Al nacer en una colectividad de paraguayos en el barrio de Casanova, Leonardo Oyola comenzó a nutrirse en ese mundo del oeste provinciano que luego poblaría sus novelas. Con un maestro de lujo como Alberto Laiseca, El Tigre -apodo que ha recibido por su primera novela, Siete & el tigre harapiento, ganadora de la tercera mención del premio Clarín 2004- se ha dedicado a retratar lo conflictivo del conurbano y la marginalidad de una sociedad desbordada. Entre varios trabajos, Chamamé ganó el premio Dashiell Hammett al mejor policial, Hacé que la noche venga fue la revelación 2008 de la revista Ñ, y publicó Santería y Sacrificio en la colección de Juan Sasturain. Oyola vino a Montevideo a presentar Casi sábado a la noche (La Propia Cartonera) hoy a las 21.00 en el Club Uruguay de Pueblo Victoria, y Sultanes del ritmo (Estuario) mañana a las 18.00 en la Sala Dorada de la Intendencia de Montevideo.

-Como dijo El Faisán (personaje de Kryptonita), “Doña: nosotros somos de verdad”... ¿Vos también?

-Y yo soy escritor de ficción, tengo esa dicotomía. Así, si vos me preguntás mi anhelo, lo que quiero que se recuerde son ellos [sus personajes]. Después creo que he tenido la suerte de tener cierta exposición y de poder sentarme en mesas con colegas y gente querida, y ser como soy siempre. Ahora, por ejemplo, me llevaron a Guadalajara y me preguntaron si tenía saco. Y sí, voy a conseguir un saco, entiendo que tenga que haber cierta formalidad, pero la verdad es que no me veo así. Yo soy eso, un escritor que ha tenido suerte, que tiene ganas de escribir y tiene la suerte de tener lectores.

-¿Cuándo te fuiste de La Matanza (municipio de la provincia de Buenos Aires)?

-En abril de 2007. Ahí estaba en Lafe [Laferrere], si bien soy de Casanova. Cuando me separé no quise ir a la casa de mi viejo ni de amigos, y bueno, me consiguieron algo por allá [se refiere a la capital]. La pasaba mal, y a la vez ya iban saliendo muchas cosas, como las jornadas literarias e ir conociendo a colegas. Además empezaba la relación con mi pareja actual, que también es escritora. Lo básico es que en ese momento los españoles me compraron Chamamé, y con esa plata pude hacer un poquito de pie. Primero me bancó un editor y colega en su casa, y después el que me llevó a vivir con él fue Pablo Ramos. Ahí le empecé a dar duro a la escritura, pero era una cosa ingenua, porque no tenía internet ni nada por el estilo y de repente me enteraba de las cosas que iban pasando en España, y estaban buenas. Creo que estuvo bien que no lo estuviera viviendo en directo, porque mientras tanto pude seguir escribiendo. Cuando me llamaron y me dijeron: “Te vamos a traer para acá. Queremos otra novela”, yo ya estaba laburando, ya tenía una novela terminada, que fue la primera que me editó una editorial grande en Argentina, y esto tuvo que ver con que me sacaron las otras en España. Esto es hermoso, estoy muy contento de estar acá [en Montevideo]. De mi bolsillo jamás hubiera salido y tampoco, por ahí, me hubiera nacido a mí. Aunque todavía les sigo teniendo miedo a los viajes en avión. Un editor español me sacó la ficha cuando me dijo: “Igual tu viaje más largo es haberte ido de donde vivías a donde estás ahora”. Esto tiene que ver con encontrar qué querés ser en la vida.

-¿Cómo ves Casanova hoy?

-Para mí es triste, si bien fui muy feliz allí y no me puedo quejar de cuando me tocó patear esas calles. Hace poco pasó algo que nunca nos imaginamos: llegó el asfalto. Tengo amigos que son abuelos hace rato, y me parece que no está piola eso. Cuando se empezó a poblar había casas de un piso, después los hijos empezaron a tener familia y se construyeron un primer piso de apuro, y ahora esos otros hijos, una nueva casita más, si no fallecieron los que ya vivían ahí. También pienso, por ejemplo, en mis viejos y en mi hermano; ellos eligieron quedarse ahí.

-¿Creés que en tu partida hay algo de destierro?

