Como es público y notorio, los resultados electorales del 26 de octubre no coincidieron con lo que mucha gente esperaba, y está en curso un debate para identificar quiénes fueron responsables de esto. Muchos señalan a las empresas encuestadoras, otros apuntan hacia los analistas, hay quienes atribuyen culpas a los dueños de los medios de comunicación masivos, y también se cuestiona a los ciudadanos que, como cómodos espectadores, se conforman con lo que les dicen las encuestadoras, los analistas y los medios masivos. Es oportuno considerar también el papel que desempeñamos los periodistas.

Podemos empezar por dos premisas bastante obvias. Por un lado, quienes nos dedicamos al periodismo vivimos en la misma sociedad que el resto de la población, y no es cierto (aunque muchos lo crean) que siempre dispongamos de información privilegiada sobre todo lo que importa. Por otro lado, nuestra formación y experiencia deberían determinar que fuéramos más cuidadosos y prudentes que el ciudadano promedio en el manejo de los datos. Por razones profesionales y éticas, nuestro deber es recurrir a una razonable diversidad de fuentes, evaluar cuanto podamos su veracidad, esforzarnos por comprender el significado de sus aportes y articular un relato de los hechos comprensible y preciso. Sabiendo que no podemos ser “objetivos”, tendríamos que hacer todo lo posible, individual y colectivamente, para no defraudar la confianza del público.

Es verdad que la mayoría de quienes son considerados expertos coincidió en afirmar que los partidos Nacional y Colorado sumarían más votos que el Frente Amplio, y que éste tenía nulas o muy escasas posibilidades de lograr mayoría parlamentaria propia. También es cierto que casi todos los analistas asumieron que Luis Lacalle Pou había traído un cambio cualitativo a la comunicación política, en sintonía con transformaciones culturales recientes de la sociedad, y que eso le otorgaba ventaja a la oposición sobre un oficialismo desgastado, deslucido y anacrónico. Sin embargo, hubo también lecturas críticas de lo que estaban aportando las encuestadoras, y el politólogo Daniel Chasquetti, por ejemplo, advirtió que podíamos toparnos “con una sorpresa inesperada” cuando se contaran los votos (ver http://ladiaria.com.uy/UFj).

No era tarea de los periodistas juzgar si Chasquetti tenía más o menos razón que varios de sus colegas, pero tampoco pareció que su advertencia fuera muy tenida en cuenta al divulgar pronósticos. Una de las causas puede haber sido que, como cada medio masivo tiene “su” experto bajo contrato, los periodistas tienden a no poner en tela de juicio el pronóstico “de la casa”.

En todo caso, da la impresión de que incidieron también otros factores. No se trata de descartar las encuestas y pasar a guiarnos por la concurrencia a los actos políticos o por algún otro “indicador” muy discutible, pero conviene tener presente que las empresas encuestadoras ofrecen, como mercancía, una representación de la opinión pública, y que esa mercancía se independiza de lo representado en dos sentidos muy relevantes: 1) se ubica (o se ubicaba) en una categoría de saber fuertemente legitimada, de modo que la duda sobre su validez sólo asoma cuando es contradictoria con otra encuesta; 2) esa representación, al igual que otras imágenes virtuales en oferta, es una instantánea sin espesor histórico que se nos aparece como realidad. En vez de evaluar si es verosímil, teniendo en cuenta lo que podemos saber de los procesos sociales, tendemos a considerarla verdadera y a imaginar luego qué procesos sociales pueden haberla producido.

A su vez, lo que podemos imaginar está condicionado por nuestros vínculos sociales. El periodista “moderno” pasa mucho tiempo conectado a internet, y allí toma contacto con informaciones y opiniones, algunas de especialistas y otras no. Como cualquier otra persona, el periodista puede pensar que la amplitud y la diversidad de sus vínculos mediante internet son suficientes para configurar una representación adecuada de la realidad. Sin embargo, muchas veces se trata de una muestra sesgada por sus propias afinidades e intereses, y ese tipo de vínculos no le permite profundizar como lo haría en presencia de un interlocutor. Además, si bien el adjetivo “moderno” comparte su raíz con la palabra “moda”, no siempre lo que está de moda entre la gente cercana a nosotros equivale a un avance.

En la película Matrix (1999), el protagonista se entera de que su percepción del mundo siempre ha sido totalmente falsa, y de que la realidad propiamente dicha es muy distinta. Tras esa revelación perturbadora, se le da a elegir entre dos píldoras: si toma la de color azul, le dicen, podrá reanudar la vida que llevaba en un mundo ficticio; en cambio, tomar la roja será el comienzo de una existencia en condiciones mucho más duras y riesgosas, pero verdadera. En cierto sentido, esto se parece al impacto de las elecciones del domingo 26, y ahora cada uno debe decidir qué pastilla se quiere comer.