Son seis historias ubicadas en tiempos y lugares distintos: mediados del siglo XIX en una isla del Pacífico, década de 1930 en Europa, década de 1970 en California, la actualidad en Inglaterra, el siglo XXII en lo que habrá sido Corea y, algunos siglos después de eso, en un Hawaii posapocalíptico, con un epílogo algunas décadas más adelante en otro planeta. La novela original cuenta esas historias en secuencia: cada una genera un documento (diario, cartas, libro, filmación, etcétera) que, a mitad de camino, se descubre que está siendo leído por el personaje de la historia siguiente (que interrumpe la historia precedente). La más “avanzada” es la única que no es interrumpida y luego de ella el libro empieza a seguir el trayecto inverso, concluyendo cada una de las historias. Es lo que en música se llama una “forma en arco”, que podría esquematizarse como 
ABCDEFEDCBA.

Por algún motivo -para mí incomprensible- los realizadores decidieron modificar esa interesante estructura y simplemente barajar todas las historias. Cada una de ellas tiende a transcurrir en forma cronológica, aunque las tres más avanzadas en el tiempo tienen algún componente desordenado (sobre todo flashbacks). Es interesante recordar que para El padrino II, Coppola se debatió largamente con los productores con respecto a cuántas veces podía ir hacia adelante y hacia atrás, y terminó haciendo no más de una docena de idas o venidas entre nada más que dos líneas de acción, con temor a que la película quedara “incomprensible” para los espectadores promedio de un blockbuster. La comparación entre ambas películas da una idea de cuánto evolucionó la capacidad de percepción del “espectador promedio” en estos 40 años (aquí las idas y venidas son incontables, quizá cientos -algunos de los segmentos duran no más que unos pocos segundos-; no hay señalización alguna para los cambios -son todos por corte simple- y son seis líneas de acción alternándose). Claro, la cultura del zapping, lidiar con varias ventanas a la vez en las computadoras, “estar” en varios lugares al mismo tiempo -en cuerpo presente y por celular- y las múltiples aventuras narrativas emprendidas por Hollywood en estas décadas (arribando incluso a una serie televisiva como Lost) dejaron su marca. Aunque hay que relativizar el avance, considerando que El padrino II fue un gran éxito, y Cloud Atlas tuvo una boletería modesta y difícilmente llegue a recuperar la inversión de 100 millones de dólares (la producción más cara en la historia del cine alemán y una de las producciones “independientes” más caras que se hayan hecho).

Por otro lado, es curioso que la cantidad de críticos y cinéfilos varios que se asombran con este supuestamente osado experimento en narración cinematográfica se olviden del antecedente importante de Intolerancia, de DW Griffith, que en 1916 alternaba una historia en la Babilonia antigua, la pasión de Cristo, la masacre de San Bartolomé y la actualidad de entonces, junto a una imagen intemporal. Todas juntas suman cinco líneas, que no se alternaban tanto como Cloud Atlas, pero sí más que en El padrino II y, como aquí, tenía un vago eje temático vinculado a la pugna por la libertad, la tolerancia y la compasión. Hace medio siglo Intolerancia era un marco ineludible y la analogía entre ambas películas no hubiera pasado desapercibida, pero, en fin, la historia del cine se está volviendo demasiado larga y pocos cinéfilos actualmente tienen la disposición de resintonizar la propia percepción para apreciar las maravillas de una película de hace casi un siglo y que, como Cloud 
Atlas, dura alrededor de tres horas.

Cloud Atlas introduce algunas complejidades adicionales: los actores más importantes interpretan cada uno entre cinco y seis personajes, que pueden ser principales, secundarios o meros cameos en las distintas historias. Una de las gracias de la película puede ser tratar de reconocerlos (vale la pena quedarse a los créditos finales, que muestran clips de cada personaje interpretado por cada actor, con eventuales sorpresas). Esos personajes encarnados por un mismo actor pueden ser, en determinados casos, de edades distintas, sexos distintos o de tipos físicos distintos: se puede ver a la esbelta coreana Bae Doona haciendo de señorita victoriana pelirroja y pecosa y de una gorda señora chicana, o a Hugo Weaving como una enfermera bruta. Esas encarnaciones actorales, aparte de propiciar una “gracia” a la manera de los ejercicios de histrionismo de Alec Guinness, establecen conexiones entre los personajes, pero es difícil establecer una lógica explicativa para esas conexiones. Algunos comentarios a la película y al libro hablan de reencarnaciones en el sentido espiritista, pero eso no se sostiene aquí porque, en unos pocos casos, los actores hacen dos roles en un mismo período, y alguno parece representar siempre lo mismo (todos los personajes de Hugo Weaving son malos o representan “el mal”), pero en otro caso hay cambios radicales (Tom Hanks es un deleznable médico asesino en el siglo XIX, alguien que se convierte al bien por medio del amor en la década del 70, otra vez un asesino en la actualidad y un hombre bueno en el futuro). En el caso de algunos grandes actores del reparto, como Hanks, Weaving y Jim Broadbent, ese ejercicio actoral puede ser fuente de gran placer para los espectadores. Es una pena que el nivel del maquillaje sea subideal y en algunos casos se parece a esas máscaras espantosas que ayudaron a estropear J. Edgar. Otro vínculo misterioso entre personajes es la aparición de una misma marca en la piel (en forma de cometa) de cada unos de los personajes principales (interpretados, en este caso, siempre por actores distintos).

