Hijo de Francisco Gómez Linares, un pintor y dibujante bastante conocido que murió cuando el comediante era muy joven, Gómez Bolaños fue un clásico representante de la clase media súbitamente empobrecida en lo económico pero no en lo cultural, lo que posiblemente afinó su notable percepción de las diferencias sociales. Consecuentemente, comenzó su vida laboral en el ámbito de la publicidad, un ámbito creativo pero con ciertas seguridades, en el que se destacó como redactor publicitario y se conectó con el ámbito de la radio y la televisión, convirtiéndose en guionista y ganándose el apodo de Chespirito, diminutivo de una pronunciación algo tosca de Shakespeare.

Su habilidad como guionista consiguió que en 1971 le ofrecieran un breve espacio humorístico propio, para el que llamó a algunos de sus comediantes favoritos y se reservó algunos roles para sí mismo. El espacio se llamó Los supergenios de la mesa cuadrada, y aunque suele recordárselo más que nada como antecedente de su obra posterior, contiene muchas de las principales virtudes de ésta y conserva un particular interés que no envejeció del todo.

Los supergenios de la mesa cuadrada, programa del que se puede encontrar varios episodios en Youtube, contaba con una edición muy original para su tiempo, que dividía algunos sketchs en varios segmentos intercalados entre los otros (un formato en el que brillaría años después el gran humorístico argentino Cha-cha-cha) y que giraban alrededor de un simple sketch en el que Chespirito, Ramón Valdés (más tarde Don Ramón), María Antonieta de las Nieves (La Chilindrina) y Rubén Aguirre (El Profesor Jirafales) se juntaban en torno a una mesa para leer supuestas cartas y mensajes de los televidentes, a los que contestaban con respuestas absurdas o irónicas. Allí Chespirito interpretaba al anciano e irascible Profesor Chapatín, Aguirre a un personaje bastante similar al Profesor Jirafales y Valdés a un borracho, mientras que la jovencísima De las Nieves (que tenía 18 años) se limitaba a leer los mensajes con voz cándida.

En el humor de Los supergenios de la mesa cuadrada se encuentran características y personajes íntegros (además de Chapatín, también debutaría en el programa El Chapulín Colorado, aún sin chipote chillón) de las series posteriores de Chespirito, y aunque mucho de su humor es tan físico, simple e infantil como el que desarrollaría más tarde -buena parte de los chistes tratan sobre la gran diferencia de altura entre el enorme Aguirre y los pequeñísimos Chespirito y De las Nieves-, el tono general apuntaba más al público adulto e introducía buenas cuotas de humor negro, alguna picardía sexual y algo de escatología light (“¿Qué es una cacatúa?”, pregunta el personaje de María Antonieta de las Nieves; “un pájaro que comienza mal”, responde el Profesor Chapatín).

Aguirre, que ocupaba en este programa un rol mucho más importante que en los siguientes, lo abandonó temporalmente, tras lo cual pasó a llamarse Chespirito y la mesa cuadrada -dejando en claro el papel central de su principal estrella y guionista- y más tarde (entre 1971 y 1972) simplemente Chespirito. El cambio no fue exclusivamente de nombre, sino que el tono se hizo deliberadamente más suave y se eliminaron casi todos los elementos más adultos y picantes. Durante la breve ausencia de Aguirre, Chespirito tuvo que crear a un personaje para reemplazar a “Los chifladitos” -uno de sus sketchs más populares, en el que Aguirre era insustituible-, y, casi sin querer queriendo, inventó a la más importante de sus criaturas, un niño pobre de ocho años que por defecto -el programa se emitía además en Televisión Independiente de México (TIM) en el canal 8- terminó siendo conocido como El chavo del ocho.

Un niño con cara de cuarentón

Acostumbrados hoy en día a lo que fue El chavo del ocho, cuesta distinguir los elementos de originalidad que hicieron tan notorio al programa en su momento. Antes que nada, era una serie con adultos con aspecto de adultos interpretando a niños, pero realmente a niños, no a adultos vestidos de niños, y cuya gracia era en buena parte la inocencia de su mirada al resto del mundo, no la sorpresa del niño que de pronto reacciona como un mayor. No, el asunto era comportarse y hablar como niños, aunque no se les parecieran.

