A fines del siglo XIII el filósofo mallorquín Ramón Llull ideó una máquina de pensar. Consistía en ruedas concéntricas con nombres, predicados de filosofía y teología y conectores; quien la manipulara, entregado a una suerte de fervor combinatorio, podría reconstruir un número de sentencias que funcionarían a manera de los juicios que estudia la lógica. Si los círculos fueran lo suficientemente completos, cabe adivinar, si estuviesen diseñados de acuerdo con una compartimentación adecuada y exhaustiva del mundo, de su uso deberían -necesariamente- desprenderse todas las verdades posibles, así como todas las mentiras: una máquina de pensar.

Siglos después -consigna Borges en “La máquina de pensar de Raimundo Lulio”, del libro Textos cautivos recogido en Obras completas IV- Jonathan Swift se burlaría de la inspiración llulliana en la tercera parte de Gulliver, apelando a un razonamiento análogo a aquel chiste que dice que un gran número de monos obligados a mecanografiar día y noche terminarían produciendo Hamlet o El rey Lear. El propio Borges jugaría con la idea, de un modo abismal, en su terrible -que por alguna razón siempre imagino ilustrada por MC Escher- “La biblioteca de Babel”, de Ficciones.

La noción original de Llull implicaba que la mente genera ideas mediante un procedimiento que puede ser imitado, un algoritmo. Esa idea ha llegado hasta nuestros días y desemboca -o desembocó hace ya varias décadas- en la vertiente “fuerte” de la Inteligencia Artificial, que equivale a afirmar que en el fondo la mente no es más que una máquina biológica de pensar y que sus procedimientos deberían ser reproducibles, de modo que tarde o temprano tendremos máquinas pensantes, inteligentes y conscientes (pero esperemos que no se llamen Skynet, como la de la saga Terminator). Esta idea ha sido criticada por otros pensadores -entre ellos Roger Penrose- que suscriben a la noción de “fantasma en la máquina” (de la que The Police derivara uno de sus mejores álbumes), sugiriendo que eso que llamamos mente no puede reducirse a pautas algorítmicas ni, mucho menos, a la neuroquímica cerebral.

En busca de las leyes del pensamiento, del investigador y catedrático Eduardo Mizraji (Montevideo, 1948), reconstruye la historia de quienes pensaron en la tradición del gran filósofo mallorquín. Comienza con Newton y Leibniz y pasa por el central aporte de George Boole, que codificó un álgebra binaria en la que se basan las modernas computadoras, verdadero intento de sistematización de las leyes del pensamiento. Del mismo modo, razona Mizraji, que Aristóteles y filósofos medievales como Bacon y Occam, intentó Boole desentrañar de qué manera pensamos, con qué procedimientos y en qué pautas, volviendo visibles esos algoritmos con los que soñó Llull.

La historia dispuesta por Mizraji también recuerda a Charles Babbage, que intentó construir una máquina de calcular, y continúa a través de los pensadores que han buscado las leyes del pensamiento en la intimidad de las neuronas y sus procesos fisicoquímicos. Es aquí donde se vuelve clara la toma de partido del autor, cuya formación científica lo lleva a postular a modo de axioma la reducción (o asimilación, para no emplear una palabra que pueda sonar tendenciosa) de la mente a la actividad neuroquímica del cerebro y ésta, a su vez, a un procedimiento pasible de ser reproducido de modo algorítmico. Señala Mizraji que el gran aporte que significó la investigación de las funciones del cerebro, como por ejemplo la localización precisa del área del lenguaje (o de Brocca), y la bipartición de los hemisferios cerebrales, con su correspondiente funcionamiento lógico (el izquierdo) e intuitivo (el derecho).

Los últimos capítulos consideran el aporte de la teoría de redes y postulan que nuestro cerebro funciona de hecho como una red de redes, a modo de internet. Se acerca así Mizraji a las ideas de Douglas Hofstadter, quien se apoyó en las nociones de interconectividad, complejidad, autorreferencia y epifenómenos para elaborar sus teorías sobre la mente y la conciencia.

En busca de las leyes del pensamiento implica una clara toma de partido por ciertas líneas de la investigación científica. El razonamiento de Mizraji parece señalar que, dados ciertos presupuestos epistemológicos, esas líneas son la única manera confiable de generar un programa de investigación fértil. Pero no son las únicas y quien termine este libro podrá considerar la lectura de La nueva mente del emperador, de Roger Penrose, para nutrirse de una perspectiva científico-filosófica diferente, o de Gödel, Escher, Bach: una eterna trenza dorada y I am a strange loop, ambos del ya mencionado Douglas Hofstadter, como visión complementaria.

Uno de los puntos más interesantes del libro de Mizraji es la atención que presta a la conexión entre los temas científicos que va planteando y la literatura. En la introducción, por ejemplo, comenta un puente entre la obra de Jorge Luis Borges y la de William Gibson, el autor canadiense-estadounidense creador (entre otras cosas) del término “ciberespacio”, que escribiera -junto con Bruce Sterling, otro de los creadores del cyberpunk- La máquina diferencial, una novela de historia alternativa en la que Charles Babbage logra construir su máquina calculadora cambiando drásticamente los acontecimientos como los conocemos. Mizraji no le teme a incluir ecuaciones en su libro (llevándole la contra a Stephen Hawking, que en su Historia del tiempo sólo incorporó la archiconocida E=mc2, alegando que cada ecuación reproducida reduciría a la mitad el número de lectores), pero tampoco a citar a Unamuno, a Darwin o a Bertrand Russell, permitiendo así que su libro gane en riqueza y en niveles de significado.

En busca de las leyes del pensamiento es un sólido libro de divulgación científica y un interesante aporte a la historia de la ciencia. Mizraji escribe con claridad y entusiasmo, dejando entrever su fascinación por los senderos que se bifurcan del pensamiento; fascinación que su libro se alegra de contagiar.