-Afirmás que Sanguinetti es un “emprendedor de memoria”. ¿Qué significa el término y qué diferencia a Sanguinetti de otros como él?

-La memoria es una construcción social y determinados agentes la promueven de distintas maneras. La noción de “emprendedor de memoria” es de una autora argentina, Elizabeth Jelin, y la define en referencia a individuos y colectivos; el caso paradigmático son las organizaciones de derechos humanos, pero pueden ser los militares, los partidos políticos, las nuevas generaciones. Uno de los principios de los estudios sobre memoria es que esta gama de actores sociales o políticos pugna por definir una memoria única. Yo hablo de la “memoria sanguinettista”, que tiene la peculiaridad de estar muy marcada por la acción de un emprendedor con una fuerte impronta personal. Una pregunta sería: ¿es posible esta memoria sin este sujeto, sin esta trayectoria política? De algún modo, yo respondería que no. Es muy original, aunque no es exclusivamente de él. Tiene un aparato, que en su momento fue el Partido Colorado, en otros el Foro Batllista, y en otros el propio Estado. Si hay un lugar desde donde se produce la memoria históricamente, es el Estado, que está en una posición de mayor fortaleza frente a otros emprendedores. Sanguinetti se vale de apoyos, de anunciadores. De la investigación surge claramente la importancia de Enrique Tarigo. Es una pluma y un orador muy destacado y lo secunda muy bien en esta tarea de construcción de sentido.

Sanguinetti: la otra historia del pasado reciente.

Fin de Siglo, Montevideo, 2014. 320 páginas.

-También nombrás a Carlos Maggi.

-Sí, dentro del ámbito intelectual. Hay una frase suya muy representativa de cómo se define al denominado pasado reciente: “doble ira, locura corta”. Sintetiza dos principios axiales de esta cuestión: habría dos caras, que serían las de la teoría de los dos demonios o, readaptada a Uruguay, de las “dos demencias”, y su protagonismo habría sido poco duradero, porque, si se mira el bosque de arriba, Uruguay es una isla de paz y de tolerancia. Eso lo anuncia Maggi comentando una acción de Sanguinetti. O sea, hay otros actores que alimentan este discurso. En cierto momento, el discurso de Tabaré Vázquez también se alinea con el de Sanguinetti. Pero si uno lo mira en la trayectoria global, que es lo que pretendo en el libro, arrancando con los 80 y llegando hasta 2010, el emprendedor de memoria principal es Sanguinetti. Con una gran tenacidad, que hay que reconocerle, porque en momentos de fuertes cuestionamientos, cuando irrumpen el caso Gelman y los familiares de detenidos desaparecidos, o sea, otros emprendedores, él sale con sus libros a contrarrestarlos.

-Decís que desde mediados de los 80 hasta fines de los 90 Sanguinetti construye el relato hegemónico. Al explicar cómo arma su discurso distinguís distintas etapas. La primera iría desde principios de los 80 hasta el momento en que asume el gobierno en 1985.

-A ese discurso le llamo “esencialismo democrático”. Es compartido por otros actores, pero tiene en Sanguinetti a su principal enunciador. Me parece que es la faceta más productiva de su actividad política. Entra en un momento en que todavía la salida de la dictadura está abierta, hay muchas incertidumbres y los militares se niegan a aceptar el resultado del plebiscito de 1980. Hay muchas idas y vueltas...

-Y para colmo los comandantes eligen a Gregorio Álvarez como presidente.

-Claro, el que tenía que liderar la transición resulta ser un general de la línea más dura. Entonces, en agosto de 1983, él publica en Correo de los Viernes un artículo llamado “El Uruguay esencial, el tronco siempre enhiesto”. Allí dice que Uruguay es sinónimo de democracia y que todo lo que ha pasado desde el plebiscito de 1980, con el triunfo del No, en adelante, significará el retorno al camino natural. Es el momento en que se interrumpen las negociaciones en el Parque Hotel y aparece el temor de que la salida se postergue, y él sale con la idea de Uruguay como una excepcionalidad democrática y que la democracia no se puede detener. Tiene un componente esencialista radical. De algún modo, es progresista: se venía de años de lucha por la memoria en que se intentaba construir otro imaginario, el de la orientalidad, también muy esencialista, pero que no evocaba la tradición ligada a la democracia. Sanguinetti, en cambio, apela a un componente esencial que puede ser compartido por varios actores, la izquierda incluida. Hace una genealogía Artigas-José Pedro Varela-Batlle, y cada evento que se sucede es una demostración de esa esencia incuestionable, de que Uruguay es fundamentalmente democrático. No sólo sucedió en Sanguinetti y no sólo en Uruguay: está aquello de Alfonsín de que “con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura”. Eso, de algún modo, transmite una confianza, un valor hacia lo que se está viviendo, que es muy compartido: la intersocial, la multipartidaria. Mira al pasado lejano, a un tiempo mítico, atemporal: Uruguay nace democrático incluso antes de que se fundara el Estado. Es una idea característica del pensamiento esencialista: la nación precede al Estado. Este esencialismo radical es progresista en este contexto, y también es nacionalista. La tradición batllista y neobatllista, que analizó el politólogo Francisco Panizza, es mucho menos esencialista. La identidad del Partido Colorado, hasta el neobatllismo, está en su capacidad para ejercer el gobierno, en su antigüedad, pero no en esencias, no es algo como un espíritu.

