Desde la noche del domingo 26, un tema le disputa la atención a los resultados electorales: el de las encuestas de opinión pública y sus resultados. Los juicios, de lo más diversos, han abierto por lo menos tres discusiones de resultados potencialmente distintos para el futuro de la técnica: una profesional, otra política y la tercera comunicacional. En cada uno de estos campos se ha escuchado de todo.

A nivel profesional, hay quienes han argumentado una vez más sobre la irrelevancia de la técnica para el análisis político y social; quienes han mencionado que carecen de garantías adecuadas y que eso las pueden haber empujado a cometer errores diversos; y quienes han mencionado que, en definitiva, no se alejaron tanto del resultado electoral, aunque los desvíos verificados podían conducir a errores de interpretación con consecuencias no menores.

A nivel político, se ha insistido en el desajuste entre estimaciones y resultados, y en los posibles efectos de esto sobre el comportamiento electoral. No pocas veces se ha sugerido que detrás de su divulgación hubo intencionalidades políticas, y se ha mencionado la necesidad de regular la actividad.

Entre medios y comunicadores se habló de errores y hasta de la generación de una “realidad virtual” debido a la información aportada por las encuestas-, y se insistió en los pedidos de disculpas por parte de los proveedores de estos servicios.

Profesionales, políticos y periodistas tienen pleno derecho a criticar los resultados de los estudios previos, los pronósticos y las proyecciones. También deberían hacerlo con seriedad, sobre todo porque la gran mayoría de ellos ha usado la técnica como un insumo habitual para su trabajo.

Parto de la premisa de que los estudios de opinión son útiles en varias dimensiones. Sólo a manera de ejemplo, lo han demostrado explicando el peso de la renovación demográfica en los cambios del mapa político uruguayo, la transformación en la imagen pública de ciertas instituciones sociales, o el efecto electoral diferencial de la socialización familiar. Algunos colegas que han criticado los resultados de las encuestas deberían recordar que más de una vez utilizaron datos de la misma fuente para ilustrar y/o justificar sus análisis. Eso no quita reconocer que la experiencia del 26 muestra problemas y sugiere que deberíamos discutir cómo mejorar la herramienta.

Pueden identificarse al menos cuatro grandes áreas sobre las cuales debatir: las tres primeras son técnicas -procedimientos muestrales, formas de medición y modalidades de proyección- y la cuarta linda con temas éticos: la delimitación entre encuestador y analista.

Sabiendo que las elecciones en este país se dirimen entre dos bloques relativamente parejos, deberíamos avanzar en mejorar los tamaños de muestra y la frecuencia de mediciones cuando ello parezca necesario; mejorar las técnicas de abordaje a los entrevistados, evaluando con más rigor pros y contras de las nuevas modalidades; estudiar cuándo y mediante qué vías es razonable -y responsable- declarar probables o muy probables ciertos escenarios o realizar una proyección de resultados, ya sea en una medición preelectoral como el mismo día de la elección; y separar con más claridad la información de su interpretación, sin dejar de reconocer los efectos políticos de ambas. Estas tareas implican trabajo, cuestan dinero y quizás hasta le quiten un poco de glamour a la profesión, pero probablemente son indispensables.

Los políticos deben admitir que han usado con frecuencia las mismas encuestas que ahora critican para fines muy diversos, que van desde la promoción personal o institucional hasta la toma de decisiones. Eso no quita que, si consideran que la “mala praxis” en esta área puede tener efectos negativos, aprovechen la oportunidad para avanzar seriamente en términos de regulación de las encuestas y su difusión.

En el mundo existe una amplia variedad de experiencias a considerar. En algunos países -por ejemplo, España- hay institutos públicos reconocidos que operan como “entes testigos”. En otros -como en Brasil- cualquier empresa encuestadora que vaya a difundir resultados de un sondeo en un medio de comunicación debe presentar ante el Supremo Tribunal Electoral una ficha bastante completa con información sobre sus características. Esos datos están abiertos al público, y los partidos pueden impugnar una publicación si consideran que no cumple con requisitos básicos, solicitando las auditorías correspondientes. Parecen ser mecanismos relativamente eficaces para evitar prácticas poco serias , pero los políticos deben entender que no hay modo de asegurar que los datos de las encuestas se correspondan con la realidad.

Los medios y los periodistas también tienen una oportunidad de colaborar en el proceso de mejora, aunque deberían incluir una dosis no desdeñable de “mea culpa”. Algunos de los que hoy critican los resultados de los estudios o las proyecciones son los mismos que difundieron casi como si fueran verdades reveladas las opiniones de algunos analistas, o presionaron para obtener pronósticos de resultados electorales en horas tempranas. Pueden jugar un rol fundamental a la hora de establecer parámetros más claros para informar sobre los resultados de las encuestas, evaluar con más detenimiento a sus proveedores, y ser un poco más cuidadosos y menos efectistas en sus juicios sobre los pronósticos -es inaceptable, por ejemplo, ensalzar a una empresa porque “acertó” en una interna si al mismo tiempo “erró” por gran margen en otra-, y en algunos casos invertir más dinero, para contratar estudios sistemáticos más ambiciosos.

Las formas que tenemos de hacer, usar y difundir las encuestas de opinión en Uruguay merecen ser revisadas y mejoradas, tomando en cuenta las visiones y opiniones de todos los actores involucrados. Es un debate que debemos impulsar antes que nada quienes creemos en esta profesión, para retomar conciencia sobre los alcances y límites de lo que hacemos, y para dar cuenta de ello al resto de la sociedad.