Aunque sus problemas médicos -en su mayoría producto de su obsesión por las modificaciones corporales quirúrgicas y las medicinas que le requerían- eran conocidos, la noticia de la muerte de Ricardo Fort, ocurrida ayer, sorprendió bastante. Recién había cumplido 45 años y más allá de sus problemas óseos no se le conocían enfermedades graves. Cantante correcto, bailarín mediocre, conductor soberbio e ignorante y actor nulo, Fort decía que quería ser recordado como un artista, pero no hay nada artístico por lo que recordarlo. Esto no quiere decir que no fuera un personaje de cierta importancia cultural y, sobre todo, un personaje significante.

Su historia es conocida: heredero de una de las grandes fortunas de Argentina, la generada por los chocolates Felfort, Fort se dedicó a gastarla sin mayores aprensiones hasta los 40 años, cuando decidió que quería ser una estrella. Para lograrlo se produjo un reality show y exacerbó su personalidad extravagante hasta hacerse alguien tan imposible de ignorar como de tomar en serio. Freak residente y payaso voluntario de la fiesta de millonarios mediáticos más astutos y menos kamikazes, como Marcelo Tinelli y Jorge Rial, Fort ascendió en una ola de popularidad que no se sabía si estaba generada por la fascinación o el horror, pero eso no parecía importarle. Se sabía un objeto significante, y su significado no era exclusivamente el de ser un entretenimiento inocuo.

Porque hay que olvidarse de Jorge Lanata, Mirtha Legrand o cualquiera de los empleados mediáticos del grupo Clarín: nadie encarnó tan bien la antítesis del relato kirchnerista y/o populista como Ricardo Fort. Como si fuera una figura que hubiera hibernado una década y media, Fort encarnaba la cultura de la ostentación menemista hasta el borde -o más allá- de la caricatura. Convocaba conferencias de prensa para mostrar los Rolex o los autos que les regalaba a sus amantes de ambos sexos mientras los obreros de Felfort hacían piquetes frente a sus fábricas en demanda de condiciones de trabajo medianamente decentes; entrevistaba con admiración absoluta a Carlos Menem cuando hasta los más serviles de sus lugartenientes le habían soltado la mano al ex presidente; negaba su sexualidad a pesar de que se la enrostraban pruebas irrefutables (algo que hizo hasta que un descenso en su popularidad lo llevó a salir oficialmente del clóset y conseguir algunas de esas portadas que le eran tan necesarias como la morfina)... Era en muchos aspectos la representación de todo lo que es chato, amoral e inhumano en la cultura contemporánea, pero al mismo tiempo su inmolación pública era una evidencia de que no era él quien lo estaba disfrutando, sino más bien los que lo veían como un exorcista de toda la soberbia y el egoísmo que el discurso social actual había vuelto impropio.

¿Por qué escribir una necrológica de Ricardo Fort en una sección de Cultura que siempre despreció lo representado por Fort y que sólo le había dedicado alguna mención en “Mundo idiota”? Esencialmente, porque la cultura no es tanto lo que uno quiere que sea sino más bien lo que termina siendo con porfía. Y nadie como Fort para servir de ejemplo del doble discurso cultural que oficialmente detesta las demostraciones brutales de poder pero, al mismo tiempo, queda hipnotizado por ellas. Al final tuvo el final de todos los que ofrecen su cuerpo como sacrificio popular, de todos los que viven el deseo puro y bruto de las masas. Sin duda, la historia de Fort es una tragedia autodestructiva, pero tan completa que detrás de su operadísimo cadáver no queda nada. O, al menos, nada que no sea terrible.