-Sorprende encontrar que en algunas caracterizaciones de Sanguientti y allegados se toma a 1967 o 1968, o sea, al período Pacheco, como inicio de las disrupciones democráticas.

-Porque en la coyuntura, entre 1980 y 1985, Pacheco está asociado al golpe militar, incluso dentro de la interna del Partido Colorado. Ésa es la visión batllista de 1985. En 2008, Pacheco es el gran demócrata, según Sanguinetti, y el mal empezó en 1963, nunca en 1968. Pero en ese momento hay un gran consenso en el espacio público sobre la noción de predictadura. El pasado conflictivo, en 1985, es la dictadura, pero no es la que empieza en 1973, sino en 1968. Sanguinetti no lo dice así, pero Maggi sí. La “doble ira” es Pacheco por un lado y los tupamaros por otro.

-También estaría marcando una distancia respecto de la lista 15, de Jorge Batlle, que funcionó como sostén del gobierno de Pacheco.

-Sí, pero sobre todo permea la disputa de las internas de 1982. De todos modos, el enfrentamiento se resuelve rápidamente cuando se nombra embajador a Pacheco, que representaba 25% del electorado colorado y había sido imprescindible para que Sanguinetti triunfara en las elecciones de 1984.

-Además de textos aparecidos en prensa, te ocupás de discursos y, especialmente, de “rituales”, como la llegada del parlamento democrático el 15 de febrero de 1985 y la asunción presidencial del 1º de marzo de ese año; decís que en el primero se ajustan cuentas con el pasado dictatorial, mientras que en el segundo la democracia parece refundarse ante sí misma, sin referencia al pasado inmediato.

-Por un lado está el tema de la construcción de memoria o construcción mitológica, y por otro, la performatividad: ese discurso en una etapa se puede construir a través de textos -Sanguinetti desarrolla todas estas configuraciones a través de su condición de letrado, de periodista político-, pero luego aparece el político y ese relato se desarrolla en un estrado, en un escenario. Y luego, cuando tenés la conducción del Estado, ese lugar es el del ritual. Por eso también trabajo lo de las fechas patrias en el libro. Pero, volviendo al 15 de febrero, cuando por primera vez en la transición una autoridad democrática hace una escenificación ritual, el Partido Colorado no tiene el control, que es compartido con los representantes de cada bancada. Aparece el discurso dominante del momento: la crítica demoledora a la dictadura. “Nunca más terrorismo de Estado”, podríamos llamarle. Es contundente y todos enuncian lo mismo, empezando por Jorge Batlle, que arranca pidiendo un minuto de silencio para Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz. Algunos van más lejos: José Pedro Cardoso, del Partido Socialista, nombra a los desaparecidos. Para todos la dictadura es el gran monstruo, y no hay mención a los tupamaros ni a lo que pasa antes. “La larga noche”, por seguir con las metáforas, es exclusivamente la dictadura. Y 15 días después, el 1º de marzo, no existe nada parecido, no hay mención, eso ya pasó: Sanguinetti tiene el control, es la única voz, domina tanto la parte oratoria como la escénica. Al otro día los medios reproducen cómo se abraza con unos y con otros -Pacheco, Wilson Ferreira, Seregni-, porque los que legitiman a la autoridad ascendente son los ex presidentes, pero aquí no había figuras presidenciales con prestigio: estaba Bordaberry.

-Que era impresentable.

