Snyder ha sorprendido varias veces a la audiencia, su primer film -el remake de El amanecer de los muertos, 2004, de George Romero- era mucho más que digna (teniendo en cuenta que el tipo se estaba metiendo con uno de los mejores films de horror de todos los tiempos) y generaba un clima opresivo y desesperante hasta para los habituados al género. Su versión no les prestaba mucha atención a las metáforas sociales de la original y era mucho más nihilista, pero sus hallazgos formales (una combinación constante de las texturas granulosas dignas del último Ridley Scott, cámaras en mano y efectos especiales en cada cuadro de la pantalla) fueron destacables y comenzaron a ser imitados por todo el mundo en Hollywood. A este film de horror lo continuó la exagerada (pero sin dudas impactante) 300 (2007), basada en el cómic de Frank Miller, a la que una vez más drenaba de reflexiones profundas (el cómic era, en cierta forma, un estudio de la inhumanidad proto-fascista del militarismo espartano), pero hacía un ejercicio espectacular de efectos visuales en tono sepia. Una vez más la combinación propuesta por la adaptación de Snyder era la de menor contenido humano/mayor espectacularidad y parafernalia visual, pero hay que recordar que el hombre proviene del campo de las filmaciones publicitarias y es difícil no adquirir las malas costumbres de un entorno semejante. Su siguiente película, Watchmen (2009), era todo un triunfo de adaptación casi imposible, esta vez del cómic homónimo de Alan Moore y Dave Gibbons, una obra tan amplia y compleja que incluso con los 186 minutos de su edición original, siempre iba a quedarse corta, pero que Snyder ilustró con talento y relativa fidelidad (aunque cayendo nuevamente en estilizaciones -como la de los veteranos héroes originales que en su película rejuvenecían y estaban en perfecta forma- de lo más discutibles). Luego de este considerable éxito, su film posterior -la fantasía sobre búhos La leyenda de los guardianes (2010), orientada a los niños- pareció más que nada un simple precalentamiento formal previo al emprendimiento de algo mayor. Y entonces metió el garronazo, decidiendo, por primera vez, emprender la aventura de filmar una película que no fuera una adaptación o un remake sino con un argumento completamente nuevo que, además, había escrito él mismo. Evidentemente, el tipo fue convincente y, confiados, los ejecutivos de Warner Bros le autorizaron un presupuesto de más de 80 millones de dólares, de los cuales la película ha recuperado hasta ahora sólo 50 (aunque las ventas en formatos caseros seguramente hagan empatar al menos las cifras). El resultado fue Sucker Punch, película que prueba que seguramente el futuro de Snyder sea el de las adaptaciones y no el de los films originales, pero que al mismo tiempo es uno de los objetos cinematográficos más extraños que haya producido Hollywood en los últimos años, y una obra bastante representativa de lo que puede ser hoy en día el universo referencial de un artista joven.

El cambalache privado

P>Sucker Punch cuenta la historia de una joven (la modelo australiana Emily Browning)cuyo padrastro -tras la muerte de su madre y luego de asesinar a su hermana- es recluido en un manicomio (que, en realidad, también es un burdel de lujo) con el objetivo de que le hagan una lobotomía. Allí, mientras espera la operación, la muchacha descubre que tiene el poder de hipnotizar a quienes la observan bailar eróticamente, momento en el que entra en un trance en el que es transportada a otras dimensiones, donde deberá enfrentarse con diversos enemigos fantásticos para obtener una serie de objetos que le faciliten -a ella y a sus compañeras de reclusión- el fugarse de la institución. Todo el preámbulo a este descubrimiento es narrado en no más de diez minutos, siendo más que nada una formalidad argumental para que Snyder se dedique a lo que realmente quiere: colocar a sus heroínas en los distintos mundos fantásticos diseñados para la ocasión. Una vez más, Snyder llena cada centímetro de la pantalla de animación digital y vuelve a utilizar una paleta cromática muy limitada -colores sepia en los mundos de fantasía, azul al comienzo, rojo en el burdel-, haciendo gala de una interesante imaginación visual que va desde enormes guerreros samurai que portan armas de fuego de última generación hasta un campo de batalla similar al de la Primera Guerra Mundial pero plagado de anacronismos dignos de la literatura steam-punk, pasando por algún dragón y varios nazis zombies. No parece haber una excusa mucho mayor que la de amontonar elementos de acción que le gustan y hacer algunas guiñadas cinematográficas. El modelo base parece ser el de los entretenidos disparates sangrientos de Yoshihiro Nishimura (Tokyo Gore Police) y su combinación de chicas bonitas vestidas de colegialas, violencia y armas de todo tipo. En realidad, la película apunta a esa concepción más bien irresponsable e irreal de cierto cine de acción japonés, pero también hay referencias que remiten a Kill Bill, de Tarantino (que también era, en parte, un homenaje a ese cine), y al desfile de bellezas femeninas y armadas de Sin City, de Robert Rodríguez y Tarantino. Es decir: cine que referencia a otros fetichismos cinematográficos, sin preocuparse mucho por conseguir un argumento que hilvane las imágenes o a alguna actriz que no parezca una modelo. No es tan rara en el Hollywood actual esta eliminación, digna de una película porno, de los elementos narrativos en beneficio de los puntos altos de acción, pero rara vez se ha hecho tan explícito el desinterés total por la historia (Snyder se permite, incluso, eliminar los bailes de la protagonista -que nunca llegamos a ver aunque son el punto de inflexión entre los mundos- en lo que en otro cineasta parecería una interesante elipsis, pero aquí da la impresión de ser simple pereza o incapacidad). Pero más allá de las referencias cinematográficas, a lo que realmente refiere la película es a los videojuegos, reproduciendo su estructura de recorrer caminos plagados de enemigos, eliminarlos, enfrentar a bosses (jefes) y obtener premios (llaves, cuchillos, mapas) que les permitan acceder a la próxima etapa. Esto podría servir de excusa para explicar la ausencia mínima de argumento, pero, a decir verdad, cualquiera de las ediciones del Warcraft está más cuidadosamente escrita que este caos, esta fiesta privada de Snyder jugando con millones de dólares y una producción impactante de la misma forma que un niño con sus juguetes y con acceso libre al cajón de golosinas. Como suele suceder con los garronazos que homenajea en su título, Sucker Punch es gratuita y sin motivos que justifiquen realmente su existencia. Pero a diferencia de esas trompadas maliciosas, el movimiento de Snyder se hace totalmente previsible luego de la primera media hora: no hay que buscar nada, es solamente ese derroche de energía y estetización obsesivas. Próxima a un videojuego o a alguna publicidad de vaya a saberse qué producto, Sucker Punch es, sin dudas, una película distinta hasta que se entiende su pequeña verdad: no es cine y ni siquiera intenta serlo. Bienvenidos al siglo XXI.