La doble ocasión de la muestra y el libro que la “acompaña” (en realidad más nutrido, en número, que la exposición) Me Río de la Plata (creadores desde aquí hacia el mundo), de Fermín Hontou, mejor conocido como Ombú, abre la posibilidad de repensar un poco en la caricatura, un género que todos tenemos tan claro en la cabeza que resulta, en realidad, un poco ofuscado o que por lo menos se da por “sentado”. Históricamente, ha sido una suerte de imán para las reflexiones sobre distintas comunidades, siguiendo con su historia, en cierta medida, la evolución de la misma sociedad burguesa: para muchos es un invento leonardiano, pero es en el siglo XVI, con los hermanos Carracci que deja de ser una especie de ejercicio de fisiognomía para artistas y empieza a hacerse comentario de algo que trasciende el gusto por el grotesco: será Gian Lorenzo Bernini, un tiempo después, que la llevará a la exageración de los rasgos peculiares de los individuos y no a los generales de ciertas categorías de personas, inaugurando la caricatura “moderna”.

De todas formas, si a aquella altura ese género difícilmente salía de círculos intelectuales restringidos, la lección italiana pronto se volverá, mudándose a Francia e Inglaterra -en pleno surgimiento de la prensa-, moneda corriente de la ilustración de diarios y revistas, vale decir “masiva”. Y ahí, para sintetizar brutalmente, quedó; por supuesto, con su historia vernácula importante: la extraordinaria popularidad de varios periódicos cómicos uruguayos del siglo XIX -por ejemplo La Ortiga, El Garrote, El Negro Timoteo- se basaba, en gran medida, en la destreza de sus caricaturistas. Contó entonces, y cuenta, con una infinidad de grandes intérpretes locales (desde Alfredo Michon a Hermenegildo Sábat nieto, que firma el breve prefacio de este libro, pasando por Hermenegildo Sábat abuelo) y se cruzó a menudo con la llamada pintura “alta” (un solo nombre alcanza, Rafael Barradas, aunque haya más), pero sus rasgos principales -retratos “cargados” de sucesos y personas sobresalientes- no han cambiado en los últimos dos siglos. Sí, con el pasar del tiempo, parecería que su significación política se haya ido diluyendo un poco, aunque, sobre todo en su vertiente “satírica” más cruda, todavía pueda tener, esporádicamente, resonancia mediática.

En el caso de Me Río de la Plata -proyecto premiado con los Fondos Concursables para la Cultura-, sin embargo, las imágenes no brotan del comentario ácido, del apunte cáustico, más bien son homenajes a figuras destacadas de nuestra supuestamente compartida “cultura rioplatense”, el eje Buenos Aires-Montevideo: músicos, escritores, plásticos, pensadores que la han conformado. Esta unidad temática confiere a la operación una coherencia, también visual, que a menudo, desparramada en distintas publicaciones, se desperdiga: hay obviamente personajes ineludibles (Quiroga, De Ibarbourou, Onetti, Cortázar, para mencionar algunos escritores), pero también figuras menos centrales, pese a su importancia (Cabrerita, Armonía Somers), personas serias (Carlos Vaz Ferreira, José Pedro Varela) y graciosas (Julio César Juceca Castro, Niní Catita Marshall), lejanas en el tiempo (Juan Manuel Blanes, Julio Herrera y 
Reissig) y contemporáneas (Leo Maslíah, Elvio Gandolfo), todos “traducidos” con técnicas diferentes.

Dentro de este micromundo artísticamente orientado, se destacan un par de soluciones extravagantes por ósmosis: el H Bustos Domecq que reúne, democráticamente repartidos, los rasgos de sus dos creadores, Borges y Bioy Casares, y el Gardel/Mona Lisa de la tapa del volumen, feliz conjunción de sonrisas famosas y de figuras ya laicamente santificadas. Quizá lo que más asombra, a la postre, es el manejo del puro color, siempre “prendido”, en un dibujante legítimamente notorio por su trazo: impresionan algunas piezas por el uso admirable de las ecolines (tintas al agua) sin, justamente, el “soporte” de la línea, ejemplificados sobre todo en un Abel Carlevaro, un Enrique Amorim, una Victoria Ocampo y un Roberto Arlt que evocan, incluso, la lección planista oportunamente actualizada.

El espléndido juego de palabras, o pun, del título -hasta donde sé, creación de un cubano, el Guillermo Cabrera Infante de Exorcismos de esti(l)o, de 1976, que lo insertó en “Soraismus”, hilarante poema sobre ríos-, bien denota el carácter gracioso y efusivo de la colección, claramente anclada a la concepción, sostenida por una línea que de Freud llega a Gombrich, de la caricatura como manifestación adulta, y sacrosanta, de lo infantil. Empero, pese a cierta liviandad, Ombú -reuniendo piezas éditas e inéditas de los últimos 30 años (y alertando en la introducción al libro sobre los nombres omitidos)- conforma una galería identitaria, y hasta cierto punto modélica, que parece reivindicar también la idea de caricatura como jocosa “guía” cultural, pauta de excelencia, sintomáticamente promulgada en la Buenos Aires de hace un siglo (y que quizá se ha ido borrando con el tiempo). De hecho, Pedro Ángel Pelele Zaballa -curiosamente un ilustrador uruguayo que desarrolló su carrera en Argentina y que debe parte de su fama a otra compilación de caricaturas geográficamente determinada, Sudamericanos en Europa, publicada en París a principios del siglo XX- sentenciaba desde la otra orilla, en 1914, cómo “la caricatura por la caricatura, como el arte por el arte, es una cosa inútil”.