Mucha de la gracia sonora de Chespirito venía de su obsesión con la hispánica “ch”, presente en casi todos sus personajes y sus acompañantes, debido a que, según Bolaños, es un sonido habitual en las palabrotas típicas del país donde se habla de “hijos de la chingada”. Además del Chavo y el Chapulín estaban El Chanfle, Vicente Chambón, Charrito, El Profesor Chapatín, La Chilindrina, El Chamois, Chaparrón Bonaparte, Chómpiras, la Chimoltrufia y el único pero inolvidable troglodita interpretado por Ramón Valdés, el Chimpandolfo, sin olvidar las armas del Chapulín -el chipote chillón y las pastillas de chiquitolina- y el curioso estado de parálisis que afectaba al Chavo cuando se asustaba en demasía y que fue bautizado “la chiripiorca”, o cuando sufría ataques de verborragia en los que se le “chispoteaban” algunas observaciones hirientes acerca de los mayores circundantes.

Las frases de efecto se reiteraban (“fue sin querer queriendo”, “bueno, pero no te enojes”, “¡tenía que ser el chavo del ocho!”, “no te juntes con esta chusma”) casi de forma inevitable de episodio en episodio, como era muy habitual en el humor de los años 70 y 80 (recordemos los guiones casi inexistentes de Alberto Olmedo, que conducían porfiadamente a los mismos remates con mínimas variaciones). Sin embargo, cuando repasamos hoy en día algunos episodios de El chavo del ocho, descubrimos que siempre había pequeñas variantes y que esas frases de efecto no aparecían siempre en los momentos más previsibles.

Aunque con el tiempo las miradas críticas han aprendido a apreciar estas características, en su momento las visiones intelectuales distaban mucho de ser simpáticas a la creación de Bolaños: su humor era considerado primario, poco refinado y -al igual que Los tres chiflados y la tradición del slapstick en la que se inspiraba- demasiado violento. Aún hoy en día hay quienes en medio de un ataque de hipercorrección política lo consideran así, además de discriminador hacia los obesos y los ancianos y estigmatizador de los pobres.

Es una mirada por lo menos limitada, ya que tal vez nunca haya habido un show televisivo más representativo de la variedad de matices de la pobreza –de la clase media-baja- que El chavo del ocho. Sus criaturas eran un conjunto de personajes habitantes de una vecindad (muy similar a los antiguos conventillos locales) en la que las diferencias económicas eran muy pequeñas y las diferencias de clase, nulas, pero que solían estallar con violencia, y hasta algo de crueldad, a la menor oportunidad, no obstante lo cual ante la auténtica necesidad -generalmente encarnada en el Chavo, el más desamparado y vulnerable de la comunidad- primaba una extraordinaria solidaridad entre vecinos, una comprensión mutua que rara vez se expresaba en parlamentos rimbombantes o demagógicos, sino más bien en una dignidad modesta, en el reconocimiento de las similitudes ante el dolor. No había malos y buenos en El chavo del ocho, sólo gente obnubilada por sus pequeñeces, pero que al final del día -o del episodio- solía quedar expuesta en sus debilidades y aferrada a una renuente y poco demostrativa amistad.

Otra negatividad ausente en El chavo del ocho y en los demás personajes de Chespirito es el tradicional machismo cultural mexicano (del que ya se encontraban rastros en Los supergenios…). Más allá de los exagerados chistes en relación a la fealdad de la la Bruja del 71 (Angelines Fernández) -que en definitiva era un personaje moralmente apreciable-, las mujeres de la vecindad (Doña Florinda, La Chilindrina) eran personajes más fuertes (hasta en lo físico), más inteligentes y más cultos que sus contrapartidas masculinas, y jamás las utilizaban en función de su atractivo físico -al contrario, tanto Florinda Meza como De los Ángeles se afeaban deliberadamente en sus roles-, en esta comedia en la que el sexo estaba completamente ausente, pero el amor romántico solía aparecer en diversos formatos.

