Empecemos por la inquietud que, al menos en Uruguay, está llevando a la mayor parte de los espectadores al cine: ¿qué onda con Drexler co
mo actor? Y bueno, bastante bien, como es de esperar de un artista que no suele dar ningún traspié. Tampoco se dispondría Daniel Burman a estropear una película con un protagonista inepto, y menos si éste tiene que sostener la difícil comparación con Daniel Hendler, de quien ocupa el mismo lugar en el eje paradigmático: uruguayo judío, haciendo un personaje de apellido ostensivamente judío y casi con el mismo nombre de pila (los tres personajes principales que Hendler hizo para Burman se llamaban Ariel, y éste se llama Uriel). Por supuesto, Uriel está en la medida de Drexler, quien desarrolló su presencia escénica con mucho trajín de escenario como músico, es un ávido y atento consumidor de cine, está casado con una actriz y es sin duda una persona versátil, inteligente, ágil y dotada de autocrítica; pero que no tiene entrenamiento específico como actor. Así que su personaje no contiene grandes escenas sentimentales o desgarradoras, nada que exponga sus posibles limitaciones.

Por otro lado, fue una sabia decisión del director y del actor elegir un personaje que no reafirma los aspectos controvertidos de su imagen pública (controversia que se da no tanto por lo polémico, sino por lo “demasiado” correcto: políticamente correcto y además carilindo, tierno, etcétera, lo que parece encender una especie de “sed de mal” en muchos opinadores y bloquear la percepción de cuánto tiene de refinado, original, creativo, sensible y virtuoso). Uriel Coen es un obsesivo que se caracteriza por ser un mentiroso compulsivo, adicto al póquer, y que cuando está nervioso habla sin parar. Trabaja en una financiera que al parecer camina sola (en la oficina no lo vemos hacer otra cosa que jugar por internet, y sus supuestos “viajes de negocios” son excursiones al casino de Rosario). Se trata de una obsesividad light, que no compromete su posibilidad de vivir con confort material, sus aptitudes como gran seductor ni su posibilidad de disfrutar de una serie de pequeñas cosas. La película enfatiza su placer en descubrir sonidos, con los detalles de los telos que disfruta frecuentar, y con juegos más físicos e inocentes que el póquer, como ese pelotero que aparece en los afiches y que no queda claro si es una escena que “sucedió” o una representación extradiegética de una entrega al ludismo infantil. Además, en paralelo con su compleja red de mentiras, tiene algunas personas con las que puede hablar con sinceridad incluso sobre esas mismas mentiras, lo que implica una puerta abierta hacia afuera de la obsesión. Y tiene también la capacidad de oír al otro y modificarse en consecuencia, como ocurre con el rabino rockero y jugador, y un médico que funciona como consejero espiritual (y también jugador).

No deja de ser medio decepcionante que el “nuevo cine argentino”, del que Burman es uno de los exponentes, se esté pareciendo más al cine comercial mainstream que al cine de arte donde pareció ubicarse cuando emergía. Por supuesto, es geopolíticamente saludable que Argentina genere una industria cinematográfica relativamente poderosa y exportable, pero es una pena que ello ocurra insertándose en los estándares hollywoodenses, y no por la vía de algún camino más propio y enriquecedor. Esta película es argentinamente “internacional”. No falta ni siquiera esa escena archiyanqui del tipo llegando a la oficina en la que es el jefe y sin llegar a detenerse (por lo de la eficacia profesional) va dispensando comentarios cancheros a los empleados con quienes se cruza o por los que pasa. Además de que la presencia de Drexler es un gancho significativo en Uruguay, Brasil, España y más allá, la película está totalmente inscripta en el género de comedia romántica: dos personas se encuentran (en este caso son ex novios que se reencuentran), tienen para superar ciertos escollos pero se terminan enganchando, luego algo parece estropear todo, pero en un último esfuerzo -que implica una superación personal para ambos- desembocan en el final feliz.

