El poeta Roberto Juarroz escribió: “La luz necesita siempre intermediarios, / como quizá todas las cosas. / Tal vez sea una clave de la realidad: no hay mensajes directos. / Todo es mediación porque lo directo destruye”.

Resulta que para la física de la luz esas palabras encierran una hermosa metáfora del problema que preocupó al físico francés Serge Haroche y le llevó a ganar el premio Nobel. La naturaleza de la luz ha sido tema de debate durante varios siglos. El gran Isaac Newton sostenía que la luz estaba hecha de partículas y que entendiéndola de esa manera podía predecirse su comportamiento. Luego, varios experimentos mostraron que la luz se comportaba como una onda. Esa idea cobró enorme fuerza en el siglo XIX con los trabajos de James Clerk Maxwell, quien mostró que sus ecuaciones predecían la existencia de ondas electromagnéticas que viajan a la velocidad de la luz. A comienzos del siglo XX el problema parecía resuelto: la luz son ondas electromagnéticas.

Sin embargo, el físico Max Planck, al estudiar las características de las ondas electromagnéticas emitidas por los cuerpos al variar su temperatura, vio que la única forma de que las teorías físicas de ese momento dieran resultados correctos era suponer que la luz estaba compuesta por paquetes de energía indivisibles o cuantos de luz. Planck era un “típico profesor de carácter germánico, serio y algo pedante”, como dice George Gamow en su libro Treinta años que conmovieron a la Física, lo cual hace aún más curioso el lirismo que éste utiliza en su correspondencia con el físico Sommerfeld. Este último, en una carta, le reconoce su gran aporte a la teoría de los cuantos de luz: “Vos descubristeis los incógnitos mundos, y mi única tarea fue recoger los frutos”. Planck respondió: “Ambos no hicimos más que arrancar las flores; con placer os invito a trenzar con todas ellas una bella guirnalda”. Esa flor o ese incógnito mundo le valieron a Max Planck el premio Nobel de 1918. Luego, Albert Einstein sería más categórico y tomaría ese concepto de cuanto de luz para explicar el efecto fotoeléctrico, surgiendo así el nombre de fotón para esos cuantos (o paquetes) de luz. El premio Nobel otorgado a Einstein en 1921 se debió a este hallazgo y no a su más famosa teoría de la relatividad.

Los fotones nacieron como concepto científico, regalando a Planck y a Einstein respectivos premios Nobel. Ahora, su estudio mediante la medida y observación de fotones individuales ofreció otra oportunidad de ganarlo a Haroche.

En Piria

La llegada de Haroche a Uruguay estaba pactada desde antes de que se anunciara que había recibido el premio Nobel de Física, en octubre de este año. “Estaba comprometido y cumplió. Incluso se pagó el pasaje, pero no dejamos que pagara su estadía”, indica Arturo Lezama, titular del Instituto de Física de la Facultad de Ingeniería (Udelar) y cabeza de la rama uruguaya de la organización del congreso Quantum Optics (óptica cuántica).

“Siempre mantuve un vínculo con Haroche, aunque no una colaboración directa. En algún momento hice una pasantía en uno de sus laboratorios, el Laboratorie Kastler Brossell”, comenta el físico uruguayo.

El encuentro tuvo lugar del 12 al 16 de noviembre en el Argentino Hotel de Piriápolis y convocó a decenas de investigadores de varios países. Entre las instituciones que lo apoyaron están la Udelar, el Pedeciba, la ANII, la embajada de Francia, y varios laboratorios. Las conferencias giraron en torno a las áreas de la mecánica cuántica, el procesamiento de información cuántica, almacenamiento lumínico, óptica atómica, interacciones átomo-fotón, y generación y detección de fotones (el campo de Haroche, entre otros).

“El encuentro fue muy exitoso. Todo el mundo quedó muy conforme y se consagró como un encuentro internacional de primera línea. La sede va alternando en distintos países de América Latina; el próximo será en Argentina”, informó Lezama.

¿Por qué el premio?

En la mayoría de las situaciones, los fotones (y las partículas subatómicas en general) corren la suerte que se puede intuir en el poema de Juarroz: se destruyen al ser observados directamente.

Para ver un objeto debemos captar la luz que emite (pensemos en una lámpara o una estrella) o la luz que rebota (se refleja, dicen los físicos) en el objeto luego de ser iluminado y viaja hacia nuestros ojos, como ocurre con un rostro o un espejo. Luego, lo que ocurre es que los fotones de esa luz interactúan con átomos y moléculas que hay en nuestra retina (o en el detector de una cámara). En esa interacción los fotones desaparecen (se destruyen) y pasan a ser parte de la energía de las moléculas con que interactuaron. Ver un fotón sin destruirlo implica la necesidad de “mediadores”, como sugiere el poeta argentino (seguramente intentando transmitir alguna otra cosa menos concreta). Además, no existe la posibilidad de iluminar la luz con otra fuente de luz, ya que los fotones no interactúan directamente unos con otros. La luz que ilumina no se puede hacer rebotar (reflejar) contra la luz que queremos ver.

Por tanto, parecería que estamos frente a una situación trágica, en la cual para observar el objeto de interés debemos destruirlo (algún griego debe de haber escrito sobre esto). Un modo de superar esta dificultad es lo que llevó al procedimiento experimental que mereció el premio Nobel de Física de 2012.

