El éxito internacional de La reina (2006) y, ahora, de El discurso del rey, parece ser un resto, todavía fuerte, de una veta de “cine de arte” cuyo mejor momento ya pasó, ésa de las películas de época con oportunidades para revivir el glamour de las clases pudientes de otrora, en cuidados trabajos de dirección de arte y fotografía vistosa (La reina se ubica en un tiempo cercano al nuestro, pero lidia con ambientes y comportamientos selectivamente no-modernos asociados a la familia real). Es sintomático también de una cierta necesidad británica de legitimación, que ambas películas sin duda colaboran a brindar. Quizá frente a la crisis del nacionalismo que encarna la Comunidad Europea, o una crisis más general de valores, se plantee la necesidad de justificar el apego a una monarquía que cuesta una fortuna y en la que nadie realmente cree (es como las religiones: muy pocos realmente creen a rajatabla en sus premisas, pero cuesta desembarazarse de su función de muleta espiritual).

El discurso del rey (como La reina) se sirve de la pseudodialéctica habitual en el cine hollywoodense: contempla los argumentos contrarios, pero los desarma, no a través de razonamientos sino de un juego de empatías y de un curso casi mágico de la anécdota en que todo termina saliendo bien, y ese final feliz hace las veces de demostración. Entonces el príncipe Alberto, o Bertie, futuro Jorge VI de Inglaterra, sí resulta humano, falible, lleno de dudas, educado a través de un sistema que hoy sería calificado como abuso infantil y carga (como consecuencia de todo ello) el problema de ser muy tartamudo, algo terrible para alguien a quien le toca hacer discursos públicos. Es totalmente consciente, además, de que carece realmente de cualquier poder verdadero, y de que su función es eminentemente simbólica, lo cual no deja de tener una gran importancia para la cohesión de la nación y de lo que queda del imperio, pero depende justamente de sus posibilidades de imponer respeto y de comunicar.

Luego de probar sin frutos varios tratamientos, el príncipe encuentra a Lionel Logue, especializado en problemas del habla y conocido por sus métodos poco ortodoxos. Logue no sólo es plebeyo, sino que es colonial(australiano), y ambos hechos son enfatizados; su acción sobre Bertie tendrá el carácter combinado de un instructor técnico, un psicoterapeuta, un maestro zen y un amigo. Parte de su método implica establecer una relación igualitaria con el príncipe, que en muchos momentos suena cómicamente irreverente y escandalosa, y va a implicar poner al rey -fuera de la vista del público- en situaciones francamente ridículas y desconstructoras de su solemnidad aristocrática. Pero esta supuesta provocación es parte de la pseudodialéctica: en la escena en que Logue presenta el rey a su esposa, queda claro que la intimidad establecida con Bertie implicaba también para Logue una violación de su reflejo de reverencia al monarca, que él forzó como parte de su deber de desempeñar eficazmente sus métodos de cura.

Las correcciones

Establecido el personaje de Logue como súbdito fiel, aunque dotado de opinión y dispuesto a reivindicar una posición, la película empieza a trascender la condición de mera historia peculiar de superación de una dificultad personal, y gana un viso político. El hermano de Bertie, prioritario en la sucesión del trono y coronado como Eduardo VIII, se muestra no apto al trono por distintas razones: la lógica de la sangre azul y de la educación real tiene sus fallas, pero también sus mecanismos de corrección, y todas las personas sensatas del entorno consideran que Alberto es mejor candidato. Esa opinión es también la de Logue, quien va a cumplir un papel importante en convencerlo a asumirse como rey. Una vez en el trono, Logue va a estar detrás de cada pronunciamiento público, ensayando o incluso, en las trasmisiones radiofónicas, dirigiéndolo como un director de orquesta. Es decir, el rey es la voz de la nación, pero ésta está guiada por los súbditos (representados por Logue) y para el bien del pueblo (mostrado como una serie de ejemplos de recortes sociales que escuchan su discurso fundamental al declararse la guerra). Es al asumir esa posición y actitud que conquista de veras la dignidad real (y el propio Logue-pueblo reacciona llamándolo, por primera vez, “su majestad”).

Para mejor “demostrar” la inherente corrección del sistema, la película elude aspectos que hoy día se verían como vergonzosos -la simpatía de buena parte de la cumbre política británica por Hitler-, omitiendo el dato en el caso de la familia real, y directamente falsificándolo en el caso de Churchill (ver nota adjunta). En todo caso, parecería que la compensación por esa tergiversación se hizo a nivel musical: siguiendo la tendencia a la germanofilia que pautó la política cultural de la dinastía sajona (actualmente Windsor), toda la música preexistente que colabora con el glamour sonoro de la realización es de Mozart, Beethoven y Brahms. La música original (de Alexandre Desplat) sigue un rumbo similar pero abaratado, con su aire de rococó bobito, que equivale en lo sonoro a esas imágenes de foco suave y fondos difusos, de imponente arquitectura multisecular, de parques verdecitos bañados en fog o de ambientes más cercanos espléndidamente decorados (en contraste únicamente con la exótica residencia de Logue). Algunos planos generales con lente “ojo de pez”, casi siempre tomados desde una posición cercana al piso sirven como un proto-motivo visual unificador y característico.

Dentro del género, la película es de lo más llevadera, simpática y agradablemente refinada. La cámara asume, junto al costado bonito del “cine de arte”, también el rol de caricaturista, cuando distorsiona con gran angular las expresiones afectadas y nerviosas de personas del entorno real. El tema del “discurso” está inteligentemente trabajado por la presencia (desde la primerísima imagen) de micrófonos, aparatos de radio y cables, aparte de imágenes periodísticas que recuerdan, como opresivo contraste, la habilidad para la oratoria de Adolf Hitler. El ingrediente primordial del disfrute es el reparto lleno de prestigiosos y excelentes actores británicos (el dueto de Firth y Rush está respaldado por nombres como Helena Bonham Carter, Michael Gambon, Derek Jacobi y Timothy Spall). Pronunciando unos diálogos bien urdidos con un formidable control de tono, colaboran a crear una notable empatía por los personajes principales y a mantener un delicado equilibrio entre la comedia franca, el drama y las varias resonancias temáticas.