Sanchiz es un buen caníbal. Como explicara Oswald de Andrade en su magnífico manifiesto de 1928, la antropofagia (en su sentido cultural) consiste en “alimentarse” de los bienes de la metrópolis (Europa, Estados Unidos) y sintetizarlos desde nuestra cultura (latinoamericana, marginal). No replicar, sino transformar. Sanchiz selecciona su comida cuidadosamente, pero sin distinción de si ésta pertenece a la “alta” o “baja” cultura. Esa distinción no es un tema para él, que utiliza (y cita) fuentes tan diversas como los juegos de video, el escocés Alasdair Grey, historietas, películas de ciencia ficción, Levrero, Ballard, Lovecraft, juguetes viejos, glam rock, Dylan, Proust. Sanchiz tiene, más allá de su saludable antropofagia, una costumbre autófaga que dificulta la lectura de algunas de sus novelas o libros de cuentos, que se basan en versiones de otros, que reinventan temas viejos, que tratan desde otro punto argumentos de otras novelas y cuyo grado de dependencia es muy grande. Otro costado (tal vez más saludable) de autofagia es la aparición constante de personajes, de “autores” (Emilio Scarone), de mundos que se expanden texto a texto. Haciendo caso omiso a todo esto, intenté leer Ficción para un imperio por fuera del “proyecto Stahl” (nombre que le ha dado Sanchiz a su plan autoral en honor a su invariable protagonista, Federico Stahl), en el que aparece como último punto en una línea que comienza en Alguno de los otros, de 2010.

La prosa de Sanchiz es a menudo inútilmente compleja, de larguísimas frases encadenadas, en exceso confiada en el sinónimo como síntoma de riqueza léxica, plagada de comparaciones que son a menudo asombrosas y tediosamente inesperadas. Esto, que podemos llamar “estilo” lleva a una pérdida (la temida entropía), pero una pérdida subsanada por la imaginación. En cierto punto olvidamos ese estilo, entre coloquial y de insoportable barroquismo, absorbidos por auténticos prodigios, ideas luminosas, puntos de concentración y de expansión de gran riqueza. Si la novela parece, hasta un poco más de la mitad, una serie de variaciones de un mismo suceso, casi un conjunto de cuentos bajo una premisa (lo que a Federico Stahl le ocurrió luego de la muerte) pronto nos damos cuenta, en una reunión en un bar (lugar dilecto desde su origen cervantino de las novelas para la disertación y el contrapunto de ideas), que tras todo hay un orden. El orden, que es el imperio, es de alguna manera la literatura misma. La ficción para un imperio es una ficción para una ficción. El entramado, la compleja urdimbre del laberinto de relatos que se superponen, que se modifican (tanto hacia el pasado como hacia el futuro), es ese orden, ese imperio. Su fin, la disolución máxima (la máxima entropía) es el final mismo de la novela. La muerte es el caos.

Desde un punto de vista textual, la prosa, a veces inadecuada, extraña, confusa, confabula contra la limpieza de las ideas, un orden que se expone caóticamente en la misma prosecución de esa limpieza. Lo que se explica y sobreexplica se termina por sobreentender, y ésa es una falencia de la novela. Sin embargo, como decía, la auténtica acumulación de prodigios (que en la trama confluyen a un todo) logra combatir esa pérdida. Una pareja que viaja a una ciudad para ser arrasada por un tsunami, un monstruo que al ser asesinado transforma a su matador en sí mismo, un grupo de autómatas que hablan sin ser entendidos, extraños objetos marcianos que van poblando nuestro planeta hasta apoderarse por completo de la realidad (salve el eco y cita de Borges, pero también de Philip K Dick), una zona del mundo que se ha vuelto “blanda” y a través de la cual se puede acceder a universos paralelos, una banda de rock que en sus letras y en su música esconde un mensaje implantado por una civilización extinta, son algunos ejemplos de lo que digo al decir “prodigios”. Su enunciación misma no basta, Sanchiz trabaja cada idea hasta su límite (en ésta o en otras novelas), todo lo escribe: cada idea tiene su lugar y se expande y contamina al resto. De esta contaminación surge un mundo independiente, a menudo escalofriante y, que como ha descrito Jean Baudrillard, se superpone, simulacro del mundo a nuestro mundo, y lo confunde. Ésa es la revelación terrible que se esconde en esta novela.

Sabe el autor (y lo pone en boca de una enigmática y repetida femme fatale) que hay un solo relato y que la literatura (la vida humana) no es sino la historia de sus variaciones, como aquel monstruo en el que cada uno ve algo distinto, pero que en esencia es uno. Esta novela plantea esa idea (tal vez la única auténtica idea) y hace de su realidad su materia. El orden, como Ventomedio, esa Montevideo fantasmal y elusiva, es en realidad la búsqueda de un orden. Ante la inminencia del fin del mundo (la imagen más perfecta del caos) sólo queda contarnos historias. Su resolución es más que nada un gesto, casi un guiño al arte de la confección de novelas: la novela termina bastante antes, cuando mundo y simulacro se han vuelto uno e indivisible. Cuando todo se ha aclarado es como si se volviera al comienzo, pero no exactamente; el comienzo es, en todo caso, la apertura de otra posibilidad, de otra ficción.