Los créditos iniciales transcurren en silencio total. El silencio es violentamente golpeado por el ruido de la puerta que se abre, forzada por un grupo de bomberos, dando inicio a un plano-secuencia con cámara muy móvil (el más complejo de toda la película) en que provisoriamente nos identificaremos con el investigador policial que recorre el apartamento. Los gestos de los personajes y fragmentos de diálogos entreoídos sugieren la situación arquetípica que de alguna forma se confirmará: la de la anciana solitaria que se muere y es descubierta días después cuando su cuerpo empieza a emanar olor. Sólo que aquí, en el encuadre final del plano, ella aparece enigmáticamente arreglada como si fuera una escultura funérea, rodeada de pétalos de rosas. Las sensaciones encontradas que esos breves dos minutos iniciales de cine nos propician -la de la fealdad e impiedad de la vida, pero también del arreglo coqueto y tierno de la muerta- impactan con el regreso al silencio y el título Amour, seguido de la firma “dirigido por Michael Haneke”, que gana visos de dedicatoria.

El siguiente momento va a ser mucho más típico del estilo de la película: la cámara inmóvil, distante, planos extensos que a veces conceden en poner una atención más detallada sobre el “asunto”, pero lo hace luego de cierta privación que fuerza la curiosidad del espectador y dirige la atención hacia lo secundario, vuelve palpable la cinematografía haciendo emerger lo arbitrario de la forma. Ese primer plano posterior a la secuencia introductoria es también un espejo: una platea que nos mira. La pantalla parece coincidir con la -¿pantalla?- que esos espectadores están mirando, antes de que se apaguen las luces. Nos percataremos de que no es un cine sino una sala de conciertos, cuyo ritual presenciaremos sin ver jamás el escenario. En cierta forma el escenario somos nosotros, mirados por esos espectadores. Es un plano misterioso: no sé si será sólo a mí, pero desde la indiferencia del encuadre mi mirada casi desde el inicio se clavó en la pareja que, entre más de un centenar de personas, efectivamente se confirmará como la principal de la película. No es por haber reconocido a Trintignant y Riva: realmente necesité mirarlos muchos minutos más para distinguir en esos dos octogenarios el muchachito de Il sorpasso (1962) y la mujer de 
Hiroshima, mon amour (1959). En forma nada ostensiva, es significativo que estén allí esos dos grandes íconos del cine colocados en la posición de espectadores, perdidos en la masa. Muchos actores franceses viejitos hubieran podido, quizá, actuar en forma igualmente emotiva, digna y profunda esa pareja protagónica, pero el que sean ellos, piezas emblemáticas de la segunda mitad de la historia del cine, rescatados ambos de un casi retiro, ayuda a espesar la poética de la película con dejos de autorreflexividad. Son los protagonistas ineluctablemente reducidos a espectadores, mientras la actividad pasa a manos más jóvenes y las vicisitudes vitales los reducen a la impotencia, en la que poco se puede hacer. O si no: es el cine mismo el que se desvanece y agoniza (las letras chicas y finas con que están concebidos los créditos no tienen ni ahí la misma efectividad en la pantalla chica o en la apreciación doméstica del film).

La secuencia del concierto y del regreso al apartamento de Georges y Anne son excepcionales en la película: son los únicos momentos con música incidental (o casi: se prolonga en la banda sonora la música del concierto) y los únicos momentos fuera del apartamento, que verificaremos que se trata del mismo que vimos en el plano-secuencia inicial. La ciudad aquí va a aparecer únicamente desde la ventana de ese apartamento durante las siguientes dos horas de metraje. Por si había alguna duda de que la señora de la pareja es la misma mujer muerta del inicio, se disipa al verlos allí y nos queda claro que, con respecto a aquel momento, estamos en un flashback (en el que va a transcurrir toda la película). Como en La muerte del señor Lazarescu, desde el inicio sabemos dónde nos va a conducir la historia (bah, como en la vida). Pero el texto metacinematográfico que impone Haneke, en forma mucho más sutil que la andanada de citas lúdicas del cine posmodernista, emerge en esa escena, en la que llegan y descubren que alguien intentó forzar la puerta del apartamento. Esa escena está en el antes de la anécdota con respecto al plano del prólogo, pero después en la trama de la película, y es como si guardara una memoria de ese antes cinematográfico que es el después en la vida de los personajes (reforzado, además, por el parlamento subsiguiente, en el que ella pregunta qué pasaría si los invasores la encontraran en la cama, y que se “moriría” de miedo).

Poco después Anne tendrá su primera perturbación de salud, y el resto de la película transcurre en su casi totalidad documentando penosamente el proceso de su deterioro, motivado por problemas vasculares: una pequeña pérdida de conciencia, luego una parálisis de la mitad derecha del cuerpo, luego la incapacidad de hablar con coherencia y de manejarse mínimamente por su propia cuenta, finalmente la incapacidad casi total de comunicarse. Su preocupación por la dignidad y la autonomía hace aún más evidente la humillación por su condición posterior. Las elipsis de la narrativa no están señalizadas, y cada cambio de plano puede ser igualmente la continuación de la escena o un momento muy posterior, y es una parte de la actividad del espectador ir descifrando constantemente si estamos en lo inmediato o lo mediato, y en este caso qué habrá pasado entremedio.

