Relámpago es el significado en castellano de “aratirí”, la palabra guaraní escogida como denominación jurídica por la transnacional minera del grupo Zamin Ferrous. Irrumpió en la realidad uruguaya con la velocidad de su nombre. En poco tiempo, la sociedad se enteró de que posee, como bien común, formaciones rocosas ricas en hierro, que en las actuales relaciones de precios hacen factible su explotación.

Pero en tanto nos asumíamos como portadores de ese bien, eventualmente útil y conveniente para nuestro bienestar, nos informaban con la misma celeridad que su destino era salir en enormes barcazas como roca molida para convertirse en acero y volverse útil en otras tierras. Y un grupo de paisanos se daba cuenta de que aquel pago, otrora ganadero por excelencia, se incorporaría repentinamente a la dinámica de las máquinas, los camiones y las dinamitas.

Cortando rumbo al este, con la misma velocidad, supimos que un ducto atravesaría un tercio de Uruguay para llevar aquella “molienda no agrícola” a su destino de salida por la costa rochense, dando razón de ser a un puerto de aguas profundas. Los pobladores de la costa se dieron cuenta de que esa zona también participaría en esta polvareda y que les tocaría apechugar, como con el puerto de La Paloma.

Y este relámpago, potentísimo, sentenció como un rayo que no había margen para rodeos: o estabas a favor de la minería o estabas en contra; o estabas a favor del desarrollo productivo y la creación de puestos de trabajo o estabas a favor del ambiente. El pensamiento dicotómico poco aporta en estos casos. Carlos Vaz Ferreira ya advertía en su Lógica viva que uno de los errores más comunes del pensamiento son las falsas oposiciones, las falacias habituales que plantean como contradictorio aquello que no lo es. Tiene poco sentido razonar en forma dicotómica respecto de la explotación minera si pensamos en el uso social que tienen los minerales para enorme cantidad de artefactos, herramientas e infraestructura. No es preciso optar entre ser o no un país minero. La minería existe en Uruguay desde muchísimo tiempo atrás, centrada en la explotación de áridos para la construcción y calizas (o el oro de Minas de Corrales).

Pero el dilema más empobrecedor, y poco original, es el de trabajo vs. ambiente o desarrollo vs. conservación. Es empobrecedor porque obliga a posturas esquemáticas. Nadie duda de que el hombre mantiene una relación contradictoria con la naturaleza desde hace mucho tiempo. Se ha empeñado en dominarla para mejorar sus condiciones de vida y no se trata de negar este factor de disturbio, sino de definir hasta qué punto la afección de la naturaleza no daña el entorno en que vivimos; hasta qué punto esas alteraciones para nuevos usos obedecen a necesidades de las mayorías o son disfrutados por los menos. O hasta qué punto el patrón civilizatorio hegemónico, centrado en el consumo, nos impone alteraciones sin “darnos” mayor felicidad a cambio y hasta qué punto el antropocentrismo no provoca tal ceguera de poder sobre los ecosistemas que eliminamos su riqueza y potencial aporte para diversos usos.

Otro problema que Vaz Ferreira planteaba es el de llevar una aseveración hasta el punto en que deja de ser cierta. En este caso, defender el ambiente al extremo de su ridiculización conservacionista o virginista, que plantea como problema moral el uso de bienes comunes. Pero este extremo no viene dado por quienes resisten los megaemprendimientos, sino por la caricaturización de la empresa interesada y los actores políticos que la defienden. Mientras éstos se empeñan en resaltar los beneficios económicos y en menospreciar los efectos ambientales, algunos actores sociales, ONG entre ellos, enfatizan los problemas ambientales y colaboran en realzar este dilema, que obliga a escoger entre economía y ambiente.

Todo esto es poco original. Se recurre al dilema trabajo vs. ambiente ante cada emprendimiento de envergadura y se busca dividir la opinión de la gente, en particular a los sectores organizados de la sociedad. La peor expresión de este dilema es apelar a la solidaridad con quienes no tienen trabajo y lo conseguirán a partir de una inversión. Es una modalidad perversa, que anula la posibilidad de pensar estratégicamente, de cuestionar las desigualdades en nuestra sociedad y la capacidad de crear otras alternativas socioeconómicas.

Al avalar (o rechazar) un proyecto de estas características optamos por un tipo de economía y una modalidad de relacionamiento con la naturaleza. Pero no es preciso elegir entre ambos, se puede generar una organización económica que mejore el vivir de la sociedad sin ocasionar perjuicios al entorno. Esa tarea es más difícil cuando tenemos que tomar o dejar lo que el mercado ofrece como proyecto, cuando adoptando escalas industriales que construyen, las tasas de extracción que desean, la propiedad sobre el conocimiento y la tecnología que les conviene, los tiempos que nos imponen. Es muy difícil, sobre todo, cuando no participamos en estas decisiones.

Pasado el fogonazo que nos encandiló, abrimos un ciclo de reflexión en Revienta Caballos, intentando quebrar falsos dilemas instalados en el imaginario social, que han opacado la profundización en nudos problemáticos del emprendimiento particular de Aratirí.