De un modo por lo menos discutible, los grandes medios de comunicación uruguayos han narrado la violencia desatada en las calles de Venezuela.

Basados en la prensa opositora (venezolana, estadounidense y europea) y en testimonios de venezolanos contrarios al chavismo, los principales medios nacionales reproducen un relato casi monolítico sobre lo que sucede en la tierra de Bolívar. Esta narración es construida mediante diversos recursos: mientras que las explicaciones oficiales son expuestas como tales (“según el gobierno”), la versión opositora es ofrecida como dato objetivo; el Estado es presentado y analizado como el único poder en acción, mientras que la oposición queda reducida a marchas ciudadanas y a un par de liderazgos, sin mencionar la injerencia de potencias extranjeras, el activismo de poderosas empresas enemigas del chavismo y la violencia recurrente de numerosos dirigentes opositores; Venezuela es contada sin pasado: cualquiera diría que antes de 1999 el país no existía, o era ideal; los logros del chavismo, aun aquellos sobre los que hay consenso, jamás son noticia; a veces se recurre a la mentira lisa y llana.

Claro está que Telesur no es garante de La Verdad, sobre todo porque ésta no existe. Sí existen las verdades, diferentes y a veces contradictorias, que responden a intereses disímiles y que se disputan a diario el poder, cada una con el fin de instalarse como verdad para todos. De más está decir que el universo de verdades enfrentadas no incluye las mentiras: cuando el 13 de febrero el diario argentino Clarín presentó en su tapa un fotomontaje grosero que pretendía alarmar sobre la situación en Venezuela, no estaba exponiendo su verdad sino una mentira, y eso lo ubicó no sólo al margen del periodismo, sino también de la militancia con ética.

Ahora bien, si concluimos que Telesur difunde sólo una verdad, deberíamos preguntarnos por qué los medios nacionales más destacados reproducen sin atenuantes los informes y argumentos de medios como CNN, portadores de verdades igualmente discutibles e interesadas. La explicación es netamente política: CNN es la expresión cultural de un proyecto político que había logrado imponerse en nuestros países, y por ello se ha naturalizado en su posición dominante. Desde luego, tal posición puede ser ocupada por actores diferentes, dependiendo del escenario: en algunos países la hegemonía cultural es obra del mercado; en otros, del Estado; mientras que en Venezuela dos verdades luchan cuerpo a cuerpo todos los días.

La guerra política que se libra en Venezuela llega a Uruguay, a través de los medios masivos, contada por una única voz. A modo de ejemplo, alcanza con decir que en 2002, cuando se produjo un golpe de Estado contra el entonces presidente Hugo Chávez, los medios uruguayos informaron, casi sin excepciones, que Chávez había ordenado reprimir, causando numerosas muertes de civiles, y luego renunciado. Poco después supimos que el presidente venezolano estaba secuestrado, y varios documentales han mostrado el modo en que las imágenes de la represión habían sido manipuladas en favor de los opositores (ver, por ejemplo, Puente Llaguno, claves de una masacre, en http://ladiaria.com.uy/UEP). En 2014, los sucesos violentos que ocurren en Venezuela vuelven a ser expuestos por la gran prensa nacional de un modo arbitrario, siguiendo sin reparos la línea argumental de las empresas mediáticas enfrentadas al chavismo.

Al constatar tal realidad, debemos preguntarnos por qué persiste la debilidad de los medios públicos y comunitarios, e incluso de los privados alternativos, al momento de marcar agenda y masificar una mirada diferente sobre los temas más destacados. En definitiva, ¿por qué los grandes medios privados siguen siendo, ya casi terminada la década de gobierno frenteamplista, los principales formadores de sentido común? Si bien estamos lejos de pretender un Estado que trate de imponer a la ciudadanía una única Verdad desde, por ejemplo, la televisión pública, sí podemos exigir un sistema de medios verdaderamente democrático y amplio, tanto desde lo estético como desde lo ideológico. Para ello, necesitaríamos medios públicos competitivos y plurales, medios comunitarios viables y autónomos frente al gobierno de turno, y una baja concentración en el esquema de medios privados. Es en tal sentido que muchos esperamos por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, no como la panacea de la libertad y la diversidad, sino como un escalón más que nos acerque a la democratización de la palabra, que es también la democratización del poder.