Basta haber caminado esta ciudad y sentido su frío cojonudo o su brisa veraniega y de alivio por las noches, para entender una poética o una necesidad que definitivamente están peleadas con cualquier normativa: el placer de beber en las calles y pagar poco por esa mínima libertad que en los últimos años nos han expropiado. Solo o con amigos, con promitente amante, en una plaza, en el cordón de una vereda, despacito por las piedras o de cuatro buches largos y profundos como para ahogar las penas o calmar el día.

¿Quién de nosotros no tiene una historia hecha carne alrededor de una cerveza abierta a fuerza de encendedor? No reniego de los bares, faltaba más, pero el hombre también se hace a sí mismo en la calle, en una escalinata, en un tránsito divagante con sus compañeros de la noche.

Qué bobada ésa la de hasta cierta hora, las 0 en punto, que intenta dejar a los sedientos, los lujuriosos, los amigos, los solitarios y los borrachos (ése nuestro puerto) fuera del juego de sus placeres y sus decisiones, obligándolos a ir a beber y pagar en un bar. Los que no pueden, se van a sus casas o caminan decenas de cuadras en busca de esos garitos nocturnos (almacén, estación de servicio, quiosco falso) que violan la ley. Es que es clarísimo que esos cuatro muchachos que comparten ese tetra brik barato jamás podrán sentarse en un bar a tomar una cerveza con la que comprarían dos cajas más. Esos muchachos hijos de obreros o de la clase media que estudian o trabajan (o ni-ni) y que seguro están lejos de poder acodarse al mostrador.

Aunque no se trata sólo de que unos puedan y otros no, sino de ese tejido virtuoso de amistad que se conforma alrededor de una botella de vino. Dejemos por un rato las invocaciones ascépticas, los hígados putrefactos, las violencias alcohólicas, siempre el lado oscuro y el daño.

Sabemos exactamente cuándo pasó todo esto y el mes preciso en que los compradores nocturnos empezaron a odiar a los trabajadores de las estaciones porque con cara fingida de culo eran obligados a decir una y otra vez que no. Nos acostumbramos, como a todo, y aprendimos a acopiar temprano, a sacrificar una noche prometedoramente larga, a gastar (como siempre) más de lo que podemos. Yo no defiendo una especie de “sociedad de los borrachos muertos” pero sí detesto que cualquiera, y más el Estado, venga a decirme hasta qué hora puedo beber. Igual todo cumple su ciclo y ya se sabe que hecha la ley, tarde o temprano aparece el garito clandestino.

No sé qué pasará en otras zonas, pero alrededor de la que vivo tengo cuatro identificados. Como no soy detector de conductas ilegales y mucho menos espía o buchón, además de que no me conviene la infidencia, digamos que vivo en cuatro barrios a la vez. El asunto, lo que importa, es lo que sucede en esos entornos, qué habilitan. Y bueno, que la gente vaya a comprar su caliburato en paz, y se lo beba.

La verdad es que nunca vi en esos despachos nocturnos un jodido conflicto más que un hombre sediento pidiendo un descuento de 5 pesos. Es adentro de los boliches donde muchos se ponen hasta las trancas y a la salida donde las piñas se consumen como agua. Estos lugares son de paso y compra rápida, propician una felicidad momentánea para el amorío o la conversación (económicos en pesos pero quizás riquísimos en futuro), producen una cosa extraña: cierta libertad que se siente cuando uno le gana un trago a la represión, a un control subrepticio que nos ordena los días. Ahora son las 23:10 minutos de una noche cualquiera y quizás me tome una cerveza porque el cuerpo me lo pide, porque me gusta, porque sí, pero no estoy ansioso ni tengo que salir corriendo y medir si compro una o dos y acopiar por si acaso (la represión produce todo lo contrario a lo buscado) porque tengo la certeza de que el garito está abierto, que puedo elegir.

Yo y tantos otros. Sí, los borrachos noctámbulos, los jóvenes pobres (ni tanto ni mucho), los acomodados que llegan en auto, el taxista que descansa una hora (y sí, se bebe una cerveza), los amigos que quieren patear esta ciudad sin sed, el hombre que desea una más a las dos de la mañana para escuchar música o dejar caer sobre sí todo el peso del cielo.

