Iba a recorrer toda 18 de Julio a partir de la medianoche (sí, ya sé, tampoco es la Odisea) pero la conjunción del viento y la lluvia montevideana, que es esquizofrénica (moja desde todas las direcciones) me obligan a guarecerme en un habitáculo techado y desde ahí mirar a otros.

Cuando la tormenta en la ciudad se desboca, vemos con nitidez los modos de los desguarecidos. Allí viene el obrero con el bolsito a cuestas que ya asumió el empapamiento después de su jornada laboral; en la vereda de enfrente, tres adolescentes le espetan carcajadas al viento furioso; un taxi no le para a una señora desesperada.

No puedo quedarme toda la noche allí porque en Montevideo tampoco es cierto que siempre que llovió, paró. Esta noche no veo a esa cantidad de inmigrantes que en el balcón de una casa-pensión de altos, en 18 y Pablo de María, ponen parlantes con música caribeña. Esta noche hay que ingeniárselas para decir algo cierto de las noches de 18.

Un bar, otra vez, puedo ofrecer alguna verdad. Y Las Palmas, más de una. Ese bar sobre 18 y Gaboto que está abierto las 24 horas y que ya adquirió carácter antológico. Al menos tiene una especie de terraza (¿deck, decimos ahora?) desde donde construir un mundo en base a sus pequeños movimientos. Es así, si agudizamos la mirada el mundo cabe en una esquina.

Me quito la campera mojada, dejo el paraguas inútil colgado de una silla, prendo un cigarrillo, me pido un whisky y me siento en paz. Veo a un muchacho enfrente que encarna una lucha despiadada con su paraguas. Con ese decir gutural de los sordomudos y bajo una copiosa lluvia, se me acerca y me pide un cigarrillo. No me asombra del todo porque sé del placer de fumar mientras llueve, con o sin habla. El muchacho se pierde pero al segundo pasa ante mis ojos el paraguas, que cobró vida y volando llega y se detiene en medio de la calle. Me acuerdo de la bolsita metafórica en la película Magnolia y también de una puta gordísima, como una mujer de las historietas Berp (en calzas fluorescentes, con la boca pintada y hundida por la falta de dientes) que trilló o trilla la Plaza de los Bomberos de día y de noche, estoica en su fealdad o en su miseria, destinataria de vaya a saber qué fuegos. Ese trille y el de otros, los homosexuales de ayer y de hoy que encontraron o encuentran en plena avenida el conducto para salir de la opresión o entrar en el goce. Muchachitos de barrio o canarios recién llegados, señores en autos caros, homosexuales integrados y chongos, siempre los chongos. No sé cuánto de liberación habrá traído todo el movimiento de la diversidad sexual, pero años de trille por 18 de Julio (profesional, claro) me hablan de algo nuevo. Nunca había visto en la Plaza Cagancha, hasta hace unos meses, algo así como un “comité de chongos”: eran alrededor de diez y estaban trabajando en manada. No se puede hacer una fenotipia social que además sea prejuiciosa, pero permítanme los lectores más políticamente correctos al menos una hipótesis (también me sostengo en cierta fenomenología): esos chongos vienen del litoral, de la periferia, de pueblos aledaños a Montevideo y, seguro, de los cuarteles. Y entre ellos los hay de todo; los trabajadores amables, los ladrones, los violentos. Quizás cuando adquieran el estatus de las putas (quiero decir: se sindicalicen o se asuman, qué sé yo) ya no habrá que temerles, y los hombres también ejercerán sin golpes el oficio más viejo del mundo.

Otra violencia pero magnífica, el viento, me sitúa otra vez en el bar y me atemoriza, pero de distinta manera: cuando la naturaleza hace tambalear los semáforos, uno no hace más que agradecer el segundo whisky, el tercer cigarrillo, esta paz provocada por el delirio del cielo que inmediatamente es alterada (así es la esquizofrenia del viento, y del espíritu) por un hombre flaco y vestido a lo Bob Marley que, no puede ser, sostiene entre sus manos al paraguas volador. Me pide permiso para guarecerse en mi terraza y le explico que no es mía, y después le pide (por no decir mendiga) a un mozo si puede darle un resto de comida por los 20 pesos que tiene. El mozo entra al bar y sale con las manos vacías y ahora el hombre cruza la calle y golpea las puertas del Mc Donalds repitiendo el pedido. No, Bob, en este mundo no hay lugar para tu hambre, y mucho menos en las puertas de uno de los máximos símbolos del engullimiento.

