Aunque los premios Oscar fueron inventados por Hollywood para su propia promoción, sus estatutos impiden la candidatura de indies (realizaciones independientes con respecto a los grandes estudios), y éstos últimamente se convirtieron en una ostensiva mayoría entre los nominados. No suele hacer mucha diferencia, porque la mayoría de los indies consagrados fueron realizados para disputar el mismo mercado que las películas “dependientes”, respondiendo a los mismos principios narrativos (y donde las desventajas de un menor presupuesto de producción y promoción se compensan con las ventajas de la libertad con respecto a las restricciones histéricas que envuelven los negocios multimillonarios de las grandes corporaciones). Esta película, sin embargo, habla otra lengua: es indie hasta el tuétano (para jugar con la figura ósea del título original). En términos burdos, es el tipo de película que uno espera ver en Cinemateca y no en una sala de shopping comiendo pororó.

No se trata de nada radicalmente experimental, y el gancho con la normalidad, que conmovió a los votantes de la Academia, es muy claro. Además de la actuación impresionante de Jennifer Lawrence, su personaje Ree es uno de los más lisamente positivos, imposibles de no querer, que se hayan visto en una pantalla. En una familia pobre de las montañas Ozark, con una madre casi catatónica y un padre criminal ahora desaparecido, la adolescente Ree se tiene que ocupar, y lo hace con la más total corrección, de todos los que pasaron a depender de ella, que incluyen la madre, el caballo, un perro y, sobre todo, sus dos hermanos chicos. Cuida de que éstos vayan a la escuela y estudien, de que aprendan los modales y la ética del lugar (“nunca pidas lo que debería ser ofrecido”), les enseña tempranamente algunos de los requerimientos más duros de la supervivencia (disparar un rifle para cazar ardillas y luego despellejarlas), todo con una calidad increíble y sin quitar oportunidades para que jueguen. La historia gira alrededor de sacrificios aun más grandes y de riesgos personales que tiene que enfrentar para tratar de sortear un problema especialmente serio, como cualquier protagonista de película “normal” que se precie. Ree se mantiene totalmente aparte del consumo de drogas y alcohol y jamás hace algo reprochable. Tampoco deja de ser una chica preciosa (un artificio común en la generación de empatía), aunque cuidadosamente elegida y tratada para no desentonar en un medio de hillbillies obesos y embrutecidos, o flacuchos y precozmente demacrados.

Aparte de los factores muy directamente actuantes vinculados a este personaje, la película se vincula, pero en forma más tenue, a veces sólo nominal, con algunos géneros: crimen, asesinato, misterio, suspenso, drama e incluso algo de terror morboso. Pero la cosa termina allí, sin que lleguemos a realmente entrar y vivenciar dichos géneros. Lidiamos con elementos de gran crudeza, pero la película nos deja los datos convulsivos pero ahorra pudorosamente imágenes shockeantes (salvo para los amantes de las ardillas).

El entorno es de pobreza, a tal punto que no queda del todo claro cuándo se ubica la película: no se habla del resto del mundo, no se ve ningún aparato de tecnología reciente, los autos son modelos que podrían tener unos 15 o 20 años, la moda no existe y un poco de modernidad sólo penetra en algunos objetos de plástico que se entreveran feamente en los entornos, descuidados estéticamente, de esas cabañas de madera y lata. No sorprende que en ese ambiente la fabricación y el consumo de droga barata (metanfetamina) sea una salida buscada por muchos, y el consumo sea también habitual. (Otra escapatoria también presente es el Ejército, es decir, cambiar ardillas por musulmanes.)

El cine hollywodense pocas veces focaliza, como aquí, ese tipo de entorno pobre desde la primera persona narrativa. Pero hay algo aun más fuera de las costumbres, y es que la película se planta totalmente por fuera del paradigma que opone ascensión social a fracaso. Sin que haya cualquier bucolismo idealizado -al contrario- sí hay una penetración respetuosa y empática en la forma de vida de esa gente, y se ve junto a mucha crudeza, privación y maldad, también unos códigos de solidaridad, corrección, estructuras morales, que pueden inducir a sentir que cambiar esto por la sociedad consumista no sería lo ideal. Creo recordar que, con la posible excepción de los niños chicos, no hay una sola sonrisa en toda la película, ni siquiera mientras, en una fiesta, un grupo hace música que suena relativamente animada. Tampoco hay ni una sola imagen de cielo azul y paisaje soleado (estamos en un invierno fácilmente legible como extensión lírica de la oscuridad de la historia).

