Diciembre es el mes en que celebramos internacionalmente los Derechos Humanos (DDHH) porque en ese mes, hace 64 años, se proclamó la Declaración Universal y también porque en diciembre se aprobaron en el ámbito de la ONU -en distintos años- otras muchas declaraciones e instrumentos de protección que han ido pautando un largo proceso evolutivo.

Todos ellos constituyen el valioso edificio del derecho internacional en la materia, cuya finalidad manifiesta es garantizar una vida digna y plena a todas las personas, pueblos y países, así como una relación armoniosa con el ambiente como base de la paz, la libertad y el desarrollo humano.

Detrás de ellos hay largos y costosos esfuerzos de personas de todo el mundo. A veces, entre tanta ceremonia institucional, puede opacarse el hecho de que es la lucha consciente de los pueblos la que conquista estos derechos -basta, por ejemplo, pensar en lo que significó alcanzar los derechos de los trabajadores-. También son los pueblos los que velan por el cumplimiento de los derechos reconocidos en una labor continua.

Desde tiempos inmemoriales la sana indignación ante la afrenta, lo que hoy llamamos DDHH, fue motivo de anhelos, preocupación y luchas que llevaron a su conquista y efectivización progresiva.

Desarraigarlos de su matriz de origen y de creativa preservación conlleva el riesgo de que sean colocados en un limbo libresco y meramente instrumental, burocrático, que necesariamente los va a unilateralizar, a privar de su integridad e insoslayable dinámica, a pauperizar y a minimizar o, peor, facilitará que sean invocados hipócritamente por sus grandes violadores.

América Latina (AL) presenta una realidad preocupante en la materia. Hoy no sólo presenciamos desmanes represivos estatales y paraestatales que atraviesan algunos de sus países -como México y Colombia-, sino que vemos también cómo formales “estados de derecho” violentan derechos esenciales, incumplen con su deber garantista y encarnan políticas de seguridad pública altamente preocupantes. Amén de todos y cada uno de los obstáculos que deben enfrentar quienes demandan la construcción integral de la memoria de nuestras sociedades.

Nuestros pueblos viven en el continente más desigual del mundo: allí están los trabajadores migrantes centroamericanos cruzando México hacia Estados Unidos, en un verdadero vía crucis donde un alto porcentaje pierde la vida; los campesinos colombianos deambulando permanentemente por el solo hecho de que les quitan las tierras cuando éstas son convenientes para las grandes empresas multinacionales agrícolas; los indígenas a los que se desplaza por similares razones “económicas”; los estudiantes chilenos reclamando una educación universal de calidad; la población de Colón (Panamá) luchando para que no se entreguen tierras fiscales a las multinacionales de las zonas francas; los activistas que luchan contra la neoesclavitud que significan las maquilas diseminadas en América Central y el Caribe como “solución laboral”, etcétera.

AL es un continente con enormes riquezas naturales; esto, que bien podría ser la base material del bienestar de sus pueblos, operó y opera como un poderoso llamador al latrocinio -protagonizado por malos europeos y peores americanos- que pautó nuestra historia y originó tanta sevicia y dolor. Hoy, decenas de millones de compatriotas viven en la pobreza (28,8% de la población, CEPAL/2012) con las consecuencias sanitarias, educativas y sociales que eso acarrea.

La región puede y debe encontrar formas de eliminar la pobreza material y las otras, como las intelectuales, relacionales y comportamentales. En esta tarea titánica, no exenta de riesgos y enemigos, sus pueblos -jóvenes, mestizos y fogueados- afrontan un reto fundamental: el de cambiar la concepción dominante, trasladando el centro de las preocupaciones desde la ganancia hacia los seres humanos y, consecuentemente, reorganizar las estructuras para terminar con la injusticia y la ignorancia, redistribuir mejor la riqueza, desarrollar la economía sin destrozar la naturaleza, depurar las administraciones de corruptos y de intromisiones disfrazadas de ayuda, garantizar la igualdad de oportunidades; en fin: demostrar que honrar la vida es posible.

Para lograrlo -ya lo aprendimos- no hay recetas ni dogmas. Cada pueblo encontrará su camino, pero la cultura de los DDHH -también lo aprendimos- es æimprescindible.

Educar(nos) en DDHH es una tarea compleja y cotidiana que significa, además de su conocimiento, integrar su respeto y promoción en nuestra cultura, en nuestra forma cotidiana de sentir, hacer y relacionarnos. Debe arraigarse y expandirse en todos nosotros hasta ser un clamor inequívoco que embeba profundamente el quehacer de los Estados. La cultura y práctica consciente de los DDHH es, además de un requisito ético, una poderosa herramienta liberadora, imprescindible para que la convivencia humana sea más justa, más libre y más pacífica.

Debemos apelar a nuestra soberanía, independencia e integración para pensar con cabeza propia y hacer nuestro futuro centrado en los legítimos derechos e intereses de nuestros pueblos sin dañar a otros. Sobre todo ahora que la estrategia imperial, invocando una seudointegración, apunta a transformar su impresentable patio trasero en un coqueto jardín de contrafrente, con la infraestructura y vigilancia adecuadas para que las multinacionales se instalen y obtengan suculentas ganancias.

Tal vez AL sea la región que hoy está en mejores condiciones para asumir la meta de un vigoroso desarrollo humano. La ayuda su historia, siempre que la conozcamos completa y profundamente, la diversidad cultural, la progresiva integración y uso de la soberanía que está viviendo, el no tener obstáculos para entablar sanas relaciones con el resto del mundo y la probada resiliencia de su población.

AL, típica tierra de promisión, puede hacer realidad un nuevo tipo de convivencia humana. Frente a un mundo azotado por guerras y crisis, tenemos el deber de no reincidir en la puerilidad de engañarnos con espejos de colores y el deber de no dejarnos militarizar. No dejar que siembren nuestras tierras de bases, que recluten a nuestros jóvenes para las nefastas cruzadas guiadas por el destino manifiesto, que nos impongan enemigos y estrategias. Lograr que se respete nuestra libertad de decidir cuáles son las alianzas, las prosperidades y los desarrollos que necesitamos y queremos. En este sentido, el documento presentado este año por el Departamento de Defensa de Estados Unidos, la Declaración de la política de defensa para el hemisferio occidental, debe conocerse ampliamente porque en él, con cruda claridad, se explica cómo se instrumentarán en el hemisferio las estrategias de defensa contenidas en el documento madre (enero de 2012) titulado Mantener el liderazgo mundial de los Estados Unidos: prioridades para la defensa en el siglo XXI*.

Tengamos el compromiso y decisión de optar por la posibilidad de construir nuestro mundo sobre nuevos paradigmas que hagan realidad la esperanza, mandatemos a nuestros gobernantes para que así sea y exijámoslo en los términos de sus responsabilidades políticas.

Hoy, al conmemorar un nuevo aniversario de la Declaración Universal -hito por su naturaleza universal y fermental-, es bueno que todos la conozcamos, la difundamos y la hagamos realidad, tanto en la exigencia de los derechos como en el cumplimiento de las obligaciones que ella comporta y que hacen posibles a aquéllos. Obligaciones que comprometen -con las respectivas cuotas de responsabilidad- a los Estados, a las sociedades y a todos nosotros. Al fin y al cabo, “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Art. 1).

  • www.defense.gov/news/WHDPSSpanish.pdf.