Posteriormente, la institución se convirtió en un bastión de disidencia durante los años previos a la dictadura militar, y luego, una vez implantado el régimen, acentuó su perfil de resistencia. La habilidad para la selección del repertorio le posibilitó mantenerse como un espacio que acogió la conmoción popular, la militancia y la exigencia artística; roles que son recordados por los cuestionamientos a los abusos de poder en Lorenzaccio (1968), de Alfred de Musset, y, sobre el inminente golpe de Estado, Operación Masacre (1973), de Rodolfo Walsh. Con motivo del aniversario, la diaria se encontró con el actor Jorge Bolani -referente de la institución- y con el actor y dramaturgo Juan Graña -actual administrador y directivo-, quienes en medio de la sala Uno hablaron sobre puestas, anécdotas, asambleas y directores. De tanto en tanto, se paraban para interpretar a los personajes que evocaban, mientras la figura de Walter Reyno se apoderaba de todos los recuerdos.

-En esta entrada antes funcionaba una cantina.

Juan Graña: -Las generaciones muy liberales, incluso las anteriores a la nuestra, podían enfrentarse a situaciones difíciles en ese lugar, y por eso se llamó para siempre como el ejemm. Después se convirtió en una cantina en los años 70, pero la historia secreta del lugar era ésa. También se incluyeron campeonatos de ajedrez que fueron prohibidos, con el paso de los años, para que los actores no ingresaran tarde a escena.

Jorge Bolani: -Con Juan supimos compartir un espectáculo que fue nuestro egreso, Cielo de Madrid, de Lope de Vega. Quedó una impresión tan linda del espectáculo, que luego Jorge Curi -que era quien lo dirigía- decidió que se presentara al público. Allá por 1976, durante ese año terrible, se realizó la temporada. En el espectáculo se servía vino con canela al público. El olor se sentía desde la puerta de calle.

JG: -Además, la obra fue un éxito. Llegamos a hacer dos funciones los sábados.

JB: -La idea había sido de Curi; él y Omar [Grasso] eran los bastiones del teatro, cada uno con su impronta.

-¿Es cierto que éste fue el primer teatro circular de Latinoamérica?

JG: -Sí, de acuerdo con artículos que he leído al respecto de la época en la que se fundó el teatro Circular. Todo nació cuando Eduardo Malet vio que en Estados Unidos hacían teatro con sillas en ronda. La idea lo inspiró, y cuando vino a Montevideo quiso llevarla a cabo junto con dos alumnos de Le Corbusier, arquitectos también, [Carlos] Clermont y [Justino] Serralta. Ellos hicieron el diseño del teatro, y Hugo Mazza lo llevó a la práctica junto con los fundadores: Gloria Levy, Salomón Melamed y Manuel Campos, entre otros. Lo concibieron así como lo ves, con esta maravillosa proporción. Luego Osvaldo Reyno agregó una fila más hacia el final, pero lo demás se mantuvo. Está muy bien pensado y proporcionado.

-En esa época, una de las primeras críticas lo catalogó de esnob y afirmó que si el teatro tradicional estaba en decadencia, la circularidad no iba a revertir esa situación.

JB: -Claro, no se aceptaban las innovaciones muy rápidamente; la convención del teatro frontal, a la italiana, imperaba.

-Con su famosa cuarta pared.

JB: -Sí, era la concepción de la época, y esto fue revolucionario. Pido disculpas por referirlo a una anécdota personal, pero fue lo que me animó subconscientemente a venir para acá. Básicamente, yo veía teatro en El Galpón -lo tenía enfrente a casa [ver: www.ladiaria.com.uy/AClJ]- y en la Comedia [Nacional]. El Circular me había pasado como de largo. Un día, llego y veo un espectáculo llamado Rencor hacia el pasado, de John Osborne [1960], dirigido y protagonizado por Taco Larreta. Cuando entré no podía creer que aquí estuvieran armados el living comedor y el estar de una casa. Me distraje -y por eso la vine a ver otra vez-, porque estar en este espacio era una experiencia dentro de la experiencia. Después empezamos a venir a ver otras obras.

-¿Las grandes puestas de los 60, como El jardín de los cerezos (1967) y Lorenzaccio (1968), dirigidas por Grasso?