Lo que no se quiere ver

Haneke suele lidiar con cuestiones incómodas, feas, violentas, crueles, amplificadas por su estilo helado (que críticos no comprensivos confunden con una actitud personal helada; para los espectadores compenetrados su sequedad cinematográfica puede ser vista como mucho más arrolladora que estilos más demostrativos). Es también un cineasta muy político. La suya es una forma no especialmente militante de hacer política, porque sus comentarios no suelen brindar explicaciones ni proponer soluciones, sólo poner cuestiones complejas sobre el tablero. Por lo normal, los problemas graves que aquejan a sus personajes suelen emanar (consecuencia o metáfora) del entorno: la sociedad burguesa podrida e hipócrita es el fermento de la maldad, del terror pesadillesco. Acá, sin embargo, el dolor procede únicamente de la naturaleza, de la vida.

Como en tantas de las películas de Haneke, los protagonistas son profesores de piano (lo era la protagonista psicópata de La profesora de piano, el personaje más simpático de La cinta blanca, y había referencias a que el protagonista de Caché también solía tocar ese instrumento). El confortable apartamento está cargado de objetos culturales pasatistas: libros, discos, partituras, el piano, el equipo de sonido con tocadiscos y casetero, música romántica, el mobiliario de madera noble o cubierto de un terciopelo levemente desgastado, los cuadros paisajísticos, cartas escritas a mano; un entorno casi totalmente impermeable a la cultura pop, que apenas se cuela en referencias despectivas al horóscopo de un diario o a un empleo cursi de “Yesterday”, de The Beatles. Pero aquí esos elementos dejan de ser la cáscara hipócrita de una sociedad corrompida y son sencillamente elementos en los que juegan la sensibilidad, la inteligencia, el placer refinado, la realización: Anne, de la ficción, fue profesora del tremendo pianista Alexandre Thabaud, que es de la ficción y de la realidad, y aparece en la película haciendo de sí mismo “ex alumno de Anne”, pleno de afecto y reconocimiento hacia ella. Pero, justamente, aun esa condición privilegiada deja de contar, queda atrás, es quitada en la perspectiva impiadosa de la película. Hasta la posibilidad de disfrutar del amor recibido. Lo único que no se pierde es el amor propiamente dicho cuando se tiene la suerte de usufructuar de él. La situación inevitablemente lleva a pensar en la cuestión de la eutanasia, que se cuela casi desde el inicio cuando Anne le hace prometer al marido que no la volverá a hospitalizar, y se hace casi explícita en su último parlamento articulado, hacia la mitad de la película. En la medida en que un relato ejemplar y sin voz narrativa puede argumentar, esa película es como un argumento a favor de la eutanasia y el título es una parte de ese argumento.

Haneke no facilita su retrato de amor con música incidental dulce, o golpes más melodramáticos que lo que de inevitablemente melodramático tiene este drama, insignificante para el mundo y enorme para los confines cerrados del apartamento. Uno de los episodios sutilmente metacinematográficos es la discusión entre Georges y su hija, en que ella reclama su derecho a ver y acompañar a su madre y él argumenta que la humillación cotidiana no es algo digno de ser mostrado. No queda claro si, cuando la película hace todo lo contrario -muestra-, se trata de una opinión de que sí es digno, o de un ejercicio en la indignidad en pro de contextualizarla en el entorno del amor. Georges y Anne son flemáticos, no abundan las manifestaciones de sentimiento, el vínculo con la hija no es el más fluido y con los nietos es casi inexistente. Él, Georges, es a veces seco, un poco ácido, ríspido, reprochón. Pero, con todo, a ambos no parece faltarles asunto nunca, los intercambios siempre se dan en un marco de respeto: el respeto suficiente como para que Georges, pese a su aparente soberbia, sepa constantemente pedir disculpas, y pedirlas con austera pero evidente sinceridad. Su dedicación a la esposa es total. De ahí que, dentro de las constantes de Haneke, como el coraje para encarar lo horrible, su cámara “limitada”, las imágenes nocturnas tomadas con luz insuficiente, algunas imágenes de pesadilla, lo que distingue esta película de cualquier otra de su obra es el hecho de que, pese a todo eso, dentro de todo eso, al menos en este caso particular, estuvo en juego el privilegio del amor pleno. Otros cineastas menos lacónicos hubieran buscado adornar el título: “una lección de amor”, “una vida de amor”, “la importancia del amor”. Aquí aparece así nomás, por corte seco, sin antes y sin después.

Y el corte seco se da también en el final enigmático. Los 15 minutos finales me hacen evocar 2001: odisea del espacio, en ese entorno físico elegante pero despoblado, sin diálogos, con alguna imagen de realidad dudosa (probablemente una alucinación), y la imagen de la hija al final. No nos vamos con el confort, sino con un componente de incertidumbre, sin saber exactamente qué pasó o qué pasará, sin una moraleja clara, y con sentimientos que seguramente variarán mucho de espectador a espectador. Los muchos premios merecidamente ganados por Amour reflejan la tendencia a ver en ella un gesto totalmente acorde con el título.