El grueso de la imaginería sobre el cine finlandés que subyace en la cinefilia uruguaya está casi invariablemente ligada al cine de los hermanos Kaurismäki, un curioso efecto espectatorial que guarda una forma casi equivalente con la relación entre la autopercepción que el cine uruguayo tiene de sí mismo y el sello de la productora Control Z (que no pocas veces ha sido asociado a la obra de Aki y Mika). Las pocas películas del país nórdico que suelen llegar a nuestras salas son vistas por ese angosto periscopio, en la medida en que el humor, o cierta sensación de tristeza pálida y agridulce, se parece o no a los que se ven en películas como El hombre sin pasado (2002), Luces al atardecer (2006) o Helsinki-Nápoles (1987). Pero el cine finlandés no puede reducirse a los estilemas del puñado de directores conocido en el exterior. El nuevo ciclo de cine documental finlandés que se inicia hoy en las salas de Cinemateca es una oportunidad para ampliar el espectro, centrándose en obras que de otra forma -a no ser por las bondades de las descargas ilegales- no podrían llegar a nuestro territorio. Marcando una primera nota al pie, la clasificación de “cine documental” debería tomarse, en el caso de este ciclo, con cierta laxitud. De las cinco obras a exhibirse, por lo menos dos (La teoría de Korso -Antti Heikki Pesonen, 2012- y Una semana tranquila -Jussi Hiltunen, 2012-) son franca y directamente cortos de ficción (no sólo por la historia, sino en la particular forma en que son filmados), mientras que la brillante La sombra del iceberg (Anti Sepännen, 2009) trasciende la mera categoría de documental para tomar ciertos elementos propios del videoarte.

Lo que quedó

Las únicas dos obras que cumplen con todas las convenciones del cine documental son La carga de mi corazón (Iris Olsson, Yves Niyongabon, 2011) y Una clase especial (Iiris Härmä, 2010). La primera abandona la temática típicamente finesa y se traslada a Ruanda para cubrir los efectos del terrible genocidio del pueblo tutsi a mano de los hutus radicales, hecho relativamente reciente (pasó hace apenas 19 años) que cobró 800.000 vidas en tan sólo 100 días.

La película, más que tratar de construir los orígenes y el desarrollo de la masacre (una historia interesantísima, en la que las claves del conflicto parecen, en primera instancia, un tema exclusivamente étnico, pero que en realidad guarda un estrecho vínculo con las particularidades geográficas y las diferentes relaciones de producción entre los dos grupos -hasta las diferencias físicas de los dos bandos se originan, más que en la distinta ascendencia, en sus diferentes hábitos alimenticios-), aborda la imborrable huella que dejó ésta, sostenida por algunos terribles testimonios de los sobrevivientes del proceso de limpieza étnica.

Si en La carga de mi corazón el poder de la película se sostiene en el valor testimonial, la gran proeza de Una clase especial es la forma en que está filmada.

Centrada en la labor de una maestra de una escuela para niños con dificultades de aprendizaje (al menos acorde a lo que se puede ver en el film, el espectro de alumnos va desde niños con características más bien autistas, a otros con problemas un poco más circundantes a lo meramente intelectual), la obra de Iris Härmä no sólo retrata los estoicos esfuerzos de la maestra para captar la atención de los niños (un laburo impresionante, que vale por todas las pruebas Pisa de dicho país con las que solemos masoquísticamente comparar nuestro rendimiento educativo), sino que logra por momentos reproducir mediante su lente el mundo interno de los niños que asisten al centro.

Es en la forma, más que en lo retratado, donde la película concentra sus mayores logros, a veces logrando hacer ver las cosas -las flores, el cielo, el agua, distintos objetos- como si fuera desde los mismos ojos de un autista, logrando excelentes instantáneas (similares a las fotografías de Timothy Archibald de su hijo autista, que en los últimos meses causaron furor). Una clase especial y La carga de mi corazón son dos obras incomparables entre sí, por lo que cualquier intento de realizar nexos entre ellas sería una labor meramente sofística, sin ningún valor más allá de poder incluirlas en el mismo relato.