¿Cómo contar todo lo que sucede o puede acontecer alrededor de estos lugares? Quizás sólo eligiendo cuatro fotos o mini narraciones más o menos transmisibles (y que cada uno agregue las propias) porque luego de la quinta, como con las copas, todo se vuelve más difuso:

I. Hace 20 años yo era un canarito imberbe que no conocía a nadie en esta ciudad. Fueron muchas más las copas, los tetra brik y sobre todo las discusiones en la esquina de la facultad que en sus aulas. Esas discusiones se convirtieron a veces en amantes y casi siempre en amigos que ahora son todo lo que quisieron o pudieron ser: hombres y mujeres realizados o profundamente tristes, borrachos empedernidos o yuppies sistémicos, padres, madres, artistas, empleados, intelectuales, gente en la más diversa de sus posibilidades. Lo cierto es que esa foto que juntaba monedas para tomar otra más, siempre la penúltima, compone el álbum de nuestras vidas.

II. Una noche me pasaste a buscar y se nos hizo la madrugada que acompañamos con tres o cuatro cervezas sobre una rambla casi vacía, toda nuestra. Fue nuestra primera salida y sellamos ese amor inmenso que hoy, sin carne, aún perdura. Acabábamos una cerveza, cubríamos nuestra sed con besos, íbamos a lo de Juan el almacenero y volvíamos por más cielo y confesiones mientras el río nos callaba con la certeza del encuentro.

III. Me encuentro en este presente con un desconocido en su casa para hablar de un proyecto, pero la noche y la víspera del verano nos expulsa a la calle. Somos grandes y podríamos ir a un bar, pero preferimos gastar menos y beber más para que las palabras se extiendan. Miramos 18 de Julio y la gente que pasa como un citadino mira por primera vez la imponencia del campo. Nos hacemos amigos como dos adolescentes, a las carcajadas y diciendo de este país de mierda en el que, con todo, vivimos y respiramos mientras destapamos una cerveza fría.

IV. Veo a la gente llegar y pedir con miedo, pudor o desparpajo esa caja de vino barata o que le descuenten el valor del envase de la próxima cerveza en algunas estaciones o almacenes. Pero no todo es alcohol y mucho menos borrachera. Ayer nomás, una travesti joven que venía contenta de hacer la noche (“hoy gusté”, decía) y conversaba tras la reja con una obrera de una estación de servicio, compraba todo lo que necesitaba para dormir en paz: un paquete de panchos, mayonesa, un kilo de arroz, “también unas papas fritas de las baratas y un helado de ésos como bombones y ahhh, sí, una caja chica de cigarros y una cervecita, para bajar”. Pero no bajaba su guardia sensual: piropeaba a uno de los empleados que, dormido sobre una silla incómoda, ni se enteraba de la existencia de ella ni del mundo. Y había un lumpen con tres pesos y mendigando algo y unos muchachos que se parecían a Bob Marley y el niño bien y acomodado que llega en al auto y se va y el viejo solitario y otro más punk que les decía a sus amigos que hoy tenía la jornada hecha porque había conquistado otro voto para el Frente Amplio.

Coda. Si te tomás la quinta puede ser que tu percepción se transforme un poco, que aflore una sensibilidad lejana al raciocinio civil, reglamentado, cauto, y que no llegues al domingo con tus capacidades intelectuales intactas para elegir a un gobierno -qué bobada- o un país con ciertos órdenes. Qué bobada si ya todos elegimos y esta tierra es un garito hermoso sin ninguna puerta al paraíso. Y entonces si el paraíso no existe, como bien sé, qué me cuesta un voto beodo, enclenque, sin ninguna esperanza, un voto triste por todo lo que no será pero a un centímetro más cerca (y a leguas de distancia) de lo que creo que soy, o más bien un voto que espante a esos fantasmas (esos cucos) que meten miedo. No sé, estoy en veda y beodo de discursos. Este país me emborrachó y ya no sé si echarme a reír, llorar, dormir o votar. Estoy en veda. Ahora déjenme beber en paz.