JB: -Esas mismas.

JG: -Yo la primera que vi fue El jardín de los cerezos.

-¿Cómo llegaste al Circular?

JG: -Yo soy de Camino Maldonado. En esa época, las hojas de diario tenían muchas utilidades, y una de las que tenían para mi madre era ponerlas sobre la mesa en vez de un mantel, para evitar que se ensuciara. Me acuerdo de que me llamó la atención el título de El jardín de los cerezos; aunque yo era chico, no sé por qué me atrapó y me puse en campaña para ir, a pesar de que no era de viajar ni de venir a Montevideo. Como era medio paisano, tenía la manía de hacerme planitos para no perderme. Llegué perfectamente al teatro, saqué la entrada y me dieron asiento ahí [señala la primera fila]. Fue una casualidad, ya que me podían haber dado en cualquier lado. Si bien ya había visto teatro, esto me impactó muchísimo, tanto que lo sigo recordando hoy. Ver transcurrir aquel [Anton] Chéjov que hizo Omar con Nidia Telles, Nelly Goitiño, Berto Fontana... Era impresionante. Recuerdo una cosa que era muy de Omar, a pesar de que en esa época no había revolucionado tanto los textos: es muy propio de Chéjov incluir silencios, y en la puesta, en medio de un silencio, una cuerda hacía “talaaaaaann” y lo dejaba a uno impactado. Ese detalle me impresionó mucho. Quedé enamorado de este teatro.

JB: -Es lo que sucedía: este teatro te seducía. En ese momento histórico, realmente el teatro no tenía un elenco estable, sino que se fue estabilizando durante los años siguientes y por medio de las escuelas. Juan, yo y otros compañeros somos de la segunda escuela. La primera fue la de Gloria Demassi, Isabel Legarra, Francisco Nápoli, Joselo Novoa, Adhemar Bianchi y Adriana Rovira, entre otros. A partir de una escuela estable de tres o cuatro años, ya vas formando, dentro de una institución, la posibilidad de que mucha gente se quede. Pero era una época en la que venían todos los consagrados, entre los que estuvieron Villanueva Cosse, Walter [Reyno], [Dahd] Ducho Sfeir, Adela Gleijer... Los directores rescataban actores que integraban elencos que quedaron para el gran recuerdo. Y esas puestas de Omar Grasso, que tenían un sello de pasión y de reflexión increíbles.

JG: -Tenemos que agradecer siempre haberlo tenido como profesor y como guía en tantas actividades. Él al comienzo era conservador del texto, pero luego empezó a imprimirle una impronta muy personal, y por medio de ellos, ofrecía una estética muy particular, convirtiendo los textos universales en temáticas que hablaban de nosotros y de lo que sucedía en esos momentos. En el caso de Los días de la comuna de París [de Bertolt Brecht], todo estaba representado por bancos pequeños, como las armas, las escaleras, los objetos de trabajo. Todo eso conformaba una manera de hacer teatro distinta, que comenzó a radicalizarse cada vez más.

JB: -En el Odeón hizo El tobogán [de Jacobo Langsner], con sillas sobre un escenario enorme y vacío. Después repitió la experiencia haciendo un Shakespeare en El Galpón, utilizando palos.

JG: -Todos estaban vestidos con jardineritos blancos.

JB: -Tomaba un objeto y lo integraba estéticamente. Ese objeto tomaba el lugar de todo: de mesa, de silla, de armas.

-¿Cuál fue el primer espectáculo en el que participaron?

JG: -La comuna de París fue el primer espectáculo en el que trabajé, aún estando en la escuela, porque necesitaban muchos actores para pequeños papeles. Para mí fue un acontecimiento maravilloso. En una de esas escenas fue precisamente cuando nos tirábamos los bancos, infundiendo una sensación de fuerza y de ejercicio colectivo.

JB: -Coincidimos como guardias. En los bancos altos estaban los nobles, y en los chicos, debajo, el pueblo, adoptando distintas formas. En ese entonces estaba fuera de la escuela, ya que tuve que abandonarla por distintas razones.

-Pero Walter Reyno se volvió a cruzar en tu camino.