Dentro del bar otros hombres comen los platos sustanciosos que siempre sirven en Las Palmas, y algunos empleados juegan a las cartas. No todo es pobreza y miseria en la calle y en esta noche lluviosa, pero la evidencia sigue su curso: si tenemos que desconfiar de las encuestadoras, por qué no hacerlo también de las cifras oficiales de este Uruguay próspero. Yo no estoy digitando ningún número ni moldeando mi percepción, sólo cuento lo que veo: dos hombres integrados, un lumpen; dos hombres diletando sobre las virtudes del whisky, un muchacho de la calle, un desclasado, llamale como quieras, que me pide un cigarrillo y lleva una bolsa de Macro Mercado en la cabeza. Esta esquina como figura del mundo nos muestra un pueblo de fantasmas. Ahí viene uno más, que pide otro cigarrillo, con sofisticada improvisación para protegerse del agua: de pies a cabeza está envuelto en bolsas de nailon negras, de esas de la basura, que, adheridas a su cuerpo, parecen la indumentaria cool o futurista creada por los diseñadores contemporáneos de los países ricos para los homeless o los clochards, si no fuera que para nosotros siguen siendo los pordioseros.

Dejo pasar esa realidad fantasmal o me distrae otro hombre que por la vereda de enfrente, con la tormenta y la lluvia un poco amainada, asumió la situación, se sacó la camisa y exhibe (eso es pura exhibición) su torso de atleta. Y también, digámoslo todo, una banda de muchachos (supongo que mayores de edad) recién salidos de un agitado partido de fútbol que están empapados de sudor y lluvia. De pronto noto que yo también estoy mojado de pies a cabeza.

Las mujeres solas casi no transitan la calle esta noche o llegan abrazadas de sus hombres (no jodan con esto de la propiedad por medio del lenguaje que despoetizamos hasta al poeta más maldito) y los esperan afuera, sosteniendo el paraguas, mientras ellos entran y compran una caja de vino barato y los dos (fueron tres parejas) se van dando saltitos bajo la lluvia. A veces envidio profundamente a los hippies (esos que cantan sin pudor “no te enojes si llueve / que las gotas no duelen”) aunque más cierto sería decir que la envidia es de otro tipo, a esa bobada de compartir un paraguas.

Los hombres expertos en whisky hablan de trabajos, ahorros y futuras jubilaciones, aunque uno de ellos no tenga más de 30 años, y dos metaleros que acaban de llegar, de lo mismo: un proyecto en Rocha, un carrito de panchos y choripanes y “hacer la moneda” rápida para después irse a Bolivia a un concierto de metal el año que viene. Siguen hablando de viajes y el más experiente le cuenta al otro que muchos de sus amigos “se van por la pepota, por la conchita”. Esas cosas de hombres que sólo se escuchan en los bares y cuando creen que ninguna mujer los escucha. Un silencio atronador cae sobre el universo, éste que ahora habitamos, cuando un rayo virulento nos calla a todos.

Ahora entra una barrita que sigue complejizando la fauna: a los expertos en whisky, los metaleros, los trabajadores del lugar, los desamparados o bichicomes se les suman unos muchachos (ellos y ellas, aquí vale la corrección política) que entran con skate en mano.

Les pido a los metaleros que me cuiden la campera mientras voy al baño y a la vuelta recojo literalmente el diario del lunes y repaso los nombres públicos de otras barras, el nuevo Parlamento. Casi que conozco a todas las figuritas del Senado y casi que a nadie de Diputados, y rápidamente me aburre esa pesquisa. Ya tomé tres whiskys, y un señalador cuadradito de taxi que se voló del techo de alguno y que flota en la avenida me da la señal: es hora de pagar los tragos, tomarse un tacho, volver a casa.

Y más allá de esos 99 nombres del diario del lunes, es hora de ajustar cuentas, de contarlo todo: la verdad de esta esquina y los sueños del vil metal.