Contradiscurso técnico

La película avanza pausadamente, llena de silencios, frases monosilábicas, tiempos muertos, sobreentendidos y algún que otro plano-almohada que hace pensar en la poética cinematográfica de Terrence Mallick. No se concede para nada en informar al espectador promedio sobre un entorno no muy conocido (en qué lugar se ubica la historia o qué droga consume esa gente son cosas que tuve que averiguar en internet). Y, más transgresor, la narrativa es tan lacónica como los personajes, quienes, debido a su conocimiento superior del entorno, se percatan de ciertas ocurrencias antes que nosotros, y por medios que no siempre logramos entender. Así, Ree en un momento va a decir que sabe qué fue lo que le pasó a su padre desaparecido (ello se confirmará), pero no sabemos cómo llegó a esa conclusión, ni cuándo. ¿Qué pasa realmente en la escena en la que el alguacil detiene el auto de Teardrop? Los personajes en un momento actúan en un sentido y luego cambian, sin que la modificación se explique paso a paso: tan sólo se muestran como dos fragmentos de tiempo recortados en el caos de la vida. Hay que vivir la narrativa sin el confort de la omnisciencia y del cierre de todas las líneas.

Es realmente pasmoso que los profesionales asociados a la Academia de Artes y Ciencias se dejen embaucar, como si fueran matronas adictas a la revista Hola, por la vistosidad visual de El discurso del rey y hayan pasado por alto los elevados valores formales de esta producción de dos millones de dólares. La dirección de arte y vestuario de esta película muestra cosas pobres y feas, pero no por ello es menos buena -probablemente sea mejor-.

Lo mismo se puede afirmar de la fotografía, discreta, con cámara en mano (sin nerviosismos llamativos), pero con varias imágenes interesantísimas y muy expresivas (ese primerísimo plano de Teardrop, casi de espaldas y desde arriba de sus hombros, en la primera escena en la que aparece; los planos-almohada; el evocativo paseo en bote en la escena clímax...). Las múltiples imágenes del entramado de ramas deshojadas contra el cielo gris, ya en los créditos de presentación, se vincularán en forma poética con el título (pueden ser los “huesos del invierno”), incluso gráficamente (las letras del título dejan ver lo que hay detrás de ellas y quedan, por lo tanto, pintadas con esa textura de ramas, algo preciosamente aprovechado también en los créditos del final).

La música incidental de Dickon Hinchliffe (de Tindersticks) es imponente, con sus notas largas y quietas, combinando sonidos electrónicos e instrumentos quizá orquestales, con una asimilación tímbrica pero descontextualizada de los estilos del lugar (notoriamente el sonido de un banjo y algún dejo de modalismo folclorístico). Esa música sugerente y quieta se entrevera con los sonidos del entorno y contribuye a dar un relieve musical a ciertas texturas sonoras diegéticas muy expresivas (las máquinas con las que se fabrica la droga, los ruidos de algunos animales, alguna campanita). (Uno puede constatar la inteligencia de la realización sonora, pero al menos en la función a la que asistí, en la sala 5 del complejo Alfabeta, la apreciación quedaba bastante aplastada por el volumen casi inaudible de los parlantes no-frontales.)

¿Y cuántas escenas recientes tienen un montaje tan sugerente, poético, tan bien compuesto en sus vínculos visuales y su ritmo como en la que Ree persigue a Thump Milton a la salida del remate de ganado? Observen cuánto se gana en esa escena increíble: un ritmo más veloz (sin que aumente la velocidad de los eventos), una sensación de caos y confusión, el énfasis en un aspecto de la vida rural y una vibración simbólica entre la impotencia de Ree y las jaulas de los novillos, la idea de seres a la venta y quizá destinados al sacrificio. Hay también una excepcional composición visual-sonora en esa curiosa secuencia en precioso blanco y negro, de las motosierras y ardillas. Son pasajes que remueven un no sé qué inquietante, incluso conmovedor.

Con buena razón, esta película viene siendo saludada como una de las más interesantes producidas en Estados Unidos en el último año.