JB: -Walter Reyno era nuestro profesor, y ese verano -entre primer y segundo año- me fui a El Pinar. Cuando estaba comprando algo en el único supermercado, escucho: “¿Qué tal, muchacho? ¿Cómo le va? Buenas tardes” [simulando el característico tono de voz grave de Reyno]. Con esa voz megafónica me dijo, antes de irse: “Flaco, estamos necesitando gente para una obra que está montando Omar Grasso. ¿Por qué no te vas por allá? Vas a ser bienvenido”. De alguna manera, tengo que agradecer que, por intermedio de Walter Reyno, yo estoy acá, contando esto. No sé si hubiera vuelto ni a dónde me hubiera llevado la vida.

JG: -Yo era funcionario de El Galpón, pero nunca había estado en una escuela. En un momento en que estaba limpiando el teatro, vino Joselo Novoa y me preguntó si me iba a anotar en el Circular. Le dije que ni me había enterado, pero me animó a que me anotara. Así fue como entré.

-En los 70, Omar Grasso inició los seminarios, en los que participaron figuras como Atahualpa del Cioppo, Carlos Maggi y Alberto Paredes.

JG: -El guía era Omar Grasso, y él fue quien convocó a Maggi, Del Cioppo y [Ruben] Yáñez. Nos daban charlas, cursillos.

JB: -En ese sentido, Omar fue un pionero. Y no sólo en eso. Que venga un director y les diga a los actores: “hagan”, mientras crean improvisando, era algo bastante extraño en el medio.

JG: -Por naturaleza era innovador y revolucionario en su concepción estética de los espectáculos, que era muy particular.

-A ustedes, como jóvenes, había algo que los interpelaba en el Circular.

JG: -Sí, y aunque me gustaba el teatro, a otra institución no me hubiera aproximado. Sin embargo, la oportunidad que me dio el Circular fue emocionante.

JB: -Aunando experiencias personales, con tantos años que viví frente a El Galpón, que no haya ido a su escuela... Me lo dicen aún hoy integrantes viejos de El Galpón, probablemente por esos celos que el paso del tiempo va atenuando. El Galpón es igual al Partido Comunista. En aquel Uruguay era algo fuerte. Y en mi casa, de pensamiento muy conservador, eran colorados de la 14 y estaban midiendo mis pasos a ver si me inscribía en la escuela de El Galpón. Mi vida de liceal tomó por otros lados, incluso cuando seguí viendo teatro. Pero como decíamos, la seducción por este espacio era especial.

-¿Esa vivencia se trasladaba al público?

JB: -Creo que el público a veces le tiene miedo a la intimidad, aun hoy en día, aunque ahora ya se acostumbró bastante. Pero eso de tener un actor que te pasa al lado y lo sentís respirar... Recuerdo gente allegada que me decía: “por favor, que me den tercera o cuarta fila”.

JG: -Por otro lado, para los actores esto requiere un ejercicio de concentración, ya que si hay alguien conocido en el público es imposible no verlo. Incluso me sucedió en el último espectáculo que hice, de Santiago Sanguinetti [Breve apología del caos por exceso de testosterona en las calles de Manhattan, por el que ganó el premio Florencio como actor de reparto].

JB: -Yo quisiera referirme a una anécdota que mencionó Juan. Nosotros compartimos con Walter Reyno un espectáculo que quisimos mucho: Quiroga, de Víctor Manuel Leites, en el que los tres interpretábamos a Quiroga en sus distintas etapas de vida. Obviamente Walter era el protagonista, porque se centraban más en las experiencias del Quiroga veterano. Llega el día del estreno, y Walter debía comenzar un monólogo -vestido con un mameluco color terracota, asemejando al Quiroga de la selva-. “Cuando anaconda, en medio de esas tardes, empieza a reptar por el campo”, dijo con su voz y sus pausas brutales, y se hizo un silencio eterno. El público banca siempre, acepta los accidentes, pero se hizo una laguna absoluta. En un momento lo retomó de cualquier manera, hasta que lo reenganchó. Un día me dijo: “Tu hijo, sentado en primera fila, no dejaba de mover su pierna cruzada, como niño que era. En un momento vi algo que se movía y me fui”. Esto muestra que la particularidad del espacio no sólo la vive el espectador, sino también nosotros.

-Imagino que debe haber jugado un papel muy importante la autogestión del teatro.