-Y Pacheco, pero en un claro segundo plano. El primer plano lo ocupan las autoridades del extranjero. Hay todo un repaso de quiénes vienen y los titulares son: “Nos visitan figuras de 72 países”.

-También hacés un seguimiento de las primeras conmemoraciones de fechas patrias y similares. Algunas reaparecen y otras ya no se conmemoran. ¿Tuvo éxito esta manera de plantar una visión del pasado?

-Estas luchas por la memoria siempre hay que verlas en un marco plural. Si bien yo me concentro en la figura de Sanguinetti, está interactuando con otros emprendedores de memoria. A diferencia de Argentina, donde el promotor de memoria central de la transición son los organismos de derechos humanos, en 1985 en Uruguay es el PIT-CNT, por distintas razones, pero entre ellas porque había una creencia bastante ingenua de que esta temática se iba a laudar en la Justicia. En la medida en que hay un estado de derecho vigente, hay espacio para los reclamos, y reaparecen muchas de aquellas conmemoraciones que no habían podido efectuarse o se habían hecho en condiciones complicadas, como el 20 de mayo, que en 1984 se había conmemorado en los cementerios donde están Michelini y Gutiérrez Ruiz. Una serie de organizaciones que responden a las víctimas del terrorismo de Estado quieren colocar esas fechas en la escena pública para reivindicarlas. Yo llamo la atención sobre cómo el Poder Ejecutivo toma para sí las fechas patrias para contraponerlas a estos intentos de calendarización de fechas problemáticas, como el 20 de mayo, el 27 de junio, el aniversario de la muerte de Vladimir Roslik. Pero el Partido Colorado ha sido parte de la oposición a la dictadura y no se puede despegar tan fácilmente de esas convocatorias. Por ejemplo, al 20 de mayo de 1984 convocó, por lo que en 1985 todavía está muy cerca para despegarse; entonces va a la Junta Departamental y saluda a Rafael Michelini en un plano personal, pero no se va al acto principal. Es un lento despegue, pero la presencia pública no deja lugar para el zigzag: se está o no se está. Y Sanguinetti considera que todo el pasado está cerrado, porque se anula entre sí: para él hay dos factores negativos que son superados por la restauración democrática. Ahora, cuando asume su segunda presidencia, en 1994 dice que por primera vez se celebrará un 18 de julio sin vergüenza; ese año no se había celebrado el 20 de mayo ni se había recordado especialmente el 27 de junio. Sin embargo, en 1996 el 20 de mayo comienza a realizarse la Marcha del Silencio. Esa visión del pasado se desploma también por un hecho externo, y no es casual, porque todo estaba bien armado pero internamente.

-Te referís a la intervención de Juan Gelman.

-Y también una coyuntura internacional: Pinochet detenido en Londres, Buenos Aires nuevamente. Lo que pasaba aquí era muy tímido.

-En la postura del Partido Colorado, ¿cuánto pesó lo que pensaba Sanguinetti y cuánto lo que lo tironeaban por derecha?

-En este tema particular de la narrativa del pasado reciente, Sanguinetti es por lejos el número uno: la construye y la defiende, y hegemoniza dentro y fuera del partido. Lacalle Herrera intenta despegarse algo, pero de última dice lo mismo. En esta etapa última, en otra coyuntura, todos repiten lo mismo: para el libro La agonía de una democracia (2008) hay loas de Gonzalo Aguirre -vicepresidente de Lacalle-, que en 1985 decía pestes sobre la visión de Sanguinetti y el Pacto del Club Naval. Todo se subsume en un enemigo mayor, la izquierda populista radical tupamara. A nivel de construcción de sentido, la labor de Sanguinetti fue muy importante, tanto en los ámbitos tradicionales de la política como en su faceta más intelectual. Él escribe y los otros lo siguen.

-Decís que en cierto punto había dos relatos: el de los militares, que hablaban de una guerra ganada, y el del terrorismo de Estado. Para vos, el de Sanguinetti sería un tercer relato. ¿Cómo juega con los otros relatos y con la idea argentina de “los dos demonios”?

