Son dos dimensiones. Yo lo sé, nadie me lo contó. He convivido con ello. Por un lado, está el deportista, que antes de eso fue jugador y antes, un niño encandilado primero por la pasión lúdica de aquel juego, competencia iniciática e inolvidable punto de partida de nuestro concubinato con la gloria más chiquita que se pueda concebir: la de pugnar por la victoria, se consiga o no, dando todo de sí.

Los niños no se ríen cuando juegan. Juegan, y juegan en serio. No están ensayando, no están probando. Están jugando a ser, pero siendo.

Conforme pasan los años y aquellos escolares pasan a ser liceales, siguen jugando, ahora de manera más organizada y con un rigor y una sistematicidad en su aprestamiento con los que si bien encierran la idea de que se están preparando para ser, siguen siendo y siguen jugando.

Cuando un joven se alista en un club para someterse a una disciplina mínima de preparación y entrenamiento, no piensa o sueña más chiquito que si ya fuera un deportista adulto y con experiencia. Quiere lo mismo que cuando era chiquito y quiere lo mismo que cuando sea grande: jugar, competir y tratar de alcanzar la gloria.

Cuando la vida acelera ese proceso de preparación o maduración para cuando el juego se monta con el sobreimpreso de trabajo, esos muchachos que debieron apurar el paso no les están dando una mano a los mayores, sino que están siendo, jugando y asumiendo el rol al que aquella pasión lúdica los llevó; en este caso, a picar una pelota, a mirar el aro, a apoyarse en los cuatro compañeros que están sobre el rectángulo con la misma camiseta que ellos, que en este caso era gris.

Tabaré llegó al final del campeonato Metropolitano de básquetbol descompensado por la pérdida, por razones administrativas, de algunas de sus fichas. Por eso, debió echar mano de sus jugadores de formativas, ésos a los que comunicadores a los que el vampiro del utilitarismo les chupó hasta la más mínima gota de ilusión por la gloria, de sueños de superación, de sudoración segregada por esfuerzo, perseverancia y creencia en las aptitudes y actitudes que se pueden desarrollar en una cancha sentenciaron desde sus oráculos de bocabiertas que el ascenso ya estaba casi definido y que, por lo tanto, las opciones de éxito -que no de gloria, un concepto al parecer bastante esquivo en sus fallidas tesis- radicarían en perder lo más decorosamente posible con el rival Unión Atlética, que contaba con su plantel completo, dos extranjeros y jugadores de experiencia y temple.

La falta de respeto por uno de los principios ineludibles en las competencias deportivas colectivas los lleva a vaticinar triunfos de acuerdo con la nómina de los jugadores o los números que arrojan una planilla o una tabla de posiciones. Digamos que hasta ahí se banca, pero cuando la mofa y el menosprecio trasciendan la pobreza de un primario y rústico silogismo para transformarse en burla, resulta una experiencia por lo menos hiriente para quien edificó sus sueños tras una pelota, creyendo que en una cancha todo es posible.

Tabaré, con sus jóvenes, los que aún tienen que pagar su cuota de socio para poder jugar, escapó del set de la realidad, en donde están prohibidos o descartados los sueños.

Jugaron a ser mejores y lo fueron.