Bolaños no sólo era un buen comediante, también sabía reconocer y darle espacio al talento de otros, consiguiendo así acompañarse de un elenco extraordinario en el que brillaba más que nadie el incomparable Ramón Valdés, uno de los hombres más graciosos que hayan nacido en este continente. Bolaños había visto el potencial de comedia de Valdés en algunas películas menores y no descansó hasta sumarlo a su equipo, en el que lo inmortalizaría en la figura de Don Ramón, el terco moroso de la vecindad del Chavo que vivía haciendo piruetas para no pagarle el alquiler al Señor Barriga. Fue un personaje tan memorable que más de un cuarto de siglo después de la muerte de Valdés, Bolaños seguía confesando la envidia que le tenía a su talento humorístico, y los muchachos guarangos del Río de la Plata siguen comentando al ver a una chica atractiva: “Le doy hasta que Don Ramón pague la renta”.

No era el único capaz de robarle cámara a Chespirito; Carlos Villagrán -un amigo de Ruben Aguirre que había deslumbrado a Bolaños personificando a un personaje cachetón en una fiesta- se convirtió en la principal contrapartida del Chavo a través de Quico, el hijo de Doña Florinda, quien mantenía con el personaje de Bolaños una extraña relación de amistad y enemistad simultáneas.

El personaje de Quico creció hasta el punto de eclipsar al del Chavo; vestido en forma inverosímil como marinerito (una simple herencia de la vestimenta infantil de la edad de oro de la comedia muda, completamente absurdo en una vecindad mexicana), Quico -vanidoso y malcriado- representaba las ínfulas y la soberbia de quien tiene una mayor capacidad económica que su entorno, aunque a su vez ésta fuera menor que la del Ñoño, el hijo del Señor Barriga -Edgar Vivar, que también interpretaba a su padre-, quien también solía humillar a Quico en este aspecto. Sin embargo, Quico siempre se las arregló para ser más gracioso que odioso, y a medida que aumentaba su popularidad, también surgió una competencia de ego entre Bolaños y Villagrán (no obstante lo cual, según Edgar Vivar, el primero seguía escribiendo los mejores parlamentos para el segundo), que culminaría con la agria partida de Villagrán en 1978.

Un año después sería Ramón Valdés el que abandonaría el programa -aunque en mejores términos que Villagrán-, aparentemente disconforme por el reparto económico. A causa de semejantes pérdidas, el programa dejó de salir en su formato individual de media hora tres años después, aunque el personaje siguió siendo parte de Chespirito hasta la cancelación definitiva en 1992. De cualquier forma, el período clásico de El chavo del ocho es el que va desde 1972 a 1978, y casi todas las emisiones aún presentes en los canales de cable pertenecen a esa época, algo fácilmente verificable por la presencia de Villagrán. El programa subsistió años y llegó a tener una versión animada, además de convertirse en un circo itinerario, pero esta subsistencia forzada no aportó nada a una serie que durante poco más de un lustro había sido prácticamente perfecta.

Nosotros y los otros

Bajo el nombre de Chespirito se aglutinó una decena más de personajes que, con mayor o menor suerte, sirvieron a Bolaños para ampliar su oferta creativa. De todos estos personajes, el único comparable al del Chavo en popularidad y efectividad fue el Chapulín Colorado, antihéroe fanfarrón que ante la súplica de “oh, y ahora, ¿quién podrá defendernos?” surgía de los lugares más inesperados para socorrer a damiselas acosadas por siniestros magnates y figuras débiles en general, a los que solía salvar más por pura suerte que por habilidades físicas o deductivas. Cabe señalar que en las primeras apariciones del personaje, sus buenas intenciones no siempre tenían resultados correspondientes, y el sketch terminaba en ocasiones con la derrota o incluso la muerte de sus defendidos a causa de su torpeza, aunque este elemento de humor negro fue limado en las posteriores encarnaciones. Más reiterativo y rústico que El Chavo, El Chapulín Colorado fue, de cualquier manera, un gran personaje, y su extravagante vestimenta fue adoptada incluso por decenas de hinchas de la selección mexicana durante el último Mundial, lo que los convirtió -al menos en lo visual- en la hinchada más simpática del evento.