-En una sociedad circulan varios relatos; el investigador puede hacer recortes y sistematizar algunos como prioritarios, por su persuasividad u otros factores. Por ejemplo, el wilsonismo tuvo su propio relato, pero creo que es marginal si lo miramos desde acá y en este sistema de luchas globales. Cuando empiezo a elaborar mi definición me encuentro con un trabajo de Aldo Marchesi, “¿Guerra o terrorismo de Estado? Recuerdos enfrentados sobre el pasado reciente uruguayo”, que analiza las conmemoraciones. Se ocupa del 20 de mayo, que luego se transforma en la Marcha del Silencio: ésa es la versión más ritual de la crítica al terrorismo de Estado, que se puede enunciar de otras formas, como la investigación histórica que encarga el gobierno de Tabaré Vázquez. Luego Marchesi plantea que el otro relato importante es el de la denuncia de una guerra, con foco en 1968-1973, y sus emprendedores serían los militares y los partidos tradicionales; su fecha ritual es el 14 de abril, que tiene distintas denominaciones: primero era el Día de los Caídos contra la Insanía, luego contra la Sedición, y después el propio Sanguinetti lo resignifica como Caídos en Lucha contra la Subversión. A mí eso me hacía ruido: para mí Sanguinetti tenía otra especificidad y, aunque está mucho más cercano al relato del 14 de abril, visto en la larga duración se ha despegado de los militares.

-¿En dónde está su especificidad?

-Por un lado, en que dice que hay “dos locuras”, “dos demencias”, le llamo. Los militares nunca se van a asignar la calificación de “demonio”; Sanguinetti sí los califica así. Entre 1963, cuando surgen los tupamaros, y 1985, hay dos demencias. Otra especificidad: hay un Uruguay esencial previo e intemporal, que no está en el relato del 14 abril. Además, el Uruguay esencial que se opone a la locura de la guerra y del gobierno de facto es el de la restauración, el que arranca en 1985 con su propio gobierno. ¿Cuál sería la conmemoración equivalente de este relato? Por un lado, la ausencia de una alusión específica de un hecho conflictivo del pasado reciente. En cambio, hay que conmemorar al Uruguay esencial que se manifiesta en las elecciones, en la “santa rutina democrática”. O el 1º de marzo, la gran conmemoración de esta visión, que encapsula y deja atrás a las variantes de la violencia. Es la escenificación del valor de la tolerancia. No es una conmemoración específica del pasado conflictivo, pero ese pasado está inscripto en el modo de oscurecerlo. Por eso el 15 de febrero se hace énfasis en el vejamen de la dictadura y quince días después, no.

-El Partido Colorado niega el terrorismo de Estado.

-Quisiera encontrar una declaración en la que lo condene. Se refieren al gobierno de facto, a la pérdida de libertades.

-¿Cuando empieza a hablarse de “solución a la uruguaya”?

-Dos leyes clave, y el plebiscito que convalida a una de ellas, son el argumento central de la solución a la uruguaya, En marzo de 1985 está la ley de amnistía a los presos políticos, pero la Ley de Caducidad todavía no, aunque hay intentos. Se vota en 1986 y en 1989 se confirma, con el voto amarillo. Ahí la solución es modélica y se vuelve exportable a toda América Latina: los uruguayos sabemos ponernos de acuerdo mediante la democracia directa, un mecanismo que refleja nuestra esencia. Yo hablo ahí del componente religioso del discurso sanguinettista.

-La religión laica, diríamos.

-De algún modo lo dicen José Rilla y Panizza: cuando Batlle y Ordóñez saca los crucifijos de los hospitales no deja las paredes en blanco, de algún modo es su propio retrato el que está ahí. Esto va en ese sentido. El discurso de despedida de Sanguinetti de la convención del 28 de febrero tiene mucha religiosidad: es el Mesías que se despide de sus fieles y repasa la trayectoria del partido con una visión sacrificial, no sólo del batllista, sino también del colorado, como mártires de la democracia. También tiene un componente dogmático fuerte: está convencido de que la salida modélica es perfecta y viene de esa especie de esencia sobrenatural de un Uruguay bendecido para ser democrático.

-Y además está casi sólo como encarnación de ese espíritu democrático...

-Sí. Sabe encontrar quién lo secunde: a veces es Wilson, a veces Seregni, pero sobre todo él. Rilla dice que Batlle y el batllimo, de González Conde y Roberto Giudici, como la biblia del batllismo. Yo digo que El temor y la impaciencia como algo semejante, con la diferencia de que Batlle y el batllismo...

-¡Lo escribieron otros!

-Claro, él es su propio apóstol.

-Tiene que ver con lo que decís cuando analizás los libros recientes de Sanguinetti: le criticás que salga a hacer historia, cuando hace 25 años decía que lo que estaba pasando iba a ser materia de historiadores. Pero ¿que él tenga que hacer también esa tarea no indica que su discurso perdió centralidad?

