-¿Cómo fue eso de que mientras trabajabas en una zapatería decidiste dirigir Shakespeare en un país que no conocías ni hablabas el idioma?

-Sí, está bien, esas cosas se vinculan. Yo terminaba de hacer un máster en teatro en una escuela de Londres [Royal Academy of Dramatic Art del King’s College] y estaba pensando qué quería hacer -tenía 22 ó 23 años-. 
Dirigí un par de cosas en Londres, aunque como todos saben, es muy difícil encontrar oportunidades para hacerlo. Por casualidad me llamaron del Instituto Anglo y me ofrecieron dirigir [La tempestad, de Shakespeare, y El camarero tonto, de Pinter]; lo vi como una gran oportunidad. Como las obras eran en inglés, el idioma no fue un impedimento.

-¿Qué analogías encontraste entre la escena londinense y la montevideana?

-No puedo opinar mucho porque en esos momentos casi desconocía el medio uruguayo, cuando vine conocí a algunos, como Ana Pañella y Héctor Manuel Vidal (el tema del idioma me lo impedía bastante). La gran diferencia es que en Londres hay más posibilidades que en Montevideo, pero también cuando hay más posibilidades, hay más luchas; la ambición termina siendo una de las cosas más importantes. No sé si yo tenía el grado de ambición necesaria, si bien siempre estuve haciendo cosas. Londres es una de las ciudades más ricas del mundo, por lo que en la creación se mezclan muchas cosas, como el dinero. Si bien hay muchísimas cosas para ver, creo que falta el amor por el teatro.

-Has dicho que los actores uruguayos tienen poco tiempo para ensayar, además de que se basan mucho en la emoción, lo que a veces puede jugar en contra...

-Sí, es verdad. Yo nunca he trabajado aquí con [Federico García] Lorca, por ejemplo, tal vez para él funcionan perfectamente, y tal vez también para autores hispanos. Las obras inglesas que había hecho acá como [Harold] Pinter, [Simon] Stephens, Jon Fosse, funcionan por debajo de la superficie, y ése es un problema para los actores uruguayos que quieren mostrar todo. No lo digo de mala onda, sólo que es un estilo muy generoso que incluye mucho coraje, aunque a veces si se tiene demasiada emoción, la balanza de la obra no funciona y se vuelve algo muy pesado, aunque siempre es más fácil frenar a un actor que entusiasmarlo. La obra de Pinter [Traición, 2011], por ejemplo, tiene mucha emoción, parece casi una telenovela, y los actores lo entendieron desde el principio.

-Alguno de ellos dijo que además de dirigir, enseñabas...

-Pero eso es parte de todos los directores. Aquí tienen algo que me molesta un poco y es la cultura del maestro. Si el actor no tiene ganas de descubrir y aprender, no se llega a nada. Es una forma de evitar la responsabilidad propia. Los actores de cine no son así, por ejemplo. Incluso los directores no tienen tanta experiencia de trabajar con actores.

-Ahora no sólo llevás dirigidas ocho piezas en Uruguay, sino que además te han invitado a dirigir talleres, como fue el caso de la Escuela de Cine del Uruguay (ECU) este año, donde tuviste a cargo el curso de dirección de autores.

-Fue algo muy difícil, me costó más dar clases en la ECU que dirigir una obra, tal vez por eso mismo no me gusta ser “maestro”. Pero también fue muy interesante porque había mucho miedo hacia el actor por parte de los directores, sobre todo por cómo enfrentarse a ellos y dirigirlos. Mi mayor trabajo fue transferir la responsabilidad. Vos tenés que saber lo que querés, es un proceso, si querés lograr algo, tenés que tener muy claro lo que querés hacer, descubrir la propia forma de trabajo. Fue muy linda la experiencia, traté de llevar actores para que trabajen, además de que intenté conducirlos por el proceso del casting, la selección y el rodaje. El proceso de ser un director es largo, y se puede empezar mal y evolucionar con los años. Lo que hay que hacer es superar los miedos y descubrir el propio proceso.

-En Pelea de osos hay una mentirosa compulsiva que se enfrenta a dos psicólogos; en Traición, una pareja clandestina se reencuentra; y en Molly, una ciega se enfrenta a un nuevo mundo que se abre o se cierra. Pareciera que uno de tus temas recurrentes es la mentira o lo subjetivo de la realidad, los puntos de vista...

-Sí, eso está en mucho del arte, vivimos en la superficie y hay cosas que están pasando debajo, y sabemos que tenemos que buscar un equilibrio. El arte es uno de los mejores lugares para explorar la apariencia, lo que hay debajo, y el juego para lograr esa apariencia. La vida es así. Incluso hay algo un poco raro, que es una de las cosas que mejor puedo hacer como director: la idea de la verdad está ahí, como algo platónico, y se producen distintas búsquedas; cuando los actores hacen algo que es falso se les nota. ¿Por qué? No lo sé. El no creerle al actor tiene que ver con la dirección, con llevar al actor a un lugar que tiene más verdad que otro. Esto es algo que me parece fascinante, yo no sé cómo se soluciona ni cuál es el fin de todo esto. Lo interesante para mí es cuando estoy trabajando con un actor y le digo: “No te creo”, “¿cuál es el obstáculo que no te deja llegar a algo más real?”. Tal vez esto también tenga que ver con todo el arte, desde un actor hasta un escritor.

-Le propusiste al teatro Circular hacer una obra sobre inmigrantes (Ellos), en la que los actores salieron a la calle, a los locutorios y a la Casa del Inmigrante para encontrarlos. Vos sos un inmigrante que ve otras cosas que nosotros no vemos.