El método se puede describir en forma breve como la creación de una caja oscura recubierta de paredes que reflejen al máximo la luz (como espejos) y que está a muy baja temperatura (esto permite que se generen muy pocos fotones, los cuerpos más calientes emiten más fotones y de más energía). Por tanto, dentro de esa caja, por momentos, habrá un único fotón rebotando entre las paredes. En esas condiciones, los fotones pueden rebotar unas mil millones de veces contra las paredes antes de ser absorbidos (eso implica una distancia similar a la vuelta al mundo, pero un tiempo bastante corto, de menos de un segundo, por lo rápido que se mueve la luz). ¿Cómo se puede saber si hay un fotón adentro sin destruirlo, es decir, sin mirarlo directamente? Lo que hacen Haroche y colaboradores es preparar átomos en lo que se llama una superposición de estados cuánticos.

Ese tipo de estados es una característica de la teoría cuántica; el ejemplo más famoso de superposición de estados es el planteado en el experimento mental del gato de Schrödinger. Grosso modo, nos propone imaginar un gato dentro de una caja que estaría vivo y muerto a la vez mientras nadie abra la caja para mirar dentro. Este experimento fue planteado para discutir algunas implicancias filosóficas de la teoría cuántica, por lo cual ha tenido amplia difusión en ambientes externos a la física y ha generado numerosos debates e interpretaciones.

De todos modos, la existencia de ese tipo de estados superpuestos a nivel atómico es una cuestión aceptada desde hace tiempo por la física. En este caso, la idea es usar, como mediador para detectar el fotón, un átomo previamente preparado en una mezcla de dos estados. Los estados se corresponden a un átomo con un electrón en una órbita muy lejana al núcleo (lo llamaremos arbitrariamente “vivo”, por analogía con el gato de Schrödinger) y otro con el electrón en una órbita inmediatamente más cercana al núcleo (“muerto”, con comillas que no debemos obviar).

Ese átomo, con un electrón que simultáneamente tiene una probabilidad de estar en ambos orbitales, es el que se usará como mediador: se lo hace pasar por dentro de la caja y sucede que si dentro hay un fotón es más probable que a la salida el átomo se observe en uno de sus estados (por ejemplo, “vivo”), pero si dentro de la caja no hubiera un fotón la probabilidad de observar el átomo en el otro estado es mayor (verlo “muerto”). De este modo, haciendo pasar varios átomos a través de la caja y mirando luego si la mayoría están “vivos” o “muertos” (es decir, con el electrón más lejos o más cerca del núcleo) se puede saber si dentro de la caja hay un único fotón sin necesidad de destruirlo (¿serán estos átomos los mediadores necesarios de Juarroz para evitar que lo directo destruya?).

Además, con este tipo de técnicas se puede obtener cierta información sobre ese fotón encerrado en la caja oscura. Se puede saber, por ejemplo, cuántas veces rebota contra las paredes dentro de la caja.

En cualquier caso, es claro que las dificultades conceptuales y prácticas de un experimento como éste son enormes y bien valen un premio Nobel. Pero, ¿por qué este juego de observar sin romper puede ser tan importante? En primer lugar, permite poner a prueba ideas fundamentales de la mecánica cuántica en sistemas muy simples y fundamentales. Por ahora, las cuestiones fundamentales de la teoría cuántica siguen sobreviviendo a todos estos experimentos.

Supercomputadoras

Hay otra cuestión que tiene aún más potencial y es la contribución de estos avances al sueño de la construcción de computadoras cuánticas. Las computadoras usuales trabajan con sistemas binarios (cero y uno; verdadero y falso), llamados bits, pero un computador cuántico podría manejar estados que sean una superposición de cero y uno, o dicho de un modo más fuerte, cosas que no sean ni verdaderas ni falsas, sino una superposición de ambas cosas. Estas entidades reciben el nombre de qbits (la “q” es por “quantum”) y una computadora que maneje ese tipo de variables podría resolver de un modo mucho más rápido ciertos tipos de problemas. También hay un tema asociado, que es la criptografía cuántica, que podría ser más difícil de decodificar que otros métodos.

Para llegar a construir este tipo de computadoras, sin embargo, es necesario manipular objetos cuánticos que puedan permanecer en una superposición de estados (como el gato “vivo” y “muerto”) y observarse sin ser destruidos. Es claro que la juguetona caja de Haroche está lejos de ese sueño -entre otras cosas porque los fotones permanecen en la caja sin ser absorbidos por las paredes poco más que una décima de segundo-, pero “para escalar una montaña es necesario dar un primer paso” y la humanidad sabe de esto: hemos dado muchos primeros pasos y hemos llegado mucho más alto que a las montañas (y también más bajo, en todos los sentidos).

El mismo poema de Juarroz ya citado dice en otro momento: “¿Qué poner entre lo que una cosa es / y aquello que no es, / para que pueda serlo?”.

Le regalaría el poema entero recuadrado a Haroche si hubiera compartido con él poco más que los 45 minutos que duró su exposición en el salón de conferencias del Argentino Hotel (y si tuviera a mano una buena traducción al francés). En cualquier caso, y por ahora, Juarroz nos lo regaló a nosotros. El futuro dirá cuál es el regalo de Haroche hacia la humanidad. A veces la poesía ofrece más certezas que la ciencia.