Un kindle a 139 dólares, por ejemplo. Luego, no sé, el último libro de cualquier escritor de moda, entre 7,99 y 29,99 dólares. Cuatro botas mullidas para perro, una por cada pata, obvio, a 54,47 dólares. Finalmente, cuatro sopas de tomate Campbell’s a 6,97 dólares. Una remera pintada en acrílico por Andy Warhol con la imagen de la misma sopa a 166,25 dólares, y, para no preocuparse por posibles manchas en caso de que en un acto de locura, el comprador se la pusiera, un grabado del mismo artista de otro tipo de sopa, digamos de pollo, a 35.000 dólares. Desde que en agosto del año pasado, Jeff Bezos, el fundador del megasitio Amazon -por lejos, el más grande y exitoso vendedor de toda internet- decidiera lanzar Amazon Fine Art, varios comentaristas, periodistas y gente conectada al mundo del arte y de las finanzas se preguntan por cuánto tiempo se extenderá -y si va a durar- la nueva hazaña lucrativa del estadounidense (memoriosos, quizá, de que hace muchos años Bezos ya había intentado vender cuadros y esculturas por medio de una alianza con Sotheby’s, fracasando ruidosamente). Ahora el fundador de Amazon se siente más fuerte, verosímilmente: acaba de comprar The Washington Post y su patrimonio se estima en alrededor de 25.000 millones de dólares, lo que lo convierte en uno de los hombres más ricos del planeta. Sin embargo, una biografía sobre él recién publicada, escrita por Brad Stone, ha sido criticada en Bookforum y otros medios como una obra puramente encomiástica de un hombre cuyo único ideal es el éxito propio y de su compañía, que pisa ferozmente todo lo que puede para destacarse (entre otros problemas legales, tuvo disputas con sindicatos, competidores, y con asociaciones judías por vender material “negacionista” del Holocausto). Recientemente se publicó en la prensa inglesa un reportaje que denuncia las paupérrimas condiciones de trabajo que rigen en algunos de sus depósitos anglosajones, a menudo instalados en zonas económicamente deprimidas, donde es fácil conseguir mano de obra barata.

En realidad, la figura de Bezos, y consecuentemente de Amazon, es bastante transparente: es la del capitalismo más salvaje, del empuje delirante hacia la más ciega compulsión a adquirir todo e inmediatamente, sin obstáculos, sin siquiera la idea misma de obstáculo (entre los proyectos en desarrollo de la empresa, está un sistema de envío con drones, vale decir, pequeños helicópteros sin piloto, capaces de hacer llegar tu litro de champú Paul Mitchell [55 dólares] o un enano de jardín con metralleta [12,86 dólares] en menos de cuatro horas).

¿Amazonización?

Jugueteando apenas con términos y conceptos, los más cínicos podrían tal vez aseverar que la sociedad actual entera está en un proceso de amazonización.

No asombra entonces que el arte con la A más o menos mayúscula entre derecho en este sistema, cuando en los mercados de arte de alto presupuesto (Uruguay se salva en este caso) todo parece estar corrompido, inmerso en la especulación más dura, sin ningún escrúpulo, como hace poco afirmó preocupado, desde las páginas de The Village Voice, Christian Viveros-Faune.

De todas formas, los resultados de Amazon Fine Art oscilan entre lo cómico y lo inquietante. Lo que hizo Amazon fue elegir cuantiosas galerías de arte, que a su vez escogieron, cada una, un denso paquete de obras para ofrecer en las páginas amazonianas, pagándole por cada venta a Bezos de 5% a 20% del precio final. Siguen los habituales números impresionantes: 150 galerías, 45.000 obras de miles de artistas, vivientes o no, en la usual mezcla caótica en la que, a piezas medianamente buenas de nombres celebradísimos -Picasso, Dalí, Tamara de Lempicka, Hirst, Emin, Ed Ruscha, entre otros- se suman autores semidesconocidos. Sin embargo, a diferencia de otros servicios de “centralización” (por ejemplo, Abebooks, que reúne cientos de librerías, Ebay o Mercado Libre) en la que la parte “explicativa” del producto está en las manos de quienes efectivamente venden la mercadería, se uniformizó la ficha -como si se tratara de vender pasta dental- omitiendo, o describiendo con gran parquedad, informaciones fundamentales a la hora de adquirir obras de alto valor, como por ejemplo, las condiciones y la procedencia (como afirma consternada, desde Forbes, Danielle Rahm, que remarca que el arte no es “un producto, es una inversión”). Vale decir que la descripción de un cuadro que cuesta medio millón de dólares no difiere mucho de la de otro que vale 50 o la del último CD de Bruce Springsteen (15,99).

