Una de las premisas formales de esta película, que es -sólo en este sentido- minimalista, es que toda la acción transcurre dentro de un tanque de guerra, en la “primera guerra de Líbano” (1982). No es exactamente así, porque buena parte del metraje consiste en escenas exteriores vistas a través del periscopio (indicado, a la manera de las viejas películas, con una máscara circular con los retículos para establecer el blanco, tal como se ve en el afiche). La premisa es violada en las imágenes marco (la primera y las dos últimas), que muestran un campo de girasoles, tributo inevitable al lirismo de Dovzhenko (Tierra, 1931). Ese plano-marco inicial es de enigmática riqueza: pese al día soleado, son girasoles "tristes", y el punto de vista es relativamente bajo, con lo cual el horizonte se encuentra a distancia corta, generando una mezcla de amplitud (la oportunidad para tomar aire para la claustrofobia que se viene) y confinamiento (hay mucho fuera de campo, y existe la posibilidad de que haya algo oculto en medio de las flores).

Ese lirismo nos prepara también para las muchas imágenes -en cierto modo, también "líricas"- del interior del tanque. Obviamente, no es un tanque en buenas condiciones y contrasta con la manera aseguradora con que el cine yanqui suele pintar sus armamentos: es sucio, y todo está revestido de líquidos medio asquerosos (¿aceite?, ¿combustible?, ¿agua?, ¿orín?) que gotean por las paredes e incluso toman alguno de los medidores que, de cualquier manera, ya no funciona. El piso está encharcado y algunos de los planos enfocan las imágenes reflejadas en ese líquido, más o menos perturbadas por las ondas en la superficie provocadas por vibraciones. La presencia gráfica de ese líquido ayuda a materializar el clima agobiante, enfatizado en las pieles de los cuatro tripulantes, recubiertas de sudor pegajoso. En su visión de la civilización maquinal esto está mucho más para Alien o Solaris que para la pulcritud de 2001.

Poder y fragilidad: ambas sensaciones, inherentes al tanque de guerra, dominan la película. Los personajes están relativamente protegidos por encontrarse en el interior blindado y por su poder de fuego, y, al mismo tiempo, fragilizados por el confinamiento que impide cualquier fuga ágil y por la falta de visión panorámica. La vibración del tanque, vista, sentida, oída con sus aturdidores sonidos de metal pesado, dan la idea de algo resistente y fuerte, pero también enclenque y presto a colapsar por el entrechoque de esas piezas. Cada paneo del periscopio es acompañado por un ruido de frotación del mecanismo, que se va acentuando en la medida en que el tanque es bombardeado y la propia imagen periscópica va quedando afectada por rajaduras.

El director Samuel Maoz dice que la película está basada en buena medida en sus propias experiencias durante esa misma guerra. Pese a ello hubo comentarios críticos de conocedores militares que señalan inexactitudes o inverosimilitudes diversas: que el interior del tanque es demasiado grande, que la tripulación funciona en forma demasiado caótica, que la escotilla no está cerrada desde adentro, que la tripulación debería usar casco todo el tiempo. No tengo la más mínima idea de nada de eso. Lo admirable del caso es lo ingenioso de la idea del director para hacer una película relativamente económica y original que con sus acotados elementos acapara la atención todo el tiempo y genera una experiencia cinematográfica novedosa. En cuanto a naturalismo, más allá de si lo mostrado es o no es representativo, no cuesta mucho imaginar que debe de haber un poco de todo y que esta situación, sin ser típica, podría ser posible.

En todo caso, es loable la opción antibelicista, que no saca nada bueno de la guerra. En vez de la sensación de camaradería y protección mutua (que en Rescatando al soldado Ryan -Steven Spielberg, 1998- ayudaba a contrarrestar los muchos horrores que se veían) tenemos a cuatro guachos que más bien sienten temor cada uno por la torpeza de los demás, y que no logran terminar de cerrar como equipo. Tampoco hay mucho en qué cerrar, porque poca cosa parece depender de ellos mismos, siendo mucho más importante la casualidad de si el tanque va a lograr arrancar o no, si el blindaje aguantará los ataques o de qué está pasando fuera de su restringido campo de visión. En vez de gente que lucha por una causa, son cuatro jóvenes haciendo su servicio militar obligatorio con total ajenidad a los motivos de la guerra que están emprendiendo o incluso a algunos de sus aspectos gruesos (hay uno que pregunta: “¿Qué son los falangistas?”).

