El 15 de marzo de 1972 se estrenó “El padrino”, y los 40 años de éxito y veneración son pretexto, al menos en Montevideo, para devolverla a las salas de cine. Ésta es la gracia, porque conocerla nunca fue difícil: en VHS, en DVD y ahora en blu-ray (aparte de una presencia importante en televisión abierta y por cable), la película es un éxito permanente, y el boca a boca lo alimenta con fuerza, con la ayudita del aprecio de la crítica. En este sentido, y en muchos otros, es uno de los grandes clásicos del cine, porque a la imborrable importancia histórica se suma el venir resistiendo cuatro décadas como una película totalmente asimilable por un amplio espectro de público sin necesidad de tener que resetear el modo de apreciación en función de otros tiempos, otras convenciones. Claro que hoy día se suelen hacer películas más ágiles, pero el ritmo medido, controlado de “El padrino” deja en claro que es una opción, no una carencia. Es más: es posible que si Coppola se hubiese encontrado con el tipo de presión que ejercen los productores actuales por bajar el metraje y darle “agilidad” a la película, lo que hubiera ocurrido es lo que sucede en tantas películas recientes, en que no se nos concede la oportunidad de involucrarnos con los personajes y termina siendo como estar en una fiesta agitadísima sin llegar a trabar una relación con nadie.

“El padrino” fue la película más vista en el mundo en 1972; no sólo sus cualidades explican ese éxito, había otro fenómeno de ese momento, no tan observado como tal, que era la práctica de proponer películas de prestigio que, nominalmente, tenían todos los requisitos de determinado género cinematográfico establecido, pero que lo reformulaban radicalmente en función de los nuevos cánones culturales. Los nuevos cánones de prestigio tenían que ver con la originalidad del planteo formal, la inserción de elementos cotidianos y naturalistas, la disolución de maniqueísmos, la complejidad psicológica, el enfoque adulto, la trama compleja, una actitud que toma distancia del “sistema” y lo contempla con cinismo, el final ambiguo. El vínculo con el género era meramente nominal, porque no se trataba de intertexto: no hay citas ni guiñadas estilísticas a cualquier antecedente, y “El padrino” hubiera podido funcionar aunque James Cagney o Edward G Robinson jamás hubiesen aparecido en una pantalla.

La tradición del cine de gangsters solía enfocar la figura del outsider que eventualmente trepa desde un entorno sórdido para caer al final. El entorno de “El padrino” es más glamoroso: la familia mafiosa está en su esplendor, amenazada en el correr del metraje pero reasegurada al final. Se describe a ésta como una estructura feudal, en la que el padrino es el señor que tiende una red amable de amparo y protección a sus vasallos, quienes, entre la sentida fidelidad y el miedo, constituirán la red de poder. La película se concentra sobre todo en la aristocracia mafiosa, relegando los bajos escalones. Como afirmando ese sentir aristocrático, los soldados de a pie, cuando se individualizan son casi siempre para traicionar, motivados por dinero y envidia. Cuando la traición es cometida por uno de los jerarcas, entonces se lo conduce a la muerte con esa pulida amabilidad que suele reinar en los encuentros diplomáticos o en las prisiones para oficiales. Además, la sociedad mafiosa se ve como una reacción a la corrupción de la sociedad “legítima”. La primera frase que se oye, todavía sobre pantalla negra, “Creo en la América”, se convierte en una ironía, frente a un panorama constantemente referido en que son corruptos los políticos, los jueces, los policías y los periodistas. La constitución de la Mafia, se da a entender, es una respuesta de ciudadanos desvalidos frente a una sociedad excluyente.

Construcciones

Uno de los motivos por los que Coppola fue contratado para tamaña responsabilidad fue que los productores, junto con Mario Puzo, sintieron que el realizador debería ser un ítalo-estadounidense, para que la película tuviera “olor a espagueti”. De hecho hay un gran énfasis en la italianidad: las tarantelas, el machismo, la noción de familia, el catolicismo formal, el sentido de honor, las melodías sicilianas. La descripción es creíble. Hay, sin embargo, una ambivalencia en el enfoque. Frente a la sangre caliente de algunos personajes, la majestad de don Vito reside en la contención, en gestos comedidos, en la voz tenue, la autoridad ejercida desde el aura más que desde la imposición gestual, la sexualidad limitada a lo conyugal. Todo eso son atributos que suele otorgarse la cultura anglófona en comparación con los pueblos latinos. Es cierto que en un par de ocasiones el carácter destemplado, fanfarrón, prepotente, que expresa sin cuidados los propios sentimientos y bravatea, establecen una especie de moral acústica del mundo de “El padrino”: el que grita y se destempla está condenado a la perdición. Esto vale para los oponentes de la familia y también para sus integrantes. Los más peligrosos oponentes (Barzini y Sollozzo) se pliegan también a esa moral de la contención. Pero es significativo que dos de los personajes ajenos a la tendencia gritona (y que son mostrados como virtualmente infalibles) son, por un lado, el no italiano Tom Hagen y, por otro, Michael. Este último, pese a estar interpretado por un actor de ascendencia italiana, es el único de los hermanos varones que nunca es referido por un nombre italiano, y el que sirvió en el ejército estadounidense y fue héroe de guerra, tiene una novia no italiana, está musicalizado con el menos italiano de los leitmotivs de la película, es introducido (en la primera escena en que aparece) en su uniforme militar y con música de jazz fuertemente contrastante con la italianidad de todo lo que sonó hasta allí.

