El 17 de abril de 1996, 19 campesinos sin tierra de Brasil fueron asesinados por la Policía Militar en el municipio Eldorado dos Carajás, del estado de Pará. Otros tres campesinos murieron días después, debido a las lesiones recibidas y 69 más sufrieron heridas de consideración. Una masacre pura y dura, promovida por los sectores latifundistas de la zona, contra una movilización pacífica que 1.500 hombres y mujeres del Movimento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) realizaban reclamando tierra y reforma agraria.

Ese mismo día, Vía Campesina Internacional, organización creada en 1993, que nuclea a más de 150 organizaciones locales y nacionales de 70 países y representa a más de 200 millones de campesinos y campesinas en el planeta, realizaba su segunda Conferencia Internacional en Tlaxcala, México. La noticia cayó como una bomba y, aún bajo el impacto de lo acontecido, la organización decidió que el 17 de abril fuera declarado Día Internacional de la Lucha Campesina.

Aquel episodio no fue una excepción en nuestro continente. En los últimos 30 años, más de 1.700 campesinos y campesinas han sido asesinados en el país norteño, 134 en Paraguay desde 1989, más de 112 en Honduras en los últimos cuatro años... La lista es larga e incluye a Colombia, Argentina, Chile, Ecuador, Venezuela, Perú, Bolivia, Guatemala, México... Quien haga una búsqueda en Google se sorprenderá. Los ejecutores habitualmente son sicarios, grupos paramilitares y, en gran medida, también las fuerzas policiales. En algunos casos son los propios promotores de eliminar “el problema” quienes empuñan las armas: latifundistas, grandes empresarios agrarios, los poderosos que pujan por la tierra.

Porque de eso se trata en todo caso: los campesinos y campesinas son asesinados en el marco de un conflicto por la tierra y los bienes naturales. Es un conflicto que tiene por un lado, a quienes quieren hacer de esos bienes comunes una mercancía, un objeto de y para el lucro, que aspiran a toda costa, y sin importar sobre el cadáver de quiénes tengan que pasar, a la acumulación de riqueza y poder en pocas manos. Del otro lado están los campesinos e indígenas que pretenden vivir de lo que produzcan sus manos, de producir alimentos para sí mismos y para el resto de la sociedad, que viven su vínculo con la naturaleza sin pretender explotarla hasta la última gota, y que además hoy en día se hallan muchas veces al borde de la sobrevivencia.

En Uruguay, este conflicto afortunadamente no se expresa mediante una cifra de muertos en enfrentamientos armados, pero podemos decir sin lugar a dudas que está instalado. Los números son los del Censo General Agropecuario de 2011: en los últimos diez años, más de 8.000 familias, agricultores y agricultoras que producían en predios de 1 a 19 hectáreas, han dejado el medio rural. Son más de 11.000 si consideramos extensiones de hasta 99 hectáreas. Por otro lado, la proporción de tierra en manos de sociedades anónimas pasó de menos de 1% a rondar el 40%. Las tierras, en nuestro caso, se han obtenido a punta de chequera, y desde el Estado uruguayo, en lugar de recurrir a las fuerzas represivas, se han generado las condiciones necesarias para favorecer la instalación de estos empresarios desde la lógica del libre mercado.

Éste es el elemento más dramático del conflicto entre nosotros; la pérdida de esas 11.000 unidades de agricultura familiar equivale a una masacre silenciosa que pone en riesgo la autonomía alimentaria y por ende política de nuestro país, ya que el saber y las tecnologías de producción de alimentos en escala familiar se pierden con ellos. Semillas criollas, laboreos no dependientes del petróleo, oficios rurales, manejos de cultivos y de animales... todo un saber hacer que se va con cada familia que emigra. Por este motivo, la alternativa de crecimiento a partir de la instalación del agronegocio en Uruguay es claramente una política cortoplacista de “pan para hoy y hambre para mañana”. Porque cuando las condiciones de rentabilidad hagan migrar al capital transnacional que está detrás de estas empresas, y/o cuando no quede casi nadie que pueda producir una lechuga para el consumo interno y eso eleve los precios del vegetal aún más que hoy, el quiebre de la memoria de la producción de alimentos será más difícil de revertir.

Las alternativas al modelo de desarrollo sostenidas en el agronegocio no se pueden construir aisladamente desde las escalas nacionales, mucho menos cuando este conflicto se plantea desde nuestra escala. Es por este motivo que, ante un nuevo 17 de abril, parece necesario poner sobre la mesa una pregunta: ¿Cuánto potenciaríamos nuestras propias luchas locales si fuéramos capaces de hacer crecer y fortalecer nuestras propias redes de organizaciones sociales (agricultores familiares, asalariados rurales, colectivos de consumidores, colectivos por la defensa de los bienes comunes, etcétera) en una nueva coordinación de escala nacional, que a su vez sirviera de base para integrarse plenamente a una organización como Vía Campesina Internacional, y que podría funcionar como Vía Campesina Uruguay?

Por lo pronto, queda claro que la construcción de otras formas de producción de alimentos, alternativas al agronegocio y al modelo de desarrollo que se sostiene desde el paradigma de la ganancia, exige respuestas en escalas micro, regionales y planetarias, en las que queda mucho por hacer. Ése es el camino elegido por los campesinos y campesinas del mundo, aun a costa de sus propias vidas.