Otra curiosidad es la no-unidad de tonos narrativos. Tres de las historias fueron dirigidas por los hermanos Wachowski y las demás tres por Tom Tykwer, cada uno de ellos con su equipo de filmación propio. Ello, por supuesto, ya pauta una diferencia. Pero aun entre los episodios realizados por un mismo equipo hay contrastes notables: la parte contemporánea es total y abiertamente cómica, mientras que la de la década del 70 es esencialmente un thriller (ambos fueron dirigidos por Tykwer). La parte del siglo XXII parece planteada para adolescentes, con el supuesto encanto de la dirección de arte futurista, de la historia de amor y enseñanza de libertad entre dos personajes carilindos en un ámbito maniqueo y con escenas de pelea nada naturalistas. Es quizá la más pava de las historias y sin duda la más cursi (aunque no es tan pava la idea de un futuro distópico basado en la exacerbación de ciertas propiedades del capitalismo). La más compleja podría ser la de la década del 30, en la que un joven músico se ofrece a trabajar como amanuense de un viejo compositor consagrado afectado por una enfermedad que le impide escribir. El propósito del joven es, abiertamente, figurar en forma no muy honesta como autor de alguna eventual obra maestra de su patrón, pero pronto la situación se invierte, ya que él empieza a manifestar un brillo que suscita la envidia y la ambición del viejo. Es como un Amadeus con más recovecos. La obra maestra en disputa es un sexteto de cuerdas, una de muchas apariciones en la película de la cifra “seis”, alusiva a las seis historias, pero también, en este caso específico, a la noción del montaje alternado como un contrapunto narrativo.

El vínculo entre una y otra historia es tenuemente causal (si Soonmi, en el siglo XXII, no hubiera visto el fragmento de la película basado en el libro de Cavendish -de la actualidad-, quizá no se hubiera rebelado y concientizado; luego en siglos posteriores, Soonmi va a ser adorada como una diosa). Pero esos vínculos no quitan una gran dosis de independencia entre las historias y quizá pocas de ellas se bancarían por sí mismas. La alternancia no deriva tanto de una necesidad, sino que es un valor en sí, que mejora mucho cada una de las historias, llevando a una espectorialidad mucho más activa, creativa, sorpresiva. Hay varias ocasiones en que la transición de una línea a la otra se da basada en pretextos verbales o formales (Soonmi y Hae-Joo cruzan un puentecito entre dos rascacielos mientras les dispara la Policía y ello se alterna con Autua caminando sobre el mástil mientras amenaza dispararle el capitán de la carabela; Hae-Joo inunda el túnel en que los están persiguiendo y ello se alterna con el auto de Luisa sumergido en el mar; un choque automovilístico en la actualidad corta a otro choque en los 70, etcétera). La música es el principal elemento unificador: no hay diferencias de estilo y los mismos temas musicales recorren todos los episodios, bañándolos, por desgracia, en un aire de trascendencia un poco inflado.

Se me ocurre un excelente ejercicio/experimento de montaje, actualmente al alcance de cualquier usuario de programas de edición por computadora: agarrar episodios no muy extensos de series distintas y de caracteres bien distintos y buscar vínculos temáticos o formales o momentos de suspenso que puedan servir de transición para un montaje alternado a la manera de Cloud Atlas o Intolerancia. Realizado con tino y habilidad, un barajado de este tipo puede suscitar una experiencia cinematográfica intrigante, llena de alusiones (obviamente no planificadas en los episodios originales), que eventualmente puede otorgar un carácter trascendente a materiales intrascendentes.