El cine estadounidense con actores y para gran público vive quizás el momento más pobre de su larga historia, una vez que ya no dispone de la solidez que otorgaba el sistema de estudios, y que la independencia institucional fue contrarrestada por una histérica dependencia de la afluencia de público en el primer fin de semana. Mientras tanto, el cine de animación mainstream es el nicho que sí preserva lo mejor de Hollywood.

A la cabeza está Pixar.

Por supuesto, “Hollywood” implica que no se encontrarán aquí cuestionamientos radicales, sea de forma o de contenido, pero esta considerable exclusión deja unos márgenes gigantescos, que son aun más amplios en en el terreno de la animación. Qué mejor ejemplo que Día y noche (Day & Night), el corto que -siguiendo la tradición de Pixar, que a su vez sigue una añeja tradición, que hace mucho dejó de ser la norma- precede a la atracción principal Toy Story 3. Dirigido por Teddy Newton, Día y noche es una rara ocasión en la que el 3D no se limita a amplificar efectos que el 2D ya implica, sino que los emplea en forma estructural, oponiendo una “dimensión” 2D a otra 3D. Los dos personajes son bidimensionales, y tienen toda la pinta de estar dibujados a mano y además en un estilo reminiscente de la primera mitad del siglo pasado. Estos personajes se recortan sobre un fondo negro, es decir, son “huecos”: vemos a través de ellos y ese mundo detrás, que sólo se revela en la medida en que ellos se mueven y lo desenmascaran, sí es tridimensional. Ese fondo que revelan es algo ajeno a ellos pero es simultáneamente parte de su contenido, e incluso de su forma de comunicación. Son seis concentrados minutos de sorpresas increíbles, que rescatan mucho del sabor (me refiero a estilo, brillo técnico y creatividad) de viejas obras maestras de Tex Avery, Fritz Freleng o los Fleischer, probablemente equiparable a esos maravillosos antecedentes.

El plato principal

Por supuesto, Toy Story 3 implicaba otros problemas que tienen que ver con el metraje largo, la estructura narrativa más tradicional y, en forma más específica, con ser la descendiente oficial de una película (1995) con dimensiones históricas de la que ya se había hecho una continuación (1999) excelente. En la Toy Story original, como en muchas otras películas de Pixar, buena parte del encanto estaba en descubrir las reglas de un mundo posible fascinante, uno en que los juguetes tienen vida propia cuando los seres humanos no los están mirando, y su máxima realización es ser el objeto del juego y atención de su dueño. Una vez descubierto ese mundo, no es muy fácil sacar historias de allí, y los atributos de Woody, Buzz Lightyear y sus colegas no dan para sostener el interés más allá de su condición de juguetes.

La apertura de Toy Story 3 es estupenda y nos pone en un contacto gradual con la situación de base. Lo primero que vemos -casi otro cortometraje más previo al largo- es una absurda aventura fantasiosa que entrevera el viejo Oeste con ciencia-ficción, y que resulta ser la visualización de las fantasías de Andy, cosa que descubrimos al cortar para un video doméstico del niño jugando, en el que todo ese mundo que veíamos, enorme, amenazante, variado, se ve reducido a la situación mucho más prosaica de unos juguetes rígidos de plástico en una habitación enquilombada, pero que contiene, a su vez, el encanto de la alegría del niño, totalmente absorbido por los vuelos de su imaginación. Estas imágenes en video sugieren un registro, y de hecho cortamos para un presente en el que Andy tiene 17 años, ya no juega, y está por mudarse a la universidad donde va a residir por los próximos años. A partir de entonces, lo que tendremos va a ser producto de una equivocación: la caja donde estaban los juguetes va a parar a otro lado, se pierden, tienen que volver, encuentran múltiples obstáculos, conocen nuevos personajes, algunos buenos que los ayudan, otros malvados que los retienen. Este periplo está narrado con la solvencia sobresaliente de todas las producciones Pixar, pero no parece ir mucho más allá del esquema básico de un episodio de Tierra de gigantes (unos seres diminutos tienen que moverse por el mundo normal -todo es, para ellos, enorme- con cuidado de no ser sorprendidos por los grandes) teñido por chistes que tienen que ver con marcas o tipos de muñecos. Nada muy trascendente, aunque totalmente atendible debido a la redondez que caracteriza casi todos los productos Pixar: la narración está muy bien urdida y ritmada, los chistes son varios y excelentes, hay líneas de diálogo memorables, constantemente se introducen personajes interesantes y, sobre todo, está ese tono especialísimo pautado por una inteligente reversión de clichés (el muñeco bebé grandote convertido en una especie de monstruo siniestro, el payaso amargado, el osito de peluche que actúa como jefe mafioso, la guardería -supuesto paraíso para los juguetes- que termina siendo un lugar de masacres debido a la “libre expresión” de los chiquitos) o por su explotación creativa (el clásico monito platillero como una figura totalmente histérica y algo estúpida). Uno de los ojos de Mrs. Potato Head se perdió debajo de la cama en casa de Andy y, gracias a ello, tapando el ojo que le quedó pegado a su cuerpo-cabeza, ella puede ver lo que está pasando con Andy. Hay incluso algún chiste arriesgado (o al menos quedó así en el doblaje al español), como cuando Mr. Potato Head dice que en la solitaria celda en que lo habían confinado para castigarlo había un par de extraños “troncos de juguete”, y otro muñeco comenta con expresión consternada: “Creo que no eran troncos...”.

