Antes que nada, una aclaración: entre mi columna anterior y ésta ocurrió algo que, felizmente, no es habitual (de hecho, fue la única vez que pasó desde que estoy en esta tarea): un error en una nota mereció una errata que fue publicada algunos días después, pero en esa errata había un nuevo error, producto de una confusión entre lo que dijo la periodista (Georgina Torello) y lo que entendió el editor (Gonzalo Curbelo). La nota en la que empezó el problema se publicó el 20 de febrero bajo el título “Vacilante interpretación de los sueños”, y hacía la crítica de la obra Del otro lado del espejo, escrita y dirigida por Bernardo Trías. Pocos días después de aparecida la nota, Trías hizo llegar a la diaria su discrepancia con la crítica, pero además señaló algunos errores en la información manejada por Torello. El 4 de marzo, una errata aparecida en la página 7 admitía que la nota había tenido un error (atribuir a Sofía Arocena el rol de coreógrafa, siendo la escenógrafa) pero decía que “así está consignado en el programa de mano” y agregaba que no existía “el rol de coreógrafa en la obra”. Ese mismo día Trías hizo llegar a la diaria el programa de mano que probaba que la asignación de roles de escenógrafa (Sofía Arocena) y coreógrafos (Max Cuccaro y Bernardo Trías) estaba correctamente consignada, y que por lo tanto la errata constituía un nuevo error. Tanto Georgina Torello como Gonzalo Curbelo se comunicaron con Trías para pedir disculpas y explicar que se trató de una confusión (yo misma le escribí también), pero se consideró excesivo publicar una nueva errata. Cabe dejar sentado, de todos modos, que el error existió, que fue doble y que Trías tenía razón en señalarlo y en exigir su aclaración.

Por otro lado, luego de la columna en la que hablé de los asuntos que podían herir la sensibilidad de algunos lectores, así como de las prerrogativas que las distintas secciones de un diario tienen para manejar con más o menos libertad la ironía o la irreverencia, algunos lectores me escribieron para manifestar su acuerdo o sus discrepancias. Me interesan los últimos, porque me hicieron recordar algo que siempre me rechinaba de la publicidad que la diaria tenía en televisión, y que decía algo así como que hay diarios que “eligen arrodillarse sólo frente a sus lectores”. El corto publicitario buscaba enfatizar que la relación entre la publicación y sus suscriptores hacía posible su existencia (a diferencia de otros medios, más dependientes del poder o de los grandes avisadores) y seguía la misma línea de los avisos que mencionan a “el dueño de la diaria” para aclarar enseguida que el dueño de la diaria no existe, porque la diaria somos todos (“los que la hacemos y los que la leemos”).

El problema con eso que llamaré “el malentendido democrático” es que pasa por alto dos cosas que me parece importante tener siempre en cuenta: la primera es que la diaria, aunque tenga una gran afinidad con sus lectores, es una publicación escrita por un grupo específico de personas que imponen, aun queriendo ser inclusivos y democráticos en sus decisiones, sus preferencias políticas y estéticas. Es notorio que en la diaria se comentan series y películas que muchos consideran intrascendentes (hay por lo menos una o dos generaciones de lectores que seguramente no estén interesados en la programación de Fox, o en las alternativas de las sagas de superhéroes, o en el indie rock, y que tal vez lamentan que no haya críticas de la temporada lírica, por ejemplo) y que se asume la perspectiva que defiende ciertas causas (el aborto, el matrimonio igualitario, el cuidado del medioambiente), y no la opuesta. la diaria es, entonces, una publicación privada hecha por un grupo de gente que comparte ciertos gustos y ciertas ideas y, en ese sentido, no es “de” sus lectores, aunque esté dirigida a ellos y hecha con los más honestos esfuerzos por contemplarlos.

La segunda cuestión es que aunque la diaria fuera “de” sus lectores, habría que ver si la premisa de arrodillarse frente a ellos puede ser seriamente sostenida, más allá de su convincente retórica. Porque una publicación que hace la voluntad de su dueño a cualquier precio (tanto sea al precio de la “verdad de los hechos” como al precio de la “Verdad” entendida como una “idea del bien”) tampoco debería ser muy confiable.

Todo esto viene a cuento porque en las últimas semanas mi llamado a reflexionar acerca de los límites entre “el derecho a la libertad de expresión y el respeto a sensibilidades múltiples” parece haber tenido eco, y muchos lectores me escribieron para dar su opinión y expresar en qué cosas su sensibilidad se siente afectada por el estilo o la línea editorial de la diaria. Y tal vez un buen balance, al año de ejercer como defensora de los lectores, exigiría que todos recordáramos que, nos guste o no, como lectores o como periodistas, la diaria no es la expresión de todos, sino la expresión de quienes la hacen y recogen, en esa tarea, algunas voces. Y que la voz de todos no se puede hacer en un medio, por plural o generoso que sea. Y que no sirve de mucho exigirle a ese medio, como si fuéramos clientes reclamando un servicio, que no nos lleve la contra nunca. Porque los lectores podrán no ser, en realidad, “el dueño de la diaria”, pero son dueños de su propia capacidad de pensar y de analizar, y esa propiedad es (y debe seguir siendo) intransferible.