Amargura y redención

Diferente es el caso de los dos cortos de ficción que nos ofrece el ciclo. Una semana tranquila y La teoría de Korso están construidas sobre dos tragedias, gatillando a partir de ellas efectos y sentimientos prácticamente opuestos en su contenido, pero similares en su forma.

 La primera es una historia sobre los vericuetos de la culpa que cae sobre tres testigos de un inesperado asesinato en la puerta de un boliche (el patovica y el novio y la hermana de la muerta). La muerte abre diferentes reproches de cada uno de los implicados: ¿qué hubiera pasado si el novio no la hubiera llevado al boliche?, ¿qué hubiera pasado si el encargado de seguridad no hubiese trancado la puerta del lugar?, ¿qué hubiera pasado si la hermana no se hubiera demorado en ir a buscarlos?

La teoría de Korso también está enarbolada alrededor de una muerte absurda e inesperada, siguiendo la amarga vida de Elli, una chica de pocas pulgas que alterna su trabajo en un depósito con irregulares actividades de robo. Su vida se entrecruza con la de un joven que se enamora perdidamente de ella, aun después de que Elli entre a su casa a robar y -sin querer- le dé un ladrillazo en la cabeza, dejándolo en el hospital. Es en la particular asimetría entre la amarga Elli y el joven que intenta conquistarla donde se encuentra el mayor encanto de un film que si bien tiene algunas de las características típicas del humor a la escandinava, se pasa unas tonalidades de negro, pareciéndose, más que al cine de los Kaurismäki, a un cortometraje de Todd Solondz. Específicamente, el comienzo de La teoría de Korso, con una declaración que de tan depresiva es hilarante de parte de un profesor de matemática completamente entregado, recuerda mucho a Happiness, en esa forma de salpicar pequeñas miserias e ir acumulando por repetición. Al igual que en Una semana tranquila, La teoría de Korso termina de forma abrupta, con una conversación, prefiriendo optar por el formato cortometraje cuando sin muchos problemas podría haberse hecho, con la misma historia, un largo. Sin embargo, mientras que la brusquedad en la primera película abre campo para una comprensión y una especie de consuelo, en la segunda es como una última palada de tierra a un film oscuro, ácido y desalmado sobre las posibilidades de entendimiento entre los humanos.

Los agujeros de la sábana

Para el final dejamos La sombra del iceberg, a opinión de quien escribe, una de las mejores películas que haya exhibido Cinemateca en los últimos años. El director visitó Uruguay en un especial sobre cine armado a base de found footage que realizó Cinemateca unos años atrás, y su película fue una de las más destacadas de dicha selección.

 La sombra del iceberg es el obsesivo rastreo de Anti Sepännen sobre los pasos de Oiva, un marino al que nunca llegó a conocer salvo por unas cajas con un montón de cintas súper 8 que compró en un mercado de pulgas. Para sorpresa de Sepännen, las cintas no sólo registraban lugares como El Cairo, Norteamérica y Perito Moreno, sino que contaban con una calidad de filmación intuitiva e impecable, a partir de la cual se lanzó a su búsqueda, rastreando familiares a partir de sus cartas, un largo camino que lo llevó a consultar el mismísimo material de archivo del Ejército finés.

Más allá de la metahistoria de la búsqueda del material, hay algo particular e imposible de narrar en la forma en que Sepännen edita y reformula el material de Oiva. La particularidad de alguien que se lanzó al mundo para registrarlo, pero a la vez nunca aparece en cámara, casi como si se cumpliese al mismo tiempo el deseo de marcar su existencia y desvanecerse en la misma materialidad del mundo. Casi en una clave a lo Chris Marker, más que la historia de Oiva, La sombra del iceberg es la historia del mundo, catalizada por la mirada de un fantasma impasible que sólo sabe registrarlo todo.

Ver La sombra del iceberg es, más que presenciar la corporización de un fantasma, percibir el mundo a través de los dos agujeros de la sábana.

Con todo esto dicho, sobran los motivos para embarcarse en un ciclo tan interesante como movilizador.