A no engañarnos, “Un cuento chino” es todo sobre Ricardo Darín, sobre la cantidad de veces que puede decir “la puta que lo parió”, sobre su cara de bajón y enojo siempre a una delgada capa de la superficie que tanto le rindió en sus películas más insignes (Nueve reinas -Fabián Belinsky, 2001-, El hijo de la novia –Juan José Campanella, 2001-, El secreto de sus ojos –Juan José Campanella, 2009-, entre otras). Sebastián Borensztein parece saber esto a la perfección; el pulso de la película, así construido, más que a base de un hilo dramático que se irá desanudando, parece estar sostenido sobre cada una de las incursiones de Darín, la forma en que hace su gracia, esa palabra o gesto que mantiene a la gente expectante y demandando a cada momento una nueva ración. Esto no pretende ser, de ninguna forma, una crítica explícita al actor argentino. Más allá de esas punch lines, Darín logra darle al personaje más de una dimensión de la de amargado, y esto puede tener que ver con lo que le dice en determinado momento la enamorada Mari (Muriel Santa Ana, quien también lleva el papel con mucho oficio), enumerando algunas de las cualidades del protagonista, por momentos opuestas, pero que conviven de forma creíble y natural en su representación en pantalla. Lo único que podría plantearse como riesgo a la carrera de Darín es eso que ha ocurrido con la mayoría de los actores más populares de Hollywood (dígase Al Pacino, o Robert de Niro): el terminar haciendo de sí mismos.

La película comienza en un lago de China con Jun (Ignacio Huang), pronto a proponérsele a su enamorada, cuando imprevisiblemente cae del cielo una vaca, matando instantáneamente a la pobre mujer. Pronto entenderemos que esta intro se encarama con uno de los hobbies principales de Roberto, que es el de comprar atados de diarios de todo el mundo y dedicarse a recortar noticias asombrosas. Más allá de esta simultaneidad, la casualidad o el destino los juntará cuando Roberto se cruce con Jun, quien acaba de llegar a Argentina, siendo robado ni bien pisó tierra y con la única referencia de la dirección de un tío tatuada en su brazo. Llevar al chino a esa dirección parece una actividad relativamente sencilla, pero claramente la trama resultará un poco más complicada que aquello.

Más allá del velo de las anécdotas extrañas (casi siempre recreadas en el film con el uso de efectos digitales que le dan un aire a -por lo juguetón y por sus filtros- Amor eterno, de Jean Pierre Jeunet), “Un cuento chino” termina siendo, en definitiva, cine costumbrista argentino. A diferencia de lo que podría esperarse, que la incursión de un chino sirva para introducir algunos aspectos de dicha cultura en la historia, su presencia marca, más que nada, una otredad sobre la que se va a desplegar todo lo más típicamente argentino (las referencias tanas, el asado, la ferretería antigua). Borensztein parece invertir el espejo y lo que quiere es mostrar a los argentinos bajo el espejo de un extranjero. Es por eso que no sería muy atrevido retitular al film “Un cuento argentino”.

El otro gran tema del film es la discusión casualidad versus destino. Casi todos los eventos relatados en los periódicos que recorta Roberto pueden ser vistos y explicados desde esos dos prismas. Darín representa la visión secular que tiende a las explicaciones mecánicas (o en su defecto, la resignación del azar) del occidente, mientras que Huang, sin decirlo explícitamente, representa en su misma carnalidad, las ideas sobre el destino del oriente. Esta discusión se podría elevar a lo cinematográfico en sí, a la forma en que el director nos cuenta su historia. Es en este punto donde puede pensarse que el título es bastante acertado al desarrollo de la película, ya que Borensztein parecería nunca ocultar del todo las costuras, viéndose las casualidades, o muchas veces las explicaciones de las mismas, desde el artificio. Es como si armara aquellas complejas máquinas de estímulo-reacción diseminando elementos que nunca dejan de volver a aparecer y generar efectos, como el caso del policía, los vecinos, o el repartidor chino. El único de estos artificios que falla, más que nada por lo innecesario, es la explicación histórica que se le da a la amargura de Roberto, una cita a la Guerra de las Malvinas que entronca de una manera poco convincente al tenor emocional del film, una amargura frente a la que hubiera sido preferible que bastase por sí sola, sin necesidad de explicaciones ni concesiones. Este pasado puede estar representado en el fondo repleto de trastos y porquerías en la casa de Roberto. Jun, desde que llega, por accidente o por mandato, se encarga de limpiar o destruir estos elementos del pasado que mantienen al argentino atado, sin capacidad para amar o vivir alegremente (a muchos les divertiría pensar aquello desde ciertas referencias del budismo zen). Esta última moraleja termina confirmando lo que es la obra de Borenzstein (¿o podríamos decir de Darín?): un cuentito que puede servir para quien quiera ser llevado de la mano en un sendero sin demasiadas bifurcaciones y peligros.