-Tengo un matiz ahí. Por un lado planteo que deja de tener la hegemonía que tenía entre 1990-1995: el caso Gelman, la Comisión para la Paz, las primeras acciones del gobierno del Frente Amplio. Pero en las acciones del gobierno del Frente Amplio están las dos cosas: la política de derechos humanos del primer vazquismo hace coexistir una interpretación distinta de la Ley de Caducidad, que por primera vez habilita la Justicia y la investigación histórica seria sobre detenidos desaparecidos, con el día del Nunca Más y el intento de reparación que toma de García Pintos. Bordaberry valida el Nunca Más; está el abrazo de adversarios que se reconocen en Vázquez, igual que como hizo Sanguinetti con Wilson, Seregni, el secretario de estado de Estados Unidos y con Daniel Ortega. La gestualidad del día del Nunca Más es la misma: no son mis enemigos, son mis adversarios. De algún modo ha habido cambios, pero no cuestionaron la matriz central del relato sanguinettista. Pero hubo cambios, es claro, que lo destronan como héroe que salvó la democracia. Entonces, por poco que haya sido, reacciona. Esa reacción va contra su propia tradición, porque entre el 80 y el 85 comparte cosas con la izquierda más moderada -que desembocan en el reingreso de Batalla al Partido Colorado- y termina yendo a los actos del Centro de Oficiales. Indudablemente su visión de los dos demonios era asimétrica y había un demonio mayor. Pero lo que escribe en La agonía de una democracia me permite hablar de la “teoría del gran demonio”.

-La elección de Mujica es un golpe duro a esa visión. Es Mujica quien se reencuentra con los otros y Sanguinetti pasa a un lugar marginal.

-Creo que hay mucho del orgullo personal y del lugar en la historia. Se posiciona en un lugar perimido en el que historia y memoria son dos cosas totalmente distintas y la historia es totalmente superior, y califica a la historiografía del pasado reciente como pobre, parcial. Por eso dice que sale a hacerla y su legitimidad parte de su autocalificación como buen gobernante, carente de subjetividades. ¿Cómo se sostiene eso? Es la herencia de que el político lo puede todo. Se pone gramsciano y dice que la política es más que lo electoral: es lo cultural. Claro, lo hace en un contexto en que a su grupo lo votan poquísimas personas. La paradoja es que hace 25 años hablaba de dejar tareas para los historiadores del futuro, pero el historiador del futuro es él mismo.

-En tu libro admitís que usas mucho la ironía como forma de desmontar un discurso que tiene algunas grietas. Pero también es una manera de expresar una visión crítica. A la vez, admitís que algunas de las metáforas de Sanguinetti son seductoras. Su estilo, ¿fue un aliciente para acercarte a su discurso o una dificultad?

-No me costó, porque intuitivamente me sale así. Trato de zafar del estilo académico más clásico. De algún modo, el libro presenta un relato de cómo se va construyendo un relato del pasado reciente a la vez que lo deconstruyo. Meterme con las metáforas lo hizo más entretenido para mí, aunque me aparté del análisis del discurso lingüístico, que no es mi disciplina. Está el riesgo de perderse, claro. Pero es enorme la profusión de fuentes: tiene 50 años de carrera política y ha escrito de todo. No tomé el período previo a la dictadura, por ejemplo. Me quedaron muchas cosas afuera.

-¿No se corre el riesgo de descartar algunas ideas simplemente por asociación exclusiva con el discurso de Sanguinetti? Su idea de una nación como un acuerdo colectivo para respetar un conjunto de normas, por ejemplo, el apego a la Constitución y la Ley. El 18 de Julio, por hablar de ritos.

-Lo que trato de hacer acá es un análisis de su política de memoria respecto al pasado reciente. No hablo de su trayectoria global como político. Por ejemplo, su intervención en las leyes de aborto y matrimonio igualitario son muy buenas, pero no tienen que ver con este tema. Yo analizo cómo instrumentaliza la celebración del 18 de julio en función de sus intereses para amnistiar a los militares. El libro es el análisis desde una perspectiva crítica de una política que es nefasta, porque es el sostén de la impunidad. Para meterlo en el lenguaje del propio campo, planteo hacia el final si Sanguinetti es “el ángel salvador” o “el gran demonio”. Mi visión es crítica, pero la desarrollo. Sí, de alguna manera estoy juzgando su trayectoria global, porque éste fue su tema central, pero no es una evaluación de su totalidad.