Ya antes de sus desafortunadas declaraciones en Cannes (en las que decía que podía entender a alguien como Hitler, y que le valió ser declarado como persona non grata por la organización), pronunciarse a favor o en contra de Lars von Trier era algo que dividía aguas. Algo particular de sus películas es que siempre exigen, de una forma u otra, una toma de decisiones de parte del espectador, y en el caso del crítico, aquella vuelta de la pelota a la cancha del otro lo deja en un lugar donde está obligado a ocupar una posición y hacerla explícita. O simplemente partir del si a uno le gusta o no.

Lars von Trier es un director curiosísimo en la heterogeneidad, casi bordea lo contradictorio, de su estilo visual. Más o menos lo ha probado todo, desde la despojada técnica de la cámara en mano, gobernada por las reglas de castidad del Dogma 95, hasta los tonos exuberantes y místicos de Andrei Tarkovski en su forma de retratar la naturaleza en Anticristo, pasando por la construcción en set, de corte brechtiano de Dogville o Manderlay . Simplemente tomese el prólogo en ralenti, de Anticristo, en el que el bebé se cae al abismo, mientras Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg tienen sexo en la ducha (una escena que, en contraposición al dolorosísimo contenido que encierra la escena, llega a una estilización de aviso de perfumes) y se dará cuenta de que aquel director no puede ser el mismo que a poco menos de 15 años atrás bregaba por un cine de iluminación natural, apartado de todo tipo de géneros y de la música por fuera del universo diegético del film. Sin embargo, en lo que refiere al contenido, podríamos notar un fantasma que se repite una y otra vez. Lars von Trier siempre parece querer hacer lo mismo, tomar una posición en la que como espectador obliga a identificarte o repeler lo que estás viendo, pero en el que de una forma u otra termina sintiéndose una marioneta.

Esta constancia en su proceder no guarda mucha diferencia con su figura pública (podría decirse que su persona es tan ficticia como sus películas, o que sus películas son tan reales como su persona), sobre la que extiende la ola expansiva de sus películas, también obligando a quien lo entrevista a tomar una u otra posición. Lars siempre ha jugado en el pretil, pero siempre se trató, en el fondo, de un mismo acto (por más que ese acto le lleve la vida entera). Incluso en su metida de pata en Cannes se descubre algo que era parte de una performance, que ya se había leído casi íntegramente en otras entrevistas, pero que en determinado momento de dilación le salió mal. Ver a Lars von Trier pifiarla, cometer un error de cálculos del cual ya no puede retroceder, sino sumergirse más y más en las arenas movedizas de su discurso (con el rostro lívido de Kirsten Dunst, que parecería preguntarse por qué no siguió haciendo comedias teen), genera una sensación similar a la de ver un truco que sale mal, una acrobacia volante sin red en la que la mano entalcada de un trapecista no llega a tiempo a recibir la del otro.

Contradicciones propias

Más interesante que analizar sus films uno por uno es investigar aquellos rastros psicológicos y de procedimiento que se pusieron en juego desde el comienzo y que, en cierto modo, constituyen la crónica de una muerte anunciada sobre la que estamos indagando ahora. Ya se ha hablado de sobra sobre el impacto del Dogma 95 y sobre la arbitrariedad y contradicción interna de sus normas. Hasta podría extenderse la contradicción a las obras mismas, dándonos cuenta de que la única película que cumple con casi todas las normas impuestas por dicho movimiento es Los idiotas (que, junto a La celebración, de Thomas Vintenberg, fue el principal caballito de batalla de aquella propuesta ética/estética). Las otras dos películas que se incluyen como parte de La trilogía del corazón dorado (formada por Los idiotas, Contra el viento y marea y Bailarina en la oscuridad) tienen sólo algunos elementos del Dogma, dando a entender que en el trayecto el mismo Lars hubiese sido el primero en perder interés por dicho manifiesto.