JB: -Claro. Recuerdo cómo la historia de Uruguay, y de un teatro en particular, se cruzaron. Acá no había cargos rentados. Los boleteros éramos nosotros. Cuando se hizo, no hace tanto, El herrero y la muerte [de Mercedes Rein y Jorge Curi], en 1981, la administración la llevaba un compañero del Circular. Yo no estaba en el espectáculo, pero recuerdo al actor Carlos Frasca -vestido de San Pedro-, que antes de entrar a escena sacaba una libreta y dinero de su bolsillo para pagarle a un proveedor, y luego entraba y hacía su papel como si nada. Eso retrata muchísimo. Además, era muy gracioso, porque él portaba el famoso llavero de San Pedro, por lo que se cruzaba la ficción con la realidad: ese llavero convivía con las llaves de la administración. El hecho de apreciarlo lo convertía en una escena en sí misma, fuera de El herrero y la muerte.

JG: -Nosotros hacíamos todo.

JB: -Siempre este teatro se manejó por asambleas democráticas.

-En 1963, la Federación Uruguaya de Teatros Independientes aprobó siete principios entre los que se encontraba la organización democrática, la independencia, el teatro nacional de arte y popular y la militancia, principios que el Circular había contemplado desde sus comienzos.

JB: -Siempre la idea fue tratar de no traicionar estos principios. Con mayor o menor éxito artístico, siempre se caracterizó por ser un teatro de arte, sin rebajar la propuesta a un teatro facilista o frívolo. Creo que en esto ha cumplido con creces. Más allá de los problemas internos que pueda tener un teatro, finalmente, de lo que se trata es de preservar el repertorio, qué le vas a ofrecer a la gente y a la sociedad.

-¿Las asambleas mantienen la misma dinámica?

JG: -Es muy similar. La asamblea es el órgano máximo del Circular; los integrantes resuelven el camino que va a adoptar el teatro. Luego, se designan distintas comisiones que cumplen con esos criterios que fija la propia asamblea. En general, hay que atenerse a lo que allí se resuelve. Según las épocas, han sido más o menos intensas. Algunos siempre hemos luchado por que la asamblea sea un órgano de trabajo, ya que en otra época eran un órgano donde se practicaba la oratoria. Ahora ya no sucede, ya que se vuelve más engorrosa la discusión y se dilata la concreción.

JB: -Lo que dice Juan es muy cierto. Era otra etapa de Uruguay, en la que no existía internet. Era distinto el flujo de la comunicación, las asambleas podían finalizar a las 2.00, ya que había personas que realmente tenían vocación por el discurso. Se efectuaban reflexiones más o menos sesudas, más o menos compartibles, pero el manejo del tiempo era dilatado, e incluso algunos se iban al boliche para seguirla.

-Cuando falleció Reyno, vos te referiste a su modo de percibir y defender ciertas cuestiones de las asambleas.

JB: -Nosotros lo comenzamos a ver desde que éramos tiernos alumnos. Tal vez por eso podíamos discutir muchísimo con él sobre temas internos de repertorio o conductas. A lo que sí le teníamos que rendir homenaje era a lo claro que tenía lo que significaba ser un integrante de fierro. Fue un referente absoluto en cuanto a lo que era una institución independiente y al compromiso que implicaba integrarla.

JG: -Con El herrero y la muerte estábamos viendo lo que teníamos pendiente, y ellos [Walter y Osvaldo Reyno] eran tipos que estaban en todas las tareas...

JB: -... predicaban con el ejemplo.

JG: -Eran personas de hacer, y hasta el día de hoy estoy seguro de que Osvaldo continúa siéndolo. En ese entonces, mientras hacíamos la obra y nos encargábamos de esas otras actividades, yo comencé a quejarme de los integrantes que no venían. Pero ellos me miraron y me dijeron: “Vamos a hacerlo nosotros, lo demás no importa”. Ahí aprendí que el trabajo hay que hacerlo y que todos saben que tienen su compromiso. Ésa es una lección personal que debo reconocerles y que aplico hasta el día de hoy.

JB: -Eso es histórico. Siempre en una institución se encuentran distintos perfiles. De 40 integrantes, los que realmente hacen lo necesario para que el teatro avance tal vez sean diez, y tal vez esté siendo generoso. También están aquellas personas que vienen sólo porque quieren actuar, y esto sucede en otras instituciones del teatro independiente, porque tiene que ver con esas cuestiones inherentes al ser humano, de “alguien lo va a hacer”.

