Por lúdico, de las primeras cosas que se desean tener desde niño es una bicicleta. Mucho más inclusivo que pelotas o muñecas -generalmente discriminadas por sexo-, la primera llega con rueditas a los costados que ayudan al equilibrio. Desde la primera vez y hasta aprender (más o menos bien), vamos rodando un engranaje de pedal, platos, piñones y cadena que no olvidaremos en toda la vida. De pequeño a adulto, de generación en generación, el relato del paseo incluye al tío Checho apresurado por venirse de las Cataratas del Iguazú, desesperado para -¡al menos!- escuchar las últimas tres etapas de su Vuelta; y también incluye a la tía Graciela, que anduvo en bici desafiando su pasado y dando risas a hijas y nietas. De esas prácticas de jugar por jugar siendo niño, por el camino inductivo que confiere el paso del juego al deporte, algún joven decidió que la bicicleta lo acompañara mucho más que un tramo. Sin saberlo, tomó una herencia que transformó en modo de vida: ser ciclista.

Desde Mariano de Fino, del Club Ciclista Fénix, hasta Celmar Marmolejo, de Belo Horizonte. Desde el ganador indiscutible de la competencia hasta el pedalista que terminó la carrera defendiendo la camiseta de su club en forma solitaria tras el abandono de todos sus compañeros en el correr de la semana. Esmerados, valerosos. En definitiva, la estrategia siempre es una: la cola en el asiento, las piernas de pantorrillas duras dando pedaladas, las manos firmes en el manillar y la cabeza gacha en cada embalaje o erguida cuando el pelotón mira unirse la ruta con el cielo. Mucho más que recompensas tiene el camino.

Nadie regala nada: todos los kilómetros son dando pedal. Un auto tarda dos horas para cubrir 200 kilómetros; cómodos asientos, radio con música a gusto, rueda de mates disimulando de la Policía Caminera, conversación y proyectos varios. Un ciclista cubre la misma cantidad de kilómetros en más de cuatro horas; sentado en un fino -literalmente hablando- asiento soportado con calzas acolchonadas, escuchando compañeros o rivales que pergeñan escapadas, chupando de la caramañola ese trago de jugo que remoja los secos labios o comiendo una fruta para darle piedad al esfuerzo del cuerpo, observando carteles que pasan lento anunciando ciudades. Ni que hablar si son días de lluvia o viento, o si la etapa indica que se echarán hasta los últimos bofes en la Subida de Pena que da sombra al Valle del Lunarejo. Acalambrarse no es detener el auto en la estación de servicio para estirar los pies e ir al baño. Acaso, para el ciclista, lo único que se sabe antes de largar es que no se tiene idea si se soportará el recorrido infinito de las etapas.

Mariano de Fino ganó la Vuelta a Uruguay con un tiempo de 34 horas, 30 minutos y 18 segundos. El Premio de la Cima lo obtuvo Sixto Núñez (BROU Flores) con 22 puntos, el Sprinter fue para el argentino Sebastián Tolosa (Buenos Aires Provincia) con 23 unidades, el mejor sub 23 fue Mauricio Moreira (Estudiantes El Colla), el más regular fue Wilder Miraballes (Villa Teresa) con 62 puntos y el mejor equipo fue Schneck Alas Rojas, de Santa Lucía; Celmar Marmolejo terminó en el puesto 86, a más de una hora y media del ganador, y Daniel Silva (Peñarol de Maldonado) culminó a dos horas y media del líder.

Date el premio

Como señalamos, la general fue para Mariano de Fino, de Fénix, con un tiempo de 34 horas, 30 minutos, 18 segundos. En el segundo lugar quedó Gonzalo Tagliabúe, de BROU Flores, a 2 minutos, 5 segundos. En el tercero, Gregory Duarte, de Villa Teresa, a 2 minutos, 17 segundos. Ninguno para Schneck Alas Rojas, de Santa Lucía, que, pese a eso, se quedó con la general por equipos sobre el resto, con un tiempo de 103 horas, 5 minutos, 56 segundos. Sixto Núñez, de BROU Flores, ganó la Montaña. El único premio que no quedó en Uruguay fue el Sprinter, ganado por Sebastián Tolosa, de Buenos Aires Provincia.

