En este último año, a fuerza de programas como Soñando por cantar, la televisión argentina pareció verse asediada por una horda espartana de imitadores de Sandro, Cacho Castaña, Freddy Mercury y Valeria Lynch. No es que no existieran antes, pero como por generación espontánea todos parecieron emerger de entre las baldosas. Enmarcada en este escenario de 15 minutos de fama, de una épica grotesca de rostros empapados de lágrimas y los gritos anfetamínicos de Mariano Iúdica, aparece El último Elvis, ópera prima de Armando Bo (nieto), en la que, tal como indica el título, sigue a John McInerny (en el papel de Carlos), imitador del rey del rock and roll.

Carlos Gutiérrez, conocido por todos sus allegados -a fuerza de su propia insistencia- como Elvis, está lejos de vivir como un rey. Reside en una casa humilde del Gran Buenos Aires llena de grietas y hongos, y trabaja en una fábrica, intercalando esta actividad con shows en escenarios variopintos que van desde casamientos hasta presentaciones en geriátricos, pasando por peñas barriales y casinos. Sin embargo, su disposición hacia cada uno de estos eventos es similar a la de tocar en el Caesar’s Palace, y es que en la cabeza de Carlos/Elvis no hay diferencia alguna. Éste es quizá el punto fundamental en lo que se refiere al reto artístico al que debe lanzarse Armando Bo: el de poder conjugar el marco triste y “realista” de la realidad de Elvis con el fascinante mundo que se arma en su propia cabeza.

Una de las opciones podría ser la de plantear el paso de un mundo a otro como dos terrenos paralelos separados por una gruesa membrana seudoonírica (algo más bien común en musicales, encontrando su versión más dolorosa y descarnada en la insoportablemente triste Bailarina en la oscuridad, de Lars von Trier), pero Bo intenta zafar de este juego de polaridades, arrojándose a conjugarlo todo en uno. El riesgo no es sólo temático y emocional, sino también propiamente cinematográfico, siendo casi, por así decirlo, un intento de conjugar los ásperos entornos del Nuevo Cine Argentino con la dimensión épica y llena de pirotecnia del cine estadounidense. Algo similar a esta apuesta, pero con un pasaje de mundos un poco más evidente, se podía ver en la uruguaya La vida útil (Federico Veiroj, 2010), donde Jorge Jellinek atravesaba un derrotero similar, con una cinematografía que pasaba de los planos fijos de Sala 2 de Cinemateca a la reverencia al cine de la era dorada de Hollywood en el edificio de la Facultad de Derecho.

Armando Bo se arroja a tener lo mejor de los dos mundos y, superando todas las expectativas, lo logra. Las charlas entre él y su ex esposa Alejandra (Griselda Siciliani), pese a estar enmarcada en su absurdo mundo de fantasías y referencias (uno pronto entiende que lo que está dentro del cuerpo de Carlos Gutiérrez es Elvis y nada más que Elvis, no hay lugar para un padre o un esposo), son completamente creíbles y hasta identificables, al tiempo que sus presentaciones en vivo son alucinantes, sin intentar, en ningún momento, sumergirnos puramente en un mundo de fantasía. En el comienzo del film podemos ver esto en cómo la cámara, en un travelling que hace acordar a la famosa entrada por la puerta trasera del bar de Buenos muchachos (Martin Scorsese, 1990), llega a Elvis cantando “See See Rider”, orbitando alrededor de él, pero jamás sin perder la fatua presencia del público, señoras comiendo saladitos, hombres con la corbata floja, algunos prestando atención, otros hablando de cualquier 
otra cosa.

Las presentaciones en vivo ocupan los momentos más emocionantes del film, encontrando en “Unchained Melody” un momento extático que no sólo muestra a McInerny como un performer descomunal (que llega a una dimensión espiritual que lo separa de cualquier burdo imitador), sino que traza un oscuro pero logradísimo paralelismo entre la senda vital de Elvis y la de Carlos.

El último Elvis resulta ser, entonces, la épica de una persona completamente dedicada (hasta sus dimensiones más lógicas y trágicas) a ser aquella persona, en un trayecto representado, pese a lo difícil de compartir tal fanatismo, con una dignidad tremenda, incluso cuando se acerca a otros personajes de imitadores como Iggy Pop o Mick Jagger (la escena de la fiesta, una especie de convención de performers que recuerda aquella comuna de extraños artistas de Mr Lonely -Harmony Korine, 2007-). El gran plan, milagroso en su propia lógica, ése al que Carlos rodea constantemente, pero del que no llegamos a comprender hasta el final, es, justamente, atravesar el espejo, pasar al otro lado del embudo.