Cuatro caras

Los cuatro tripulantes israelíes son más o menos carilindos, ninguno es malvado, ninguno es voluntariamente “culpable”. Hay uno incluso que hace el considerable gesto humanitario de agarrarle el pene a un prisionero sirio atado para que pueda mear en un tarro. Pero ello, en vez de lavarle la cara al Ejército israelí, lleva al cierne de la cuestión: con sólo estar metidos en ese rollo, esos soldados terminan provocando daños terribles, a combatientes pero sobre todo a civiles inocentes, mostrados (a través del periscopio) en todo su sangriento horror. Es decir, más allá del problema de que algunos hacen la guerra en forma particularmente cruel porque son malvados, está el problema básico de la guerra misma, independiente de la disposición más o menos bondadosa de cada individuo. Además, varias cosas atentan contra una identificación fuerte. Sabemos muy poco sobre esos cuatro personajes supuestamente protagónicos: sus personalidades se delinean en algunas escenas de diálogo, algunas confesiones, algunas reacciones, sin que terminen de constituir perfiles totalmente reconocibles o en modelos a imitar. Más importante: nunca entendemos del todo quién, momento a momento, está mirando por el periscopio: puede ser el comandante Assi, puede ser el tirador Shmulik o el conductor Yigal, o los tres, pero esa subjetividad tan importante para la película termina siendo más bien una entidad constituida de un narrador (las elecciones de encuadres) y un espectador (nosotros/soldado), sólo parcialmente identificados.

La fractura y fragmentación de la personalización de los personajes no es nada en comparación con la insuficiente información que viene desde fuera del tanque: Gamil dice que echó a los dos ayudantes falangistas, pero luego ellos vuelven a surgir nadie sabe cómo, actuando junto con el mismo Gamil, que ordena a los del tanque que los sigan, pero de pronto ya no está, y más adelante se comunicará por radio que ya está lejos y a salvo (nadie sabe cómo) y que mejor se marchen de ahí. No sabremos si la misión tuvo éxito o no, ni en qué medida. En ningún momento veremos, a lo Hollywood, la expresión contenidamente sufrida de los superiores compenetrados con la suerte de sus hombres; sólo oiremos anónimas voces por la radio dando órdenes cambiantes o imprecisas. Veremos a combatientes sirios hacer alguna maldad (agarrar como rehén a una familia libanesa), pero también al aliado falangista pintado como un psicópata sádico, y el comandante dando órdenes expresas para el uso de explosivos de fósforo blanco (prohibidos por las convenciones internacionales).

Las escenas de dentro del tanque padecen de cierta teatralidad, no tanto por el estatismo como por el aire de ejercicio de actuación, o quizá debido a un reparto que, sin estar tan mal, no está a la altura de las exigencias dramáticas. Pero la dirección tiene una cuota de responsabilidad, distinguible en cierto afán melodramático cercano al cliché (el rookie que no se anima a disparar y que provoca la muerte de un compañero, y luego dispara y mata a inocentes, o el que pide que le envíen un mensaje a la mamá y cuando lo mandan ya es demasiado tarde, o el comandante duro pero que luego se descubre que tiene corazón, o el otro que enloquece, etcétera). Pero esos deslices pierden relieve debido a la propia estructura poco personalista adoptada por la película, sobre todo frente a sus muchos otros méritos, en el tratamiento de imagen, el sonido, la música y la estructura de la narración, y en la actitud frente a la guerra. La propia naturaleza confinada, ignorante, fragmentaria, adoptada por la narración, implica omitir cualquier visión panorámica de esa guerra, lo cual produce un efecto generalizante (contra cualquier guerra). Pero no faltan los apuntes sobre esa guerra particular, que evitan que la generalización sirva de lavado (tipo “qué vamo’ a hacer, la guerra es así”). Por ejemplo, los cuatro tripulantes saben hablar el indoeuropeo inglés pero ignoran totalmente (salvo uno, y en forma rudimentaria) el árabe, que es tan semita como su hebreo natal, y además es el idioma de buena parte de la población de su propio país. Mucha de la acción transcurre entre las ruinas de una agencia de viajes, y el periscopio de pronto descubre y enfoca, en forma casi surrealista, imágenes de la torre Eiffel y del Big Ben estampadas en las paredes (que hacen pensar en las postales con que “viajan” los soldados en Los carabineros, de Godard). Uno de esos paneles, frente al cual vemos diversas escenas, es de las torres gemelas, lo que funciona como un comentario difuso.

La película fue criticada, con buena razón, por autoridades israelíes, en el sentido de que quita estímulo a los jóvenes para su participación en actividades militares. Ojalá. Quizá esa misma opinión, asumida por la positiva, motivó -junto a sus enormes méritos cinematográficos- que ganara (por primera vez para el notable cine israelí) el León de Oro en el Festival de Venecia.