Es parte de la experiencia de cualquiera que pase un buen tiempo en internet enfrentarse a algún captcha, esas a veces molestas imágenes con letras distorsionadas o tachadas que están destinadas a probar que del otro lado del monitor hay un ser humano y no un programa generado para, por ejemplo, producir correo spam o robar información. La idea detrás del captcha es que una máquina difícilmente podría “leer” la imagen, mientras que un ser humano debería poder hacerlo sin mayores inconvenientes.

En 1950 Alan Turing (1912-1954) propuso un juego (en un artículo titulado “Computing machinery and intelligence”) que consistía en distinguir a un hombre de una computadora a partir de sus respuestas escritas a preguntas formuladas por un grupo de personas. En revisiones del texto y en otros artículos, el proceso fue simplificado a lo que ahora conocemos como Test de Turing, del que se desprende la idea de que si una máquina puede resultar indistinguible de un ser humano por sus respuestas a todas las preguntas que podamos hacerle, entonces esa máquina seguramente sea inteligente.

La idea del captcha, entonces, es una suerte de Test de Turing al revés, destinado a lograr que los humanos seamos identificados como humanos y las máquinas -que por ahora, hasta donde sabemos, no son inteligentes- como máquinas. De hecho, captcha es un retroacrónimo para “Completely Automated Public Turing test to tell Computers and Humans Apart” (literalmente, “test de Turing completamente automatizado y público para discriminar computadoras de humanos”, pero también “te capturé”).

La idea de que una computadora indistinguible por sus respuestas de un hombre debe ser inteligente y poseer por tanto una “mente” ha sido criticada por algunos pensadores, entre ellos el filósofo estadounidense John Searle (1932), que con su concepto de “habitación china” propuso que un hombre al que se le dan instrucciones para responder adecuadamente mensajes escritos en chino puede cumplir con lo que se le pide a la perfección y a la vez no entender una palabra de chino; del mismo modo, una computadora puede “simular” respuestas que un humano no es capaz de discriminar de las realmente inteligentes pero, en rigor, no entender qué está diciendo ni, por tanto, poseer una mente o inteligencia. Searle intentó socavar las pretensiones de los defensores de la vertiente llamada “fuerte” de la Inteligencia Artificial, que establece que la mente opera con algoritmos (es decir, programas) y, por tanto, no hay razón alguna para que una máquina no pueda poseer una o ser “inteligente”.

La objeción de Searle, a su vez, ha recibido varias respuestas (entre ellas, que nada -más allá de las conductas y las apariencias- prueba que existan “mentes” en el universo), mostrando que el concepto original de Turing sigue siendo un eje posible del debate sobre la inteligencia artificial y la mente humana.

Máquina de secretos

Alan Turing nació en India -por entonces colonia británica- y comenzó su carrera desde la lógica matemática. Ofreció una nueva manera de entender el famoso teorema de Gödel, que establece límites a la construcción de sistemas que pretendan convertir a toda la matemática en una cadena de enunciados rigurosamente encadenados, de modo que todas las afirmaciones verdaderas puedan ser probadas dentro del sistema. Su enfoque del concepto derivó en la postulación de las llamadas “máquinas de Turing”, programables para realizar cualquier tarea mediante una memoria (que en la visión de Turing era una cinta indefinidamente larga) y una serie de algoritmos, lo cual es una manera de concebir el funcionamiento de las computadoras que usamos extensivamente hoy en día.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Turing colaboró con los militares británicos en romper los códigos de cifrado que empleaban los alemanes para sus comunicaciones durante la guerra. De hecho, fue el creador (junto con Gordon Welchman) de la Bombe, una máquina que sería empleada para descifrar los mensajes alemanes, cifrados con la máquina Enigma. Posteriormente, también desarrolló un sistema para romper el código de cifrado de las máquinas Geheimschreiber, que habían reemplazado a las Enigma en las comunicaciones alemanas. El aparato para descifrar este nuevo código fue llamado Tunny, y el equipo que lo diseñó desde las ideas de Turing tuvo un papel fundamental en la construcción de Colossus, la primera computadora digital y programable, que también fue usada (de hecho, se necesitaron diez de ellas) para romper con mayor eficiencia los códigos alemanes.

Pero la contribución de Turing al desarrollo de la informática no se quedó en la criptografía. Trabajó también en la programación de la Manchester Mark 1, otra de las primeras computadoras; influyó significativamente en las obras de Von Neumann, una de las figuras centrales de la informática temprana; y, como ya hemos señalado, delineó la discusión filosófica sobre la inteligencia artificial.

Rompiendo códigos

En 1952 Turing conoció a un chico de 19 años llamado Arnold Murray, con quien pasó varios fines de semana. La homosexualidad de Turing no era un secreto para sus allegados, pero cuando Murray protagonizó un intento de robo en la casa de Turing y éste lo denunció a la Policía, la investigación expuso ante el público la opción sexual del matemático. Dado que la ley británica de entonces ilegalizaba la homosexualidad, Turing debió elegir entre la cárcel o un tratamiento (conocido entonces con el ominoso nombre de “castración química”) destinado a reducir la libido. Turing optó por el “tratamiento” durante casi dos años, hasta su suicidio en 1954.

Investigaciones recientes, sin embargo, cuestionan que Turing realmente se haya suicidado. Su muerte se produjo por intoxicación con cianuro, compuesto que empleaba en los experimentos que llevaba a cabo en su casa (durante sus últimos años Turing hizo grandes aportes a la biomorfología, algunos de ellos considerados imprescindibles para el ulterior desarrollo de la teoría del caos), y junto a su lecho de muerte fue encontrada una manzana a medio comer, que muchos asumieron había sido el vehículo del veneno, dado que Turing había pasado su vida obsesionado con la escena de la manzana envenenada en el cuento Blancanieves. Pero, increíblemente, la Policía no investigó la fruta y, por tanto, no pudo jamás determinarse si contenía cianuro. Además, contra la opinión más generalizada, Turing no padecía depresión por el tratamiento con hormonas ni por haber sido desvinculado, por su homosexualidad, del trabajo de análisis criptográfico para el ejército, por lo que la hipótesis del suicidio no parece fácil de defender. La verdad, por supuesto, jamás se sabrá.

La fascinante figura de Turing ha sido retomada también desde la literatura; la obra teatral Breaking the code (Rompiendo códigos, 1986), del británico Hugh Withemore, con su atención biográfica a la vida de Turing en su etapa de jefe del equipo de criptografía británico, es un ejemplo, pero también hay que mencionar el monumental Criptonomicón, de Neal Stephenson, que incluye pasajes enteros vinculados narrativamente a Alan Turing -que aparece como personaje de la novela- y abunda en exposiciones de su trabajo y sus aportes a la criptografía y la informática.

De pocas personas puede decirse que formatearon el mundo en que vivimos: el nombre de Turing debe incluirse, sin lugar a dudas, en esa lista.