-Me gustaría empezar tocando un punto del texto que escribiste para la muestra de SOA. Al principio mencionás, de forma un poco polémica, “las vanguardias sesentistas europeas y estadounidenses”, y hablás de cómo fueron acogidas y apropiadas acá. ¿Qué pasó?

-Por supuesto que es como lo veo yo, de objetividad nada. Es como si tiraras un ladrillo en un lago… llegó, alrededor de 1958-1959, una exposición de arte contemporáneo en la Biblioteca Nacional, y luego otras: generaron una repercusión prácticamente inmediata en un ambiente que tenía un desconocimiento total de lo que pasaba afuera, una especie de pueblo chico. Yo era joven, todavía estudiaba, pero todos, también amigos más grandes, cambiamos súbitamente sobre ese nicho de flamantes tendencias: las primeras cosas pop, sobre todo los informalistas, por ejemplo Burri y Tãpies. Nuevos caramelos surtidos, y todos tirándonos arriba a ver quién sacaba uno, quién sacaba el otro: es una situación que, con el tiempo, vista retrospectivamente, me parece un poco triste, con esta dependencia tan directa, casi alegórica. Yo mismo, como muchacho, robé algunas cosas, pero quedaron en el camino.

-Luego destacás cómo, después del “tsunami dictatorial […] nada ni nadie sería lo mismo”. ¿Cómo cambió tu arte luego de ese trauma monstruoso?

-Entre mis comienzos y la dictadura, en ese espacio, los 60, hice lo que mis maestros me aconsejaron, ir a la “matriz” de todo, así que me fui a Europa. Hice mis deberes, visité todos los grandes museos y las catedrales, como buen chico educado y socialdemócrata, y sólo muchos años después entendí que había un problema: si bien lo que estábamos haciendo con el grupo con el que trabajé allá era interesante, lo residual de esta experiencia era contradictorio. El contexto en Uruguay había cambiado, estaba la dictadura, y a mí, a 11.000 kilómetros de distancia, me producía la sensación de traicionar “el lugar”. Advertí que el trabajo que había hecho hasta este momento, incluso de forma empecinada, me colocaba en un plano de lejanía simbólica con mi país, y que lo que estaba haciendo en Europa era un síntoma de enfriamiento, porque los soportes formales sobre los que me apoyaba no eran propios de mi lugar de nacimiento; nos habíamos apoderado de algo ajeno. Estábamos tercerizando una fundación que estaba muy lejos de ser “nuestra”. El conflicto entre el origen y la originalidad: no se podía construir nada original sin haber, primero, construido el origen. La metáfora que encontré para simbolizar ese conflicto es la de la casa: recién compraste un apartamento, das una fiesta, todo el mundo te felicita por tus adornos, por el color de las paredes, por los mármoles que trajiste de Carrara, pero nadie te felicita por los cimientos de la casa, oscuros, hundidos en la sombra, escondidos y húmedos; están soportando tu penthouse, que sin embargo, aparentemente, no tiene cimientos. Están abajo haciendo la lucha de clases, bancándose el peso, mientras arriba la gente se congratula por la belleza de tu departamento. Comencé entonces a complicarme con la idea, o la utopía, de una fundación: creo que sin fundación no hay posibilidad de crear espacios y lenguajes propios.

-¿Hay artistas que se movieron buscando esa fundación?

-Te doy un solo ejemplo, Tomás Cacheiro, ceramista que siempre vivió en Treinta y Tres y que les vendía chifles a los troperos y a los dos años se los cambiaba por unos nuevos. En ese tiempo, sobre el chifle se había formado una costra, hecha del polvo y del sudor del caballo, que luego él aprovechaba y trabajaba escultóricamente. Lo que él hacía con ella no me satisfacía, pero en términos de material creó algo, y a eso yo lo llamo fundación: tenía un soporte nuevo que validaba todo lo que hiciera después, eso lo había conseguido él a partir de la nada.

-Contás, en el texto que mencioné antes, que cuando volviste al país empezaste a trabajar “como simple cronista visual”. ¿Me podrías definir con más detalle qué entendés por “cronista visual”?