-No sé. La palabra “destierro” me parece muy fuerte. Creo que también fue una decisión mía, aunque haya gente a la que no le gusta escuchar que uno no es feliz ahí. Es muy loco, porque mientras vivía allá escribí mis primeras novelas, que eran policiales de época, y cuando me fui empecé a escribir sobre eso. Soy muy feliz con la vida que tengo ahora y con el lugar donde vivo; me gusta. Incluso lo que nos pasó a nosotros con Ya Te Conté [colectivo uruguayo de narrativa reciente]: si bien avisaron con anticipación, tengo un viaje de dos a tres horas hasta La Boca, y por ahí si ese día hay partido no hubiera podido ir. Por otro lado, las cosas que se generan en el barrio y que a mí me daban mucha alegría hoy las dejé de hacer, pero no porque haya envejecido sino porque no es lo mismo.

-Y ahora venís por primera vez a Montevideo a presentar Casi sábado a la noche y Sultanes del ritmo...

-Sí, totalmente. Por dónde fui criado y por dónde me tocó vivir, yo siempre quise tener un libro cartonero. Es muy loco que me lo hayan sacado acá antes que allá, y eso que tenemos buena relación con [Washington] Cucurto. Pero no se dio.

-Uno es un homenaje a tu padre y a tu abuelo, ambientado en Tucumán, y el otro es una serie de relatos carcelarios, de asesinos, chorros, cirujas y marginados.

-Sí, toda gente buena. Estuario tenía ganas de reunir mis cuentos, si bien yo me considero más novelista que autor de relatos. Me cuesta muchísimo laburar un cuento, pero fui forjado en un taller literario y el maestro Laiseca me dio consignas que estoy trabajando. El único relato de esa época que incluí, porque me gustó mucho, es “Oxidado”. Todos los otros son posteriores. “Matador” lo escribí cuando me convocaron a una antología temática de jóvenes narradores [In fraganti]. Ésta era de policiales basados en casos reales, y sólo quedaba libre el caso del motín de Sierra Chica [marzo de 1996], el de los Doce Apóstoles. Tenía que escribir un motín sin repetir el que había creado para Chamamé. El motín de Sierra Chica fue algo terrible, hicieron de todo. Esto de que jugaron a la pelota con la cabeza de uno fue así; a los presos que no se prendieron al motín los mataron para que los demás se metieran, después los cocinaron e hicieron empanadas para que comieran los guardacárceles, y así serían mejores “ya que tenían un preso adentro”. Fue terrible. En el cuento me quise concentrar en el partido de fútbol y en una historia de amor platónica -en algún punto- que ocurría en el peor escenario que puede llegar a existir, que no sólo es la cárcel sino además durante el motín más sangriento de la historia carcelaria argentina. Algunos otros fueron para antologías y diarios de España. Con Casi el sábado a la noche pasó que inesperadamente estuve engripado en noviembre de 2010, y tenía una bronca enorme porque me había perdido un viaje. Estando en reposo 
-era la época en la que no tenía internet en casa, y para colmo no andaba la tele, una cosa tristísima- me empecé a acordar mucho de mi abuelo. Justo me convocan de Página 12, para la sección de Verano 12 -me sentí muy contento porque era algo que siempre había querido- y lo que aprendí es que nunca hay que pedir nada, cuando tenga que ser te van a llamar. Pensé que el relato tenía que ser por ese lado. Después mi nene estaba viviendo en la costa y con mi papá nos habíamos dejado de ver como supimos vernos durante tanto tiempo. Lo extrañaba, y viste cómo somos los tipos, muchas veces no nos permitimos decir “te amo” y esas cosas; y creo que ésa fue la forma que tuve de decirle a él y a mi abuelo lo que los quiero. También me hubiera gustado compartir un poco más con mi abuelo, pero creo que él se fue en la suya. Son tres anécdotas de tres momentos diferentes que pude juntar y armar una ficción.

-Sobre todo después de El tigre harapiento se ve una fuerte influencia de la televisión y el cine.

-Totalmente. Esto me sale de manera inconsciente. Hace poco alguien me preguntó por qué resaltaba tanto el año 1987, y me di cuenta de que no era casual: fue un año en el que salí mucho a bailar, que le vi la cara a Dios, y lo básico es que empecé el secundario. Y eso también fue una decisión, porque la calle tiraba. La mayoría de mis compañeros pertenecían a una realidad diferente de la que me tocaba vivir a mí. Es eso; te empieza a cambiar la cosa, escuchás cómo hablan diferente, un vocabulario distinto, y eso era lindo. A veces mis amigos me retaban o se ofendían: “¡Qué te hacés el que hablás bien, decí plata y no digas dinero!”. Si te gustaba una piba no la ibas a encarar como encarabas a una chica de allá, era otra cosa. Fue un gran año, y si bien todavía era borrego, creo que estuvo bueno. Se me replicó un poco después, cuando me quise dedicar de lleno a la escritura. Iba oscilando, no me llenaban las mismas cosas; estaba todo bien con los pibes de la esquina, pero sentarnos en un bar como estamos ahora me parecía hermoso.