El ámbito de judío neurótico de clase social confortable en una moderna gran ciudad hace pensar inevitablemente en Woody Allen, sabidamente un ídolo de Burman, homenajeado a lo nouvelle vague con la aparición del afiche de “Si la cosa funciona”. El estilo es casi todo de cámara en mano nerviosa con jump cuts, es decir, como el primer Godard tal como fue recontradigerido por Hollywood (luego de haber sido predigerido por Dogme 95, por el Woody Allen de “Maridos y esposas” y muchísimos más). Es un estilo que llega ya medio a destiempo de los años en que estuvo en la cresta de la ola (los años de la serie de Bourne o de “Vivir al límite”). Está todo muy bien hecho, con varios golpes de discreto ingenio visual, como el corte directo a Gloria y Ludovic mientras el fondo se mueve, en forma desconcertante, en la dirección opuesta a sus miradas (al poco rato entendemos que están sentados de espaldas en un cochecito eléctrico); el plano de Gloria subiendo en un ascensor con la luz oscilando sobre su rostro, y sobre todo esa escena de Uriel en la sala de operación, en que se configura como un zoom out fraccionado, constituido en verdad de una sucesión de planos cada cual un poco más alejado del otro, mientras el personaje habla sin parar.

En todo caso, hay un factor que difiere del mainstream: es que la historia se mantiene dentro de un rango cool. Es un aspecto original y simpático de esta película bien hecha, entretenida, llevadera, simple. Uriel y Gloria hacen todo un camino de superación, pero éste se basa en pequeñas decisiones y consideraciones, que vienen en forma relativamente fácil, sin enormes sacrificios, y que incluso, en algunos casos, se sobrerresuelven. Es decir: Gloria ya dio sus pasos personales para aceptar a Uriel, éste ya dio los suyos para librarse del vicio del juego, ejercer su capacidad de elección y exponerse más. Entonces, no aporta demasiado el que logre figurar, en forma más o menos ilusoria y a partir de una coincidencia excepcional, como un componente importante en el espectáculo de la Trova Rosarina, y esto casi que va en sentido opuesto del mensaje positivo de superación que la película pretende transmitir. Por otro lado, Uriel y Gloria se gustan, pero no parece que se les vaya la vida en ello (y a los espectadores tampoco), sin que quede muy claro si esto es la “actitud” elegida por Burman o si se quedó corto en la capacidad de generar empatía. Lo peor, para mi gusto, es que el clímax de la película, el rol que en Hugo está asignado a la exhibición de las películas de Georges Méliès y la consagración del gran cineasta, aquí le toca al reencuentro de Juan Carlos Baglietto con Silvina Garré, lo que puede resultar medio deprimente, por ejemplo, para los seguidores de una música bastante más refinada como la de Drexler (quien, por otro lado, no aportó absolutamente nada a la banda musical).

Se sigue el principio de que todo tiene que cerrar. Así, la línea de Gloria referida a su papá fallecido la ayuda a reconsiderar su posible aspiración a tener un compañero que desarrolle una actividad “importante” y sirve al objetivo de la película de reivindicar la posibilidad de que cualquier persona puede verse como “alguien” en la vida. La escena final ata todos los cables sueltos: el pececito, la participación de Uriel en el espectáculo de la Trova Rosarina, la afición de Otto por la guitarra, los Rabinos de la Nada y el judaísmo con swing, las superaciones personales de Gloria y Uriel, la unión familiar. La insistencia de Germán en que no hay nada malo en trabajar con dinero y ganar dinero asume una posición medio ambigua en una película que insiste tanto en la ascendencia judía de sus personajes: por un lado, está excusando una característica; por otro lado, puede estar reforzando un estereotipo que puede ser negativo (a menos que los argumentos de la película logren realmente disolver la aversión de la moral católica a la acumulación de riqueza mediante actividades comerciales o financieras, como parece intentarlo). Por otro lado, podría ser que Germán esté hablando de la película misma, de la opción de Burman por dejar de ser un cineasta de festivales de cine y disputar efectivamente y sin vergüenza las grandes boleterías, y divirtiéndose con ello.