-Mi trabajo trata de relatar, y se apoya en el testimonio de contextos que registro visualmente y que traduzco en representaciones plásticas. Son hechos, acontecimientos, sujetos que he traído de una relación directa: la presencia de la textura de una pared, la foto de un desa-
parecido durante la dictadura, el viento de Montevideo, algo que todos padecemos. Intento la representación de lo que vivo así como un periodista intenta, en su relato, la recuperación de sucesos. Creo que poseo cierta inteligencia visual para cooptar elementos accidentales o fortuitos que la mayoría de la gente no percibe. Ésa es mi materia prima, pero también es para desligarme del dolmen europeo, norteamericano, asiático, del que no me siento deudor; no le debo nada a Europa, a Estados Unidos e incluso a ciertas tendencias que vienen de Asia. Siento, al revés, que tengo que devolverle algo al lugar en el que yo habito, pero no como país o nación. Cuando hablo de lugar no hablo de una frontera cerrada con un escudo y una banderita, hablo de algo que cambia todos los días. Las fronteras del lugar son subjetivas, simbólicas, parciales, unilaterales, poco democráticas, porque las inventás vos con tus recuerdos, a menudo modificados. Pero estos recuerdos son reales.

-Hablemos de estas dos muestras simultáneas. ¿Me explicás qué se puede ver en SOA y en Dodecá?

-La de SOA es una muestra que se produjo por acumulación en el stock del taller. Hay piezas de los últimos 15 años y que en sí mismas son bastante heterogéneas. Sí hay un hilo, un cordón umbilical, que es lo puramente visual: por ejemplo, hay dos obras que juegan con las sombras, pero tienen más de diez años de diferencia entre sí. Acá también queda claro que en mi producción las soluciones formales son distintas, pero la iconografía se repite -seis o siete figuras-; hay una insistencia en volver a la misma fuente de agua: se toma agua de la misma vertiente, pero se toma, cada vez, de manera diversa. La exposición de Dodecá tiene un título elocuente, Sobras de autor, y va a ir toda en el suelo. Junté varias “cosas” que yo hago y las tiré, como si hubiera venido con una volcadora, en el piso.

-La memoria, en el sentido más amplio del término, es el eje central de tu arte. ¿Tenés una definición de ella?

-Te cuento que hace poco me encontré con una señora que había viajado conmigo, de joven, a Brasil, en un viaje de estudio, y nos pusimos a hablar de un cuadro de Holbein que habíamos admirado allí. Yo lo recordaba de tono verde y ella, azulado: no pudimos ponernos de acuerdo. Sin embargo, una vecina italiana del barrio de mi niñez tenía unas tazas de diferentes colores que los chiquilines usábamos para tomar, entre un juego y otro, y que teníamos que reponer siempre en el mismo orden. El Holbein lo vi a los 22 años y es un recuerdo borroso, mientras que me acuerdo perfectamente de las tazas de mis seis años. Esa mirada quedó como un imprinting brutal, superior a la intelectual, y eso a mí me ha hecho revolver mucho la bolsa para buscar una argumentación que respalde lo que hago. Yo no soy lo que quiero ser, soy lo que no puedo dejar de ser. Uno no es lo que acumula, sino adonde pertenece; en este sentido, cada persona es un lugar, y eso trato de transmitir con mi obra. En mi caso, el lugar es Montevideo, que es el lugar de mi infancia y es el lugar del mundo que más odio y que más amo, y trato de representarlo con mis aciertos y mis errores.

-La memoria, el pasado. Pero, a la vez, sos un artista muy atento al hoy: ¿qué escribirías en unas hipotéticas “Memorias del presente artístico del Uruguay”?

-Todo lo que no sé es mucho y lo que sé es poco, pero te voy a contestar igual. Tendría por lo menos un sustantivo que resultaría agresivo, porque hay mucha gente que se sigue rompiendo para conseguir algo. Yo, en principio, lo veo como una metástasis. Pero todo es como una superficie selvática que te inhibe de percibir con discernimiento, no podés racionalizar una estrategia, porque no tenés perspectiva. Esta forestación impide una visión lúcida. Entre los nuevos medios y su frondosidad tecnológica y el bosque político y filosófico que nos rodea, tenemos una cortina tan pesada y tan cercana a los ojos que creo que ni mis contemporáneos ni yo podemos ver con claridad, sólo podemos tratar de intuir con claridad.