Cuando esta sección comercial de Amazon (todavía en fase beta) arrancó, el óleo más caro a la venta -como informaron todos los medios- era un Norman Rockwell, que salía 4.000.850 dólares. Ahora, en cambio, es una pequeña (y mediocre) imagen realizada por Eastman Johnson de un niño rezando -para pedir que lo compren, tal vez- por tan sólo 525.000 dólares. No creo que las varias piezas millonarias que aparecían en agosto de 2013 se hayan vendido; más probable es que, luego de un tiempo de evaluación, Amazon esté entendiendo mejor qué tipo de cifras puede manejar realmente, y ajuste empíricamente su range (por rico que uno pueda ser, cliquear una compra millonaria todavía no debe ser fácil). Entre las facetas divertidas y delirantes, está la posibilidad de ver, en la misma página, el cuadro o la foto que se quiere comprar -por ahora Bezos no quiso salir de la bidimensionalidad- colgando virtualmente en un living genérico e impersonal, que parece salido de un catálogo de Ikea. En las piezas más costosas, además, a veces se ven comentarios de falsos compradores que hacen chistes más o menos logrados. Por ejemplo, un dibujo de Renoir, la obra más cara, a 800.000 dólares, fue “adquirido” por el usuario burlón JRB “para cubrir un agujero en la pared hecho por el plomero mientras reparaba la cañería”.

Aunque Amazon es una de las empresas más “globales” entre las que operan en internet -tiene sucursales en varios países europeos, además de en China, Japón, México y Australia-, su sección de fine art se mueve fundamentalmente en territorio yanqui, y para éste parece estar pensada (de hecho no se explica muy bien cómo funciona la cuestión de trasladar las obras fuera del país, y qué tipo de tasas o impedimentos conlleva): no sólo la mayoría de los artistas for sale son estadounidenses, sino que las galerías que los venden también lo son. Lo prueba el hecho de que, cuando hurgué un poco para encontrar uruguayos, no hallé rastros de los “grandes maestros” -no hay obras de Torres García, Barradas o Figari- ni de varios otros de larga trayectoria, pero sí pude ubicar tres litografías de Antonio Frasconi (entre 600 y 950 dólares), 15 aguatintas de Rimer Cardillo (entre 100 y 950 dólares) y un múltiplo de Luis Camnitzer (2.500 dólares), todos artistas que han desarrollado gran parte de sus carreras en Estados Unidos, y todos ofrecidos por la RoGallery de Nueva York, con las piezas indistintamente presentadas mediante la siguiente, idéntica, línea: “Éste es un trabajo ejemplar del artista y será una adición imponente a cualquier espacio”.

Categorías virtuales

Sobre esta nueva operación comercial, se hallan comentarios de todo tipo: subrayando el no profesionalismo de la presentación del producto; la reducción del arte a mero adorno (en este sentido, es casi grotesca la forma en que se categoriza a las obras en la página principal, bajo rubros como “pop”, “amor”, “grandes paisajes”, “New York”, “menos de 200 dólares”); la locura que implica, para cualquier persona medianamente consciente, adquirir algo sin contactar primero a la galería para obtener más datos y, en este caso, la consecuente anulación del atractivo principal del e-commerce, que es justamente poder hacer todo con sólo mover el ratón; el riesgo de que algo así de impersonal pueda borrar, de a poco, el trabajo “humano” que existe detrás de las galerías (vale decir, el de seguir, apoyar e incitar a los artistas), o al revés, que se siga perpetuando el poder de las mismas galerías, cuando quizá, si los artistas pudieran vender directamente, el cambio sería radical y favorable a las artes.

Atrás de todo ese palabrerío en muchos casos legítimo, en otros un poco masturbatorio- se entrevé la enésima contradicción en la que nos toca vivir. Por un lado, si Amazon decide que no alcanza a vender afiches de las obras más famosas y de moda, sino que es mejor vender las obras mismas -algunas a precios exorbitantes- quiere decir que el público, tanto de masa como de elite, y el mercado que lo guía, valoran todavía cierta aura que las piezas únicas o por lo menos firmadas poseen. Al mismo tiempo, la adquisición de este valor ligado a restos de la presencia física del artista se vehiculiza mediante un sistema que borra de golpe la cercanía corporal y de los sentidos a las piezas, típicas de la compra tradicional en la galería, en el taller e incluso en el remate, volviéndolos mera experiencia virtual. En el proceso, hay significados que se evaporan.

Hace más de un siglo y medio por lo menos desde Baudelaire- que los artistas, la crítica, el sistema, el público, y todos, tratamos de lidiar con el hecho de que una obra de arte, cualquiera sea, es siempre e inexorablemente un producto comercial. Ahora es más claro que nunca. Si miramos a los grandes mercados, la lectura se debe hacer al revés: una obra es siempre e inexorablemente un producto comercial, y a veces, un poco azarosamente, si todo sale bien, también puede ser arte.