Esa concentración en la elite y en la majestuosidad le da a esta historia de mafiosos un aire de tragedia shakespeareana. El personaje trágico es Michael, cuyo acercamiento a la actividad mafiosa es como un mandato del destino: él pretendía seguir sus estudios universitarios, pero el profundo vínculo con su padre y el curso de las circunstancias lo van metiendo, mientras él se va percatando de cuánto absorbió de las reglas del juego que había contemplado a distancia, y de su inusitada aptitud para ellas. Finalmente va a asumir el liderazgo de la familia, desde cuyo punto de vista la película se podría decir que termina bien, porque los Corleone recuperan su posición de dominación, liquidando de paso (y catárticamente) a todos los enemigos. El componente trágico es interior e implícito: Michael no se va a morir, no terminará desterrado y forzado a agujerearse los ojos, sino todo lo contrario, terminará en la cima del poder por el que peleó con éxito. Pero psicológica y afectivamente paga un precio alto. Al inicio de la película es afable, es el objeto del cariño de todos, tiene con Kay un vínculo cálido y sincero. La conquista del poder, sin embargo, lo priva de todo lo que podría darle sentido a ese poder. Hay una enorme diferencia con su padre, quien había conquistado bienestar y protección para su familia, en un entorno de fidelidad y agradecimiento. Michael, en cambio, hiere susceptibilidades, deja viuda a la hermana y huérfano al ahijado, humilla al hermano, lastima a su hermano adoptivo. Uno de los elementos críticos de la película es que esa villanía no se acompaña de ninguna forma exterior de punición moral. Ese momento, cerca del final, en que Michael concede a Kay, por única vez, preguntarle algo sobre sus negocios, y luego, en la forma más tierna y convincente le dice algo que sabemos que es una mentira, además de horrorizarnos con un ser de un cinismo casi monstruoso, es también un momento particularmente patético, porque en el fondo está la soledad total de quien vino siendo el personaje más empático de la película. Pacino realiza la transición con un concepto minimista de actuación, sin cualquier énfasis. Es increíble cómo, con tan pocas “caras”, logra transformar la mirada de casi inocencia del inicio en esa heladera cerca del final, todo eso mediante una cuidadísima graduación (cuando veo las películas recientes de este ex gran actor, tengo la sensación de que el verdadero Al Pacino fue abducido por un ovni y sustituido por un autómata capacitado para hacer morisquetas incongruentes frente a la cámara).

La interpretación de Pacino es una manifestación más de esa moral de lo cool que domina la historia y que impregna todo el estilo de la película. Casi no hay énfasis: la cámara está quieta o trazando movimientos lentos y elegantes. Las ocurrencias más drásticas se muestran desde una cierta distancia, sin que ninguno de los elementos no diegéticos se vea tentado de participar: la cámara no se zarandea, el ritmo no se pica, casi nunca hay apoyo musical dramático. Hasta la ejecución de Carlo, con ese plano casi de caricatura, con su lente gran angular extremo ampliando al máximo la suela de zapato de la víctima que patalea mientras lo estrangulan, se vincula con esa austeridad (porque es un plano fijo y omite los rostros de asesino y asesinado). Esto en cierta forma amplifica la violencia, porque es como si la cámara fuera impiadosa y contemplara con la misma frialdad clínica a un joven acribillado por ametralladoras o a un grandulón con la mano clavada por un cuchillo, con que muestra una reunión de negocios. Es la frialdad de Clemenza, que sigue orinando tranquilamente mientras su ayudante le pega un tiro en la nuca a Paulie.

El éxito de taquilla de “El padrino” permitió que la influencia potencial de varios de sus aspectos novedosos se ejerciera plenamente. La película estableció a Coppola, y con él, empujó a toda su generación. A partir de acá la barra de los movie brats (los jóvenes cinéfilos formados en escuelas de cine) se asumiría como la más capacitada para comprender los gustos del nuevo público, y los grandes estudios depositarían sobre ellos una confianza que, por unos pocos años, devolvió a los directores hollywoodenses una autonomía tal que no se veía desde los tiempos de Griffith y Stroheim (o de alguna excepción aislada como la de “El ciudadano”). La Nueva Hollywood tendría dos fases: la primera, la de “El padrino”, fue seria, adulta, antisistémica y forcejeó el sistema clásico. La segunda descubrió el filón de los blockbusters veraniegos y empezó a conformar los estándares actuales de producción y consumo, con el control tendiendo a regresar de los directores a los productores.

La iniciativa de exhibir “El padrino” en salas cinematográficas es meramente local. Por desgracia, a la Paramount no le dio por imprimir copias nuevas en 35 mm de la versión restaurada, y lo que está en exhibición es nomás la proyección del blu-ray. La definición de imagen es bastante buena, pero, no sé si por limitaciones del blu-ray o del proyector de la sala Bogart del Casablanca (donde la vi), hay poco aguante en las zonas más brillantes y más oscuras de la imagen, en las que se pierde mucho detalle. Queda muy comprometida la calidez de la fotografía, los movimientos no son totalmente fluidos y, al menos en la función a que asistí, una frecuencia electrónica interfirió todo el tiempo el sonido. Vaya uno a saber si para quienes tengan menos de 50 años les llegará alguna vez la chance de ver una copia de verdad de esta película en cines. Pero los muchos cultores de “El padrino” tienen la oportunidad rara de rendirle un tributo, con pantalla grande, butaca confortable, sala oscura y situación de público, como un ritual.