Di-sci-pli-na

Por más efímero y poco consistente que haya sido su manifiesto, viendo el modus operandi del director, no nos queda otra que considerarlo un síntoma que habla por el director, y que arroja uno de los elementos fundamentales de su cine: el control. Rastrando su obra desde los orígenes, nos damos cuenta de que su cine siempre se ha sostenido en una dinámica de dominador/oprimido. Esto no tanto -o no sólo- en las pobres mártires de La trilogía del corazón dorado, sino en la misma construcción de las películas y en las relaciones de poder frente al espectador. Esta relación íntima frente al control se rastrea tanto en sus films como en los rasgos psicológicos sobre los que se suele aquejar el director en entrevistas: cualquier cosa que se escape de su control lo angustia hasta arrastrarlo a niveles casi catatónicos, entre ello, el terror a viajar en avión, que ha conseguido que no viaje nunca a Estados Unidos y que acuda a la cita anual de la entrega de los premios de Cannes en una camioneta desde Dinamarca.

Este contrato de autocontrol es similar al que los actores tienen que someterse durante el rodaje. Ya es conocido el hecho de que Björk entró en un colapso nervioso durante la filmación de Bailarina en la oscuridad, algo similar a lo que vivió Nicole Kidman en aquel despojado hangar -en el que casi no entraba la luz del sol- donde se filmó Dogville, lo que provocó que se negara a actuar en Manderlay, la secuela de dicha película.

Lars y Sade

Sade decía que uno no puede tener mucha noción de cuándo le hace bien a un otro, pero puede estar bastante seguro de cuando le causa dolor. Los momentos de abyección de Lars von Trier logran impresionarnos, pro también hacernos sentir peores personas. Lars se ofrece como instrumento del goce del espectador, intenta poner en escena su deseo, y en ella nosotros quedamos desnudos, llenos de culpa. Este control se maifiesta en Europa, film en el que el rcurso voiceover de Max von Sydow, encarnando el del director, parecía ser el de un hipnotizador que nos metía en un mundo donde nuestra voluntad quedaba suspendida. En Dogville, un pueblito estadounidense le brinda asilo a una joven que parece estar escapándose de la mafia. Lo que comienza siendo un apoyo desinteresado tiende a abrirse por distintas sendas hasta que el pueblo se apovecha de la dinámica de poder, maltratando a la asilada, quin también es violada por casi todos los hombres de aquellas tierras. “Te mutilo, no porque quiero sino porque puedo”, parecerían decir los antagonistas de las pobres protagonistas del cine del director. Pero he aquí que aparece la venganza y en ese momento, mientras Kidman borra con todo el pueblo -niño, niña, mujer o anciano-; nosotros exigimos que lo haga ejemplarizadamente, que lo haga a la medida de su odio, pero también del nuestro, que se incrementa en el transcurso de film. También Charlotte Gainsbourg finalmente se convierte, en Anticristo, en aquellas mujeres-bruja a las que la que la inquisición extrminó, y en este mismo acto Willem Dafoe, que parece encarnar la ciencia y la psicología, actúa de la misma manera que sus ancestros.

Todo proyecto emancipador, de buena fe, que emprende un personaje, ya sea en Dogville, en Europa o en Anticristo, culmina, por una ley superior o por un código (recordar las leyes del libro de la vieja en Manderlay), desencadenando la muerte o la violencia. Cuando nos queremos acordar, ya percibimos que somos parte de lo mismo, firmamos el contrato con Lars von Trier, sin leer la letra chica.

La perversión es una auténtica posición política, esto lo tiene claro el danés. No obstante, no hay que olvidarse de que en la perversión, contrariamente a lo que parezca, no hay relación de uno a uno, y el mismo perverso es quien se termina haciendo al otro y ofreciéndose como objeto, objeto de algo más de una ley que expuesta en su propia carne, de la manera más radical, señala las mismas fallas, o sus aberraciones inherentes. En ese sentido, tal como el mismo Sade, quien sufrió en una cárcel el resto de sus días, todo perverso es también un mártir de algo que intenta traer en escena. Pensar a Lars von Trier como un mártir es una teoría bastante audaz, pero habrá que ver qué se trae y nos trae preparado en tiempos futuros.