En 72 horas varios políticos uruguayos y medios de prensa desempolvaron las obras de Antonio Gramsci para referirse al Frente Amplio (FA) como una fuerza cultural y moral antes que política. Ese escenario de construcción de una hegemonía cultural explicaría, al parecer, el resultado electoral del domingo. Primero fue Washington Abdala, en el programa Esta boca es mía; luego Gustavo Penadés, entrevistado por el periodista Ricardo Scagliola en Primera vuelta; y anteayer el diario El País en su editorial y en una nota de Joaquín Secco García.

Podríamos considerar que el interés por fijar esa supuesta comunidad de ideas llamada frenteamplismo es una forma de “rebajar” lo que el partido de gobierno es: una fuerza política (que, como todas, depende de aspectos culturales al igual que los partidos Nacional y Colorado, como ya lo explicaba Aldo Solari hace 60 años). Pero no seamos malpensados: tratemos de desentrañar por qué se apela a la idea de hegemonía, y si ésta se puede instalar de forma aproblemática.

Sinteticemos: para Gramsci, el concepto de hegemonía define el liderazgo ideológico y cultural de una clase sobre la o las otras, que permitiría un cambio revolucionario en la estructura social. La hegemonía sería una etapa precedente a ese cambio, que favorecería las condiciones para la transformación. El concepto fue usado en el período de entreguerras para justificar las alianzas que promovió el marxismo por medio de la Internacional Comunista y los partidos comunistas locales: la clase hegemónica detenta el poder político para convertirse en guía de la voluntad colectiva y en una dirección intelectual o moral. Gramsci reformuló el concepto que usaban los bolcheviques porque incorporó la dimensión ideológica o cultural al estudiar las instituciones unificadoras (prensa, Iglesia Católica, sindicatos, asociaciones), donde convivían sujetos con distintos intereses. De esta forma desplazó la noción de clase para referirse a las voluntades colectivas que surgieron por la articulación de fuerzas históricas dispersas, fragmentadas pero con intereses comunes.

Es posible que para la Italia de la década de 1930 el concepto funcionara; es posible que también lo hiciera del modo en que lo estudiaron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe para otros momentos históricos. Pero pensemos: ¿es aplicable esa visión para el Uruguay de 2014, o esa recurrencia esconde una pillería política? En su columna de anteayer, el politólogo Gabriel Delacoste lo puso en su justo término al referirse a ciertos sectores económicos que han demostrado una capacidad de producción ideológica notoriamente más fuerte que cualquier discurso producido por los sectores frenteamplistas. Ya lo decía Gramsci: “Si la hegemonía es ético-política, no puede dejar de ser también económica, no puede no tener su fundamento en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo decisivo de la actividad económica”.

Si la hegemonía es dirección política, intelectual y moral capaz de regir nuestras vidas, ¿ha construido la izquierda frenteamplista un discurso tan elaborado? ¿Es tan claro el marco de alianzas hegemónico del frenteamplismo porque incluye a Alberto Scavarelli y Juan Salgado? ¿Los medios de comunicación han sido cuestionados en los últimos diez años? Si es así, ¿dónde está el discurso hegemónico? ¿Quien esto firma es incapaz de leer entre líneas el discurso hegemónico que se esconde en los editoriales de El País?

Tampoco parece haber en una parte de la dirección del FA un interés denodado en trascender los esquemas capitalistas o romper las ataduras con el capital transnacional. Eso no quita, claro está, que ciertos sectores que integran la fuerza de gobierno consideren esta etapa histórica como un momento de transición. Es más, algunos exponentes de esa visión llegarán en febrero al Parlamento o se mantuvieron en él. ¿Será que a ellos se refieren quienes hablan de hegemonía? Permítanme dudar. Tal vez malinterpretemos, pero tiendo a pensar que simplemente están reduciendo el análisis al malestar que han generado algunas disposiciones y leyes de los últimos dos gobiernos.

Nos dice Gramsci que la construcción hegemónica anida en la sociedad civil, entendida como el espacio de articulación social, y precede a la conquista del poder político. Tal vez quienes están insistiendo en el uso del término avizoran una suerte de toma del poder por parte del frenteamplismo, que hasta donde sé no parece inminente. Quizá más que una constatación sobre la producción hegemónica estén expresando un temor, el mismo que destilan ante cada movilización de los trabajadores sindicalizados o de las organizaciones sociales, ante propuestas que tienden a intervenir en el mercado económico o supuestos “giros a la izquierda”.

Sería bueno que los difusores de esta nueva visión de la política (o de la cultura) asumieran los errores y debilidades de los candidatos que han promovido y defendido, recuperaran la dimensión política de la discusión y dejaran de denostar a los votantes como víctimas de una supuesta hegemonía. Una política democrática no implica la eliminación de las tensiones sociales (o de clase... disculpen el vocabulario), sino la socialización de la política y la construcción de distintas formas de poder compatibles con los valores democráticos.