Cuando a fines de los 80 Sir Tim Berners Lee esbozó las bases de lo que luego llamaríamos la “world wide web” (www), comenzó un proceso en el que la tecnología e infraestructura de la -aún joven- internet se ocultaba detrás de interfaces crecientemente amigables. Con el paso de los años, el desarrollo de la web se convirtió casi en sinónimo de internet gracias a que a través de la ventana de un navegador hoy podemos acceder a infinitas posibilidades.

Esa accesibilidad nos puede hacer olvidar de la infraestructura física y técnica que hace posible a internet. Uno de esos componentes, particularmente fundamental, es el Protocolo de Internet (o IP por su sigla anglosajona) cuya función es el envío de paquetes (información transmitida en forma fragmentaria) que componen absolutamente todo lo que pasa a través de la red. Este protocolo implica que cada equipo conectado a la red sea identificado mediante un número al que llamamos “dirección IP”. Por cómo está diseñado el Protocolo IPv4, hay “apenas” 4.000 millones de direcciones posibles, que están al borde del agotamiento. Esa cifra no basta ni para una dirección por habitante del planeta, en un tiempo en que una persona aquí mismo en Uruguay perfectamente puede tener una IP para el ADSL de su hogar, otra en la conexión de su celular, otra en un módem 3G, etcétera.

Por esta razón es que a paso acelerado se trabaja en la implementación de IPv6, que solucionaría esta escasez habilitando 340 sextillones de direcciones. El día de hoy, que se dio a llamar sin mucha originalidad “World IPv6 Launch” (Lanzamiento Mundial IPv6) es cuando los principales actores de la red a nivel global (incluido Uruguay por intermedio de Antel, LACNIC y Udelar, entre otros) hacen el cambio definitivo a este nuevo protocolo, desactivando lo que sería una frenada catastrófica a la conectividad.

No sólo personas

Ahora, es válido preguntarse, ¿para qué podríamos usar 670.000 billones de direcciones para cada milímetro cuadrado del planeta? Una de las puertas que se abren es lo que se conoce como “el internet de las cosas”; la conexión a internet de una creciente cantidad de objetos y dispositivos que ni siquiera dependen directamente de un usuario, sino que nutren y brindan información para un mundo conectado.

Este proceso ya está en marcha, desde el crecimiento de la domótica, que conecta los aparatos del hogar de forma remota, pasando por plantas industriales enteras controladas y sincronizadas por internet, y hasta automóviles que utilizan la conectividad más allá del entretenimiento para la actualización en tiempo real de mapas, información de tráfico o para comunicarle a un servicio en línea las condiciones de una carretera gracias a sensores en su suspensión. A su vez, productos como los brazaletes Jawbone Up o Nike Fuel conectan nuestro cuerpo a la red, registrando el nivel de actividad física a lo largo del día o los patrones de sueño.

Este mundo plagado de información debería ser uno que -literalmente- actúe en consecuencia de nuestras necesidades y deseos, aun antes de nosotros ser conscientes de ellos. Una casa que nos espera calefaccionada aunque lleguemos a una hora inusual, ya que nos ubica por GPS, una TV que graba nuestro programa favorito porque sabe que seguimos durmiendo la siesta, un teléfono que al entender que el auto se rompió se encarga de cambiar la reunión que teníamos a las 9.00 y al mismo tiempo llamar al auxilio mecánico. Desde un punto de vista más macro, el conjunto de las personas de una ciudad generará a su vez información que permitirá un control más eficiente de los recursos, como semáforos que se adaptan dinámicamente al tráfico o centrales de bombeo que saben exactamente cuántas canillas están abiertas en cualquier instante.

Igual que con las posibilidades que abrieron las redes sociales y los desafíos que generaron para la privacidad, sólo una previsión adecuada (y seguramente nueva legislación) podrá asegurar que ese torrente de información se use exclusivamente para mejorar la vida de las personas y no para un tipo de control que ni el mismo Orwell se hubiera atrevido a imaginar. Esos desafíos se abordarán llegado el momento, pero lo cierto es que a partir de hoy podemos decir que tenemos el espacio para que ese mundo pueda existir.