-Y al taller de Laiseca te llevó un compañero por el 2003.

-¿Sabés lo que pasa? Que si bien no doy con el look, siempre me gustó estudiar, veía que era diferente después de ciertas cosas, y también me gustaba la lectura. Cuando terminé la facultad [de Comunicación] no estaba satisfecho con la carrera, y hubiera querido volver a estudiar pero no me gustaba la instancia de los finales, sobre todo por la soberbia. Cuando te encontrás con un doctor en la mesa te forrea, te pasa por todo el programa. Entonces tenía algo que me costaba y mucho, y era guardar la mano, porque a más de uno le quería pegar un viaje aunque sabía que no tenía que hacer eso. Siempre me pareció muy fulero cuando decían que no escribían, o me contaban anécdotas de que leían a Stephen King con el libro forrado para que no vieran la tapa. Cuando entré a lo de Laiseca sentí mucha libertad. Había leído cosas de él y me encantaron, fueron cosas muy lindas; lo agarré en una muy buena época. Me acuerdo de cuando le dije que iba a hacer mi primera novela. Me preguntó de qué género iba a ser, porque él tiraba la consigna y yo trataba de jugar con los géneros; así que cuando me largo a escribir El tigre harapiento le dije que iba a ser un policial. Me respondió: “Ah, qué bueno, porque usted no le hace muy bien a la ciencia-ficción”. De manera inesperada, por mis libros terminé yendo tanto a universidades como a lugares de enseñanza para adultos, villas, reformatorios, y algo que no publicito, por respeto a gente que está privada de su libertad, es lo de las cárceles. Ése es todo un tema. En un principio veía que hacían mucho hincapié en cómo escribo por el lugar de donde vengo, y me parece que eso no está bueno. Tengo la suerte de conocer escritores que tienen un muy buen pasar económico, con otra formación y otra vida, pero a la hora de escribir, cuando cuesta, cuando estás en la mala o cuando te fue mal con un libro, sangran lo mismo que vos, no importa todo lo demás. Es una cosa de poder entenderlo, tanto que no creo que sea un valor; son las cosas del destino. Estoy muy agradecido de poderme haber ido, mirá dónde estoy... podría ser abuelo en este momento.

-¿Cómo es El Tigre escribiendo?

-A mí me gusta pensar que es honesto. No es que estén la biblioteca, la pipa, el gato y el saco. La posta es que cuando a vos te agarra escribiendo el verano es la cosa más antiestética que hay, no es como te han mostrado las películas. Creo que como escritor me tengo que enamorar de mis historias. La última -Ultratumba- fue un lío porque me enamoré de todas. Tuve la suerte de tener un gran maestro después de haber leído unas cuantas cosas. Otro maestro tácito y del que me gusta todo lo que dijo fue [Mario] Levrero.

-En tu obra se cruzan muchos géneros -el policial, el locro western, lo fantástico y el cómic-, aunque en todos se puede ver cierta reivindicación social (huelgas, desaparecidos, desplazados).

-No ha sido consciente. Una vez fui al barrio coreano y la pasé muy mal, no creí lo que se decía. Y ahí aparecieron algunas de esas historias, cuando una familia guaraní me aguantó en la parada mientras llegaba el colectivo.

-¿Alguna vez la noche te respiró en la cara?

-Qué tema la noche. Me gustaba esa frase [incluida en Hacé que la noche venga]. Quieras o no, la noche allá es muy diferente a la de capital, por lo que siempre le tuve respeto. Si bien mi vieja de pibe me asustaba con esas cosas, como el viejo de la bolsa, tenía ocho o nueve años cuando vi que un tipo le disparaba a otro. Cuando hacía el taller de Laiseca viajaba a Morón en el tren al que suben los últimos trabajadores hechos pelota y también la gente -como le llaman ellos- de caravana o gira, porque van cerca de Flores a pegar la baja, conocida comúnmente como el paco. Era ver todas esas caras y esas cosas, y me daba cuenta de que quería escribir sobre ellas.