Todo ello parecía destinado a simplemente regresar a casa luego de todas estas aventuras, pero hacia fines del tercer acto la trama empieza a espesarse conectándose en forma inesperadamente profunda con sus premisas. La última secuencia de acción es particularmente tensa; de pronto estamos frente a una situación de peligro en la que la destrucción y “muerte” de los muñecos es inminente, terrible y no parece haber salida (es realmente un prolongado momento de suspenso y desaliento que no debe nada a cualquier película seria y adulta). Esa inminencia de muerte abre las sensibilidades para la confrontación final con el hecho de que el anhelado regreso a casa es el regreso a una imposibilidad: Andy ya no es un niño. La solución encontrada es brillante, porque logra constituirse en un final feliz sin esquivar encarar y procesar todos los inevitables componentes de pérdida, separación y cambio. Esta escena puede llevar a buena parte de la platea a las lágrimas (como ya había ocurrido en Up). Y lo más admirable es que, reconsiderando desde ese final, constatamos que las peripecias anteriores no fueron un mero relleno para el metraje, sino que jugaron su papel en una cadena clásicamente cerrada, sin desperdicio.

Los chicos crecen

Por supuesto que todo eso está, en buena medida, calculado (incluso en términos comerciales) para resonar de esa manera en el público. Aparte de funcionar perfectamente para un niño chico que no haya visto las películas anteriores, o que las haya conocido en el reciente relanzamiento en 3D, Toy Story 3 puede pegar en jóvenes (el sector de público más ajeno al cine de animación) que no se la perderán porque las anteriores Toy Story son parte de su historia de vida. Esos jóvenes sí tuvieron la vivencia de la separación de los objetos y del mundo de su infancia (y para ellos los personajes de Toy Story, además de representar esas vivencias infantiles, también son ellos mismos parte de dichas vivencias). Estos factores no dejan de operar en los adultos, y se suman -factor catalizado por el personaje de la madre de Andy- con el proceso de separación de los hijos. Sería ingenuo pensar que se invirtieron casi 200 millones de dólares sin meditar esos efectos, por no hablar del oportunismo inherente a la “trecuela” de una franquicia. Pero lo bello de todo esto es que el personal de Pixar tuvo el empeño y dispone del talento (además de los recursos económicos y técnicos) para no detenerse en la explotación, el chantaje emocional y los lugares comunes y proponer un viaje a pleno por el corazón de los asuntos que abordan, en una de esas gratas instancias de una simbiosis perfecta entre negocio y arte. Que se manifiesta también en el tacto con que lidian con Barbie y Ken, retratados en forma suficientemente tolerante como para que la personalización sea aceptable por Mattel, pero sin dejar de burlarse de su consumismo rosado, en una forma que claramente no es cómplice (Ken es pretexto para varios de los mejores chistes de la película). La combinación de oportunismo con brillo creativo se da también en la forma en que aprovecharon los derechos para comercializar una canción de los Gipsy Kings, metida en forma saludablemente absurda (un cambio de modo en los controles de Buzz lo modifican para idioma español, lo cual lo convierte en un romántico caballero ibérico que baila flamenco).

Attenti a un par de curiosidades: el joven basurero hiperquinético que se ve en un par de escenas es Sid -el niño villano de la primera película- crecido y uno de los muñecos de Bonnie es una figura de Totoro, de la película de Miyazaki (Mi vecino Totoro), simpática guiñada a uno de los grandes maestros de la animación.