-Walter se había distanciado del Circular en los últimos años, pero me parece interesante recordar una cita de Leo Maslíah en su perfil de Facebook el día que falleció: “Montevideo sin Walter Reyno pasa a ser una ciudad completamente distinta. Es urgente que se le cambie el nombre”.

JG: -Su falta tiene que ver con la ausencia de una imagen. A nuestra generación le tocó hacerse adulta de apuro, resolver la problemática solos. Ellos [los hermanos Reyno], como personajes importantes del teatro, no fueron un obstáculo para que los demás también tuviéramos la responsabilidad de hacer cosas.

JB: -Por el año 2000 hice producciones independientes y después ingresé a la Comedia. Recuerdo que en los últimos tiempos a Walter se lo había designado intendente, un cargo que no existía, pero que reflejaba a alguien que podía opinar y realizar cualquier tipo de actividad del teatro, porque las había pasado todas. Era esa imagen fuerte a la que se refiere Juan, que nos marcó a todos de alguna manera, sobre todo en el ser institucional.

-Volviendo un poco a la historia del teatro, estoy pensando en que, mientras en el país comenzaban a instaurarse las medidas prontas de seguridad, se abrió la primera escuela, lo que definió un lugar determinado del teatro en la sociedad.

JB: -Esto da pie para recordar que en 1973, el año en el que comenzó el período de facto, acá se estrenó Operación Masacre. Hasta el día de hoy me queda grabada la escena del allanamiento de una casa. Uno todavía no tenía la dimensión real del horror que íbamos a vivir, aunque ya se estaban vislumbrando muchas cosas. Sobre la calle Rondeau se colgó un pasacalle que decía “Operación Masacre, teatro Circular”. Una locura.

JG: -Claro que lo hicieron quitar, porque era una alusión a la realidad, escrita en letras negras sobre fondo blanco, que atravesaba la calle.

-Ustedes ingresaron en 1971. ¿Cómo recuerdan esos años tan difíciles desde el Circular?

JB: -Fueron momentos de muchísima tensión. A mí me quedó algo grabado de un profesor que tuvimos, llamado Tabárez. En ese momento se estaba representando Esperando la carroza [de Jacobo Langsner], y en medio de una clase dijo: “Tomen nota sobre esto que voy a decir, y después hagan lo que quieran. Ustedes ensayan, preparan una obra, reflexionan sobre la época, el autor, el personaje y estrenan, pero lo que no hacen, y sería muy bueno que hicieran, es reunirse para hablar artísticamente del hecho que acaban de consumar”.

JG: -Sí, increíble. Nosotros también eramos militantes afuera. En mi caso, recuerdo que Tabárez, que nos conocía a todos muy bien, en una charla dijo algo muy importante sobre nuestra disyuntiva, que era: ¿qué hacemos? Si nos jugamos la vida en la militancia, que ya habíamos elegido afuera, ¿qué hacíamos con el teatro? Un día él habló sobre el tema: “Muchachos, hay algo que les quiero decir: la revolución es necesaria e indispensable, pero ustedes piensen que siempre se van a necesitar artistas y actores. Cada uno elija el camino que quiera, pero recuerden eso”. Para mí fue un instante de revelación para tomar partido, y, de hecho, mi partido fue el teatro. Como dije, fuimos jóvenes que tuvimos que madurar rápidamente, pero creo que tuvimos una muy buena postura, la de no cerrar la escuela, y la de abrirles la puerta a los alumnos de El Galpón, que se habían quedado sin escuela. Todos lo llevamos adelante con éxito, y eso también fue un modo de resistencia.

-¿Cuál creen que es el lugar hoy del teatro Circular?

JB: -Haber abierto el espectro a nuevos directores y dramaturgos.

JG: -Hemos combinado la madurez con la innovación, ofreciendo oportunidades a los jóvenes, como Gabriel Calderón y Santiago Sanguinetti. En muchas oportunidades hemos podido llevar adelante esa ecuación con buenos resultados. Eso es algo que surgió a partir de este colectivo llamado teatro Circular.