crítica me hagan la barba… dejad en paz a los Dioses. Yo, Julio”.