La historia es más o menos siempre la misma. Erase una vez un pueblo, una localidad, una ciudad o incluso un barrio, en el que todos sus habitantes eran más o menos prósperos y felices, pero hoy ya no lo son. Las explicaciones de esos años dorados parecen ser siempre distintas: Fray Bentos y el frigorífico Anglo; Juan Lacaze y la textil Campomar (con su correlato en Paso Molino y La Aurora); Montes, Gregorio Aznares o el noreste de Canelones y el complejo de la remolacha azucarera Rausa; Casupá, Nico Pérez, Cerro Chato y las poblaciones sobre ruta 7 en relación al ferrocarril (con el plus de la competencia estatal por la logística del transporte mediante las rutas nacionales paralelas a la vía); el Cerro y los frigoríficos. Podría ser un largo listado. En otros casos nos encontramos con la historia por la mitad o con una nueva remake: tabacaleros de Artigas y Monte Paz amenazados permanentemente con la “fuga” de la empresa por la presión del gobierno hacia la producción tabacalera; Fray Bentos con Botnia (hoy UPM); o Bella Unión y su resurgimiento pos Calnu por medio de ALUR, esto es, el Estado asumiendo el rol empresarial que los privados abandonaron. Historias conocidas, a veces un tanto lejanas, otras veces bien metidas en nuestras historias de vida.

Pero al hilar fino, lo que parece tan distinto termina siendo siempre lo mismo. Una empresa se instala en un lugar del país y se transforma en el motor de esa prosperidad, hasta que se retira.

Problemas de competencia (Rausa); baja rentabilidad (Campomar); precios internacionales y tipo de cambio (las nuevas “amenazas” para los sectores exportadores); presión sindical desmedida (la versión de Luis Soloducho para explicar el cierre de Dancotex), o presión impositiva “insostenible” en el caso de Monte Paz. Las explicaciones cambian pero la causa siempre es una sola: al capitalista solo le interesa la acumulación de capital a partir de la ganancia, y sin ganancia no hay negocio. Y no hay efectos sociales que sostengan una empresa sin ganancia.

Lo que viene después es conocido: pueblos fantasmas, migraciones masivas buscando mejores oportunidades en otros lugares, gente sobreviviendo a partir de actividades que les permiten mantenerse en “línea de flotación” y añorando los tiempos en que vivían holgadamente; barrios de identidad obrera, que de obrero les va quedando eso, la identidad y las historias. Y desesperanza.

Quedan también los restos de infraestructura como testigos de estas historias. Fábricas abandonadas, maquinaria en desuso que acumula capas de óxido y tierra, locales en alquiler o venta en los alrededores, casas vacías, rieles sin durmientes, tierras erosionadas. Taperas que servirán de escenario para que algún viejo poblador cuente, a quién quiera escuchar, historias llenas de nostalgia y tiempos gloriosos. En algunos casos estas infraestructuras pasan a ser propiedad del Estado y son utilizadas con nuevos propósitos: viviendas (fábrica La Aurora en Paso Molino o Alpargatas en Aguada, por ejemplo), reservas de fauna (entre Pan de Azúcar y Piriápolis), o el paradigma de la ironía: el museo de la Revolución Industrial en el ex frigorífico Anglo de Fray Bentos.

Plantearse las discusiones actuales como la de la instalación de un emprendimiento de megaminería en cualquier zona del país (así como la de cualquier megaemprendimiento), sin recurrir a este tipo de memorias es, por lo pronto, audaz. ¿Podemos desconocer los elementos que tenemos después de más de 100 años de experiencias en las que las condiciones de vida de un colectivo de compatriotas (grande o pequeño, no importa) quedan en manos de un empresario o grupo de empresarios? ¿Podemos desconocer las condiciones ecológicas, sociales, y económicas en las que quedan los lugares vinculados a esos emprendimientos cuando éstos se retiran?

Algunos estamos convencidos de que estos problemas son inherentes a las lógicas del capitalismo, y que sólo nuevas formas de relacionamiento con la vida y la producción para sostenerla podrán evitar “el pan para hoy y el hambre para mañana” de muchos bajo la dependencia de la ganancia permanente de unos pocos. A aquellos que siguen convencidos de que el capitalismo es el único sistema social posible (por convencimiento o derrotismo) cabe preguntarles qué piensan hacer con los efectos que este tipo de emprendimientos generarán en breve. Serán 12 a 18 años de gloria de acuerdo a las proyecciones de explotación existentes. ¿Y luego? Quizá, si eso fuera rentable, ya haya alguna propuesta de museo de la minería en Valentines guardada en algún cajón de escritorio montevideano, o incluso, por qué no, de alguna transnacional del rubro. De lo contrario, seguramente quede un megacomplejo de lagos, si tenemos en cuenta el ejemplo de lo que han dejado otras empresas mineras a lo largo del país.