Chespirito era ya el programa más popular de México cuando Telesistema Mexicano y TIM se fusionaron en 1974 para crear Televisa, el más poderoso y concentrado de los canales televisivos de habla latina, y en la fusión El chavo del ocho se convirtió en cierta forma en El Chavo de Televisa.

Durante un cuarto de siglo, Chespirito y sus personajes fueron el mascarón de proa de Televisa, y seguramente fueron los principales responsables de haber convertido al canal en el mayor imperio mediático de América Latina. Nadie sabe, no se puede calcular, cuánto dinero ganó el multimedios mexicano gracias a Bolaños, pero las cifras se calculan en miles de millones de dólares, lo cual no es de extrañar si se tiene en cuenta que además de conquistar América Latina, también tuvo un éxito extraordinario en Brasil, donde llevaba el bolivariano nombre de “Chaves”.

La relación de Bolaños con Televisa y con su todopoderoso zar Emilio Azcárraga Milmo fue de colaboración y tensión simultáneas; Bolaños nunca comulgó con la casi total identificación de Televisa con el casi eterno gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), y cuando -con el elenco clásico ya ausente en su casi totalidad y un Chespirito excesivamente envejecido para sus roles clásicos- el canal decidió cancelar la serie y sustituirla por teleteatros, Azcárraga ni siquiera se molestó en discutirlo con Bolaños, no obstante lo cual el comediante defendería años más tarde al canal en ciertos conflictos públicos con grupos de estudiantes.

Los últimos años habían sido difíciles para Bolaños. No sólo por sus múltiples problemas físicos, que hicieron que se anunciara prematuramente su muerte en varias ocasiones, sino también por la agria relación en la que degeneró la asombrosa química que tenía con sus compañeros de reparto, particularmente con María Antonieta de las Nieves y con Carlos Villagrán, que culminaron con unas declaraciones por parte de este último más propias de las cloacas televisivas de los programas de chismes que de alguien que fue parte de un show que ennobleció a la pantalla chica. Aparentemente quedó mucho resentimiento económico en algunos de sus cámaradas, sobre lo que nunca se sabrá la verdad. En todo caso, casi todos los sobrevivientes de su legendario elenco, incluyendo a De las Nieves y a Villagrán, con quienes se encontraba distanciado desde hacía años, expresaron por declaraciones públicas mediante las redes su dolor por la partida y su agradecimiento por las horas felices. El velatorio se llevó a cabo en el gigantesco estadio Azteca, algo que seguramente hubiera sido del beneplácito de Bolaños, quien era un gran futbolero, hincha del América.

En su momento de mayor gloria, El chavo del ocho llegó a ser visto semanalmente por 350 millones de personas, una cifra inimaginable para cualquier otra cosa que un evento deportivo y aun más sorprendente si se tiene en cuenta lo localista del lenguaje que utilizaba -en la vecindad no existían referencias a la realidad coyuntural de México, pero los personajes eran mexicanos en todas y cada una de sus expresiones-, pero que es algo que da cuenta de lo universal de su sensibilidad. Para quienes hoy pasan los 40 años, El chavo no era una de las opciones televisivas para niños: era lo que veíamos todos, absolutamente todos, no importara qué oferta alternativa ofrecieran los otros canales. Tal vez de la misma forma en que los habitantes de la vecindad terminaban reconociéndose como vecinos semejantes ante la adversidad; los niños (y muchos adultos) de los barrios pobres y ricos de Caracas, Buenos Aires, Cancún, Lima, San Pablo y Montevideo también se reconocían como similares ante la maravilla de la risa y la ternura de inconfundible sabor latino. Eso no volverá a repetirse en este mundo diversamente fragmentado, y eso es lo que realmente hay que despedir junto a los restos de ese mexicano pequeño y gracioso al que despide un continente enorme de antiguos y actuales niños.