Deporte y política: difícil relación, incluso negada relación (se recordará la declaración de João Havelange en la película Mundialito). Con todo, el debate es necesario.

Los partidos políticos han sido la base de los estados-nación, pero, aunque probablemente imprescindibles para la democracia moderna, la política no se reduce a ellos. La renuncia contemporánea a la política es estructural, no es de las personas; por lo tanto, no es lo mismo que una persona renuncie a un partido que que una sociedad renuncie, en importante grado, a la política. Incluso las personas políticamente comprometidas se enfrentan a las más flagrantes contradicciones. Y no es fácil, claro. No son pocas las ocasiones en que se renuncia al partido o en las que se renuncia a las ideas.

Las repercusiones sobre las temáticas referidas al deporte o la educación física no deben ser leídas sino a la luz de sus efectos políticos, mas no reducidos a la política partidaria. Sin desconocer los avances realizados, debe comprenderse que la cuestión del deporte es especialmente contradictoria para una izquierda que ha logrado avances importantes e históricos en cuanto a propuestas comunitarias o sociales, pero que todavía se muestra impermeable a la discusión sobre el “deporte de alto rendimiento”, discusión que se evade sistemáticamente o se coloca en el plano personal y emocional. Incluso cuando la mirada se ha puesto en el deporte o la educación física en sus niveles más básicos, la constante habitual es la preocupación a nivel de la práctica y el “acceso”, y no la problematización crítica sobre sus efectos políticos, culturales y sociales.

Permítasenos una hipótesis: no se puede pensar la política como se piensa el deporte (ya tenemos la “deportivización de la política” en Uruguay, especialmente evidente en la última campaña por elecciones nacionales, y actualizada sistemáticamente, por ejemplo, con las recientes pretensiones de “control antidóping” a senadores y diputados), porque cuando se trata de política no es una cuestión de quién va a ocupar el podio, sino de la marca indeleble por la cual una sociedad se hace cargo de su historia o no. Por eso no es una cuestión de personas o del (necesario) activismo político; se trata de cómo una sociedad resuelve su vida política.

En ese marco es que suponemos que “cuanto más organismo, menos política”, porque, y a pesar de la psicología del deporte, el podio es para los más fuertes (por eso las categorías morales quedan suspendidas para el deporte, porque de la medalla de oro no se pueden deducir los valores de una persona). No hay política en la medalla, sólo constatación del resultado de una competencia y, por lo tanto, reducción a la categoría de objeto, o de dato. Sólo puede ser evaluado de ese modo aquel del cual se han desprendido sus categorías subjetivas, y ahí ni la política ni las ideas tienen lugar.

La sociedad moderna ha rendido tributo a ese tipo de evaluación, porque de él se desprende la posibilidad de comparar. Y donde hay comparación, hay clasificación. Ello sólo resulta si el punto de partida consiste en suponer la condición de igualdad entre los competidores.

La dinámica del contrato entra en escena, pues se trata de un acuerdo por una lucha organizada. En el enfrentamiento vencerá “el mejor”, y las condiciones de igualdad aparentan funcionar como justificativo de justicia. Si un Estado democrático se organiza en torno a los parámetros del deporte, sustituye la ley por el contrato, y la asimetría de los implicados por la aparente igualdad. Y un Estado regido por la lógica del contrato es un Estado que se rige por los resultados de una evaluación en la cual la posibilidad de comparar elimina las singularidades y la palabra es sustituida por la estandarización de resultados (y esa condición de resultados calculados está más cerca del gerenciamiento que del carácter científico).

Desde que los más fuertes se aseguran un lugar en la historia, sabemos que el mecanismo con el cual se opera es el de la violencia. Lo que la historia nos mostró frente al culto al cuerpo no han sido resultados individuales (aunque sus méritos no deben ser reducidos al olvido). Se trata de programas en los cuales la negación a la palabra es la condición, y la biología el parámetro de convivencia. Las guerras, los fascismos y las dictaduras no son más que ejemplos. Nos enfrentamos con la exigencia de tecnificación como extensión del cuerpo en potencia. Y así, las cartas han sido jugadas a favor de la potencia del organismo, en detrimento de la potencia del pensamiento. Una sociedad que encuentra sus metáforas en un podio corre el riesgo de pensarse a sí misma con el único parámetro de la competencia (no por acaso algunas empresas toman como modelo organizativo y de gestión al deporte, algo tanto más evidente cuanto más neoliberales nos volvemos). ¿Vivir mejor es ser físicamente más fuertes? Tal vez deberíamos revisar algo de lo que nos enseñó el enfrentamiento entre Esparta y Atenas en la guerra del Peloponeso.