-El proceso fue muy lindo, aunque muy riesgoso, no sabía lo que iba a pasar. Yo vengo de Londres, un lugar donde la inmigración es algo usual, de Egipto, de Sudán, de Argentina y de muchos lugares. Siempre me ha llamado la atención que en Montevideo la población no esté mezclada, aunque también haya gente de otros lados, se pueden ver coreanos, peruanos y africanos, pero no son parte de la sociedad, casi como que no existen. Tal vez vi más de eso porque yo también soy extranjero. Para esto necesitaba que los actores vivieran el mismo proceso que viviría el público. Cuando se lo transmití a los actores, me respondieron que no había muchos inmigrantes, que todos eran descendientes de europeos. Era interesante saber dónde y cómo estaban los “otros”. Lo bueno de esto es que les dije que debían pasar de actores a periodistas; el rol era salir, hablar e investigar, porque si vos hacés eso, lo podés llevar al público. Era un doble juego que se prestaron a hacer, y me alegra mucho cómo reaccionó el público frente a esto. A pesar de que no es una obra muy redonda, sino llena de momentos, y que además se aleja de la manera típica de hacer teatro, el público salió del teatro pensando que desconocía todas estas historias que existían en la ciudad, lo mismo que pasó con los actores. Para mí fue muy distinto y me gustaría hacer algo más como esto. Sobre todo porque me resulta fascinante cuando el teatro se cruza con la sociedad, más que nada en una ciudad como Montevideo, donde hay mucha cultura teatral, aunque el teatro siempre quede como arrinconado. Es importante ver cómo el teatro puede dejar de hablar de temas típicos y pensar cómo puede entrar en la política y a cuál. Este proceso fue muy educativo para mí.

-Es un repensar la identidad uruguaya del “somos hijos de”...

-Yo no me metí en lo que implica ser uruguayo, más que nada quería plantear preguntas para que el público responda. Claro que es muy interesante para mí el dónde está Montevideo en Uruguay y en el mundo. Cómo es que existe esta cultura teatral tan rica, pero que está tan desconectada de lo demás. Es una paradoja.

-El balance de la obra es que somos un tanto racistas, ya que integramos a los europeos pero a los demás no.

-Incluso es interesante la expresión que usaste, “un tanto racistas”. ¿Qué quiere decir eso? Creo que más que nada el racismo -algo contra lo que luchamos mucho en Inglaterra- está vinculado con la ignorancia, con no dar al otro la oportunidad social por tener otra raza, otro color, y en este aspecto Montevideo sigue siendo una sociedad conservadora. Es algo que irá cambiando.

-Con El otro lado te interesó imaginar un mundo posdictadura. ¿Qué implicó para vos dirigir por primera vez a un latinoamericano, Ariel Dorfman?

-Hay algo un poco sucio con todo esto, porque Dorfman es un argentino que a los diez años se fue a vivir a Estados Unidos y a los 20 a Chile. Es un tipo que no tiene lugar y eso se vincula con la obra, está en la búsqueda constante de su lugar, pero más allá de esto, es un escritor latinoamericano. Todo tiene que ver con la política, que es compleja y difícil. Algo que me resulta atractivo es el rol de la política en el teatro de toda América Latina, y la importancia de lo que pasó en la historia. Incluso todavía están luchando para encontrar la forma de hablar sobre eso, como es el caso de Gabriel Calderón en su última obra [Ex], en la que una chica no sabe si hablar o no, o si se puede hablar sin estar deprimido. Yo entiendo todo esto, aunque sea inglés y no tenga la misma relación con la historia reciente. A veces veo que esto distrae de ciertos temas actuales, que están pasando en este momento, y es algo que me preocupa, porque de este modo la dictadura sigue ganando. No digo que no sea importante, sólo que a mí me preocupa que la cultura no mire también lo que sucede hoy en día. Nunca quise hacer nada sobre la dictadura, y creo que esto sería meterme dentro de la cultura uruguaya sin ningún tipo de derecho, sobre todo al opinar de una vida que ustedes vivieron. La obra de Dorfman es interesante porque él es alguien que está tratando de encontrar ese espacio, ya que la obra para mí no habla de la dictadura, sino de cómo se pensó en ese momento. Yo lo veo más vinculado a la influencia yanqui en el mundo, el caso de Siria o cualquier momento. Pero al mismo tiempo, hay que decir que lo que pasó también tiene su pertenencia hoy, y creo que Dorfman trata de descubrir un idioma en el que pueda hablar de lo que sucede hoy en día con referencias al pasado, del que tiene mucho más derecho a hablar, ya que estaba ahí en Chile en 1973. Y esto me parece interesante, cómo armar la obra y ese espacio, sin saber exactamente de lo que se está hablando. Seguramente esta obra se haya podido hacer en Chile en el 1973, pero yo lo situé a propósito en un mundo casi futurístico, incluyendo los riesgos de la democracia, que también se vincula con todo lo que ha pasado

-¿No creés que pensar en la historia reciente es atender precisamente distintas cuestiones actuales?

-Sí, sin lugar a dudas. Y al mismo tiempo hay 25 años de democracia que son mi experiencia en este país, y también veo -sin negar lo que estás diciendo- que hay una imagen de América Latina donde hay dictaduras, drogas y muertes. Ésta no es la verdad que yo he vivido en este país. Falló el comunismo y también el capitalismo, hay que encontrar otro lado, y desde ese punto de vista los movimientos políticos en América Latina son muy interesantes. En Europa y Estados Unidos no te digo que la política esté muerta, pero en Inglaterra sólo fue a votar el 45% en las últimas elecciones, y más allá de esto, hay desconfianza en las posibilidades del proceso. Por eso hay que buscar otros lugares para ver otros modelos. América Latina y sus reconstrucciones son un modelo del que los europeos podemos aprender, sobre todo en la poscrisis y en cómo funciona la cultura en la sociedad.