Nadie puede dudar que todos tienen en común, desde el primero al último, una enorme capacidad de sacrifico y sufrimiento, de constancia, de amor propio. En otro siglo nadie se habría asombrado. Hoy la realidad es bien distinta y aquellos valores del pasado son nublados por lo fácil y frecuente, por la obtención de lo inmediato a como dé lugar, sin rasgarse las vestiduras. En el ciclismo no hay épicas ni milagros, ni gestas homéricas, ni suertes divinas, en el sentido más estricto de cada definición. Quien sigue el ciclismo sabe que lo que hay es entrenamiento por horas y horas, cuerpos que reaccionan y alteran el ácido láctico. Más que milagros, lo que se ve a cada carrera son rodillas, brazos y caras rotas por las caídas o el cansancio. O abandonos, como en esta edición de la Vuelta, en la que comenzaron 122 y terminaron 87 deportistas.

Sin sueños no hay nada

En el ciclismo hay dinero, patrocinadores, bicicletas de miles de dólares, ómnibus con habitaciones personales y cocina incluida, masajes y cremas de las mejores; en el ciclismo uruguayo también falta el presupuesto, escapan los auspiciantes, las bicicletas son de los propios deportistas, las camionetas con los repuestos son de 1980 y poco, se come de olla y con cuchara, y más que masajes hay voces de aliento y estímulo como bálsamo. Hay tanto una ruta preciosa como una entrada a los saltos por calles de adoquines. Entre esa red de ventajas y desventajas se pararon el primer día de carrera los 23 clubes que largaron.

Entre las disparidades que implica un pelotón con tantos ciclistas están los que han corrido a nivel internacional -por ejemplo, los argentinos Sívori o Crespo, quienes han ganado carreras y vueltas en España, más los defensores de la selección de Uruguay que permanentemente recorren torneos fuera del país- y están los que participan sabiendo que el nivel de frustración es altísimo. Hasta para ser el peor hay que ser soñador. Quizás el primer sueño sea ser un perdedor y morderse los dientes de rabia y llorar y putear y medir la distancia entre la pared y el puño; todo hasta el segundo sueño: mirar la bici de reojo, jurando y perjurando que la próxima carrera será la mejor de la historia.

Eso lo sabe cualquiera. De Fino también, porque perdió más de las que ganó. Incluso su equipo, Fénix, que con tanta historia sólo ha ganado la Vuelta en dos ocasiones: ésta y otra con Federico Moreira. Mordió los cambios De Fino cuando saltó en escapada rumbo a Melo, cuando las etapas eran apenas dos. Al otro día de nuevo: logró meterse entre quienes partieron en dos al pelotón buscando a Tacuarembó. Se vistió de oro y su equipo, preparado para todo, lo escudó sin límites ante los constantes peligros que impusieron Villa Teresa y Alas Rojas. Así etapa a etapa hasta llegar a la contrarreloj: la etapa que depende sólo de uno. Solo y contra el viento, ropa apretada, cascos aerodinámicos, bicicletas que se hamacan en la partida buscando su rumbo infernal. Solo con el yo interior, desafiando la ruta y el destino de una mente que puede sostener tanto lo que se puede como lo que no. Un estado de trance vestido de ciclista, que se olvida de los problemas cotidianos por 20 kilómetros, aferrado a cualquier estrategia de supervivencia; aferrado a lo que proponga el corazón.

De Fino no ganó la crono en Paysandú, pero logró distanciarse más de sus inmediatos perseguidores. El sábado se cubrió La Heroica con Trinidad y luego, ayer, ésta con Montevideo. Lo que pareció sentencia al final fue realidad. Su nombre quedará impreso en la carrera que cumplió las 700 etapas a lo largo de siete décadas y que ha recorrido 106.000 kilómetros en su historia. Mucho trayecto desde aquella primera de 1939, cuando el ganador fue Leandro Noli. El uruguayo logró romper el maleficio: ganó tras tres ediciones en las que los primeros fueron los extranjeros Iván Casas (Colombia), Magno Nazaret y Cristian da Rosa (ambos de Brasil).

El acto triunfal

Desde la ilusión a lo definido; del sueño a la realidad. El pelotón hizo de la avenida 18 de Julio una pista de embalaje. Rápidos, desesperados. Bicicletas a toda velocidad sacudidas entre las piernas por cuerpos que se mueven de un lado al otro. Hay gritos de los hinchas, niños atentos que miran nerviosos, banderas de equipos flameando (y de partidos políticos), semáforos en eterno verde que no interrumpen el paso, ruido a máquina en desplazamiento. Pasan como una tromba y todos miran fijo para saber quién ganó. No se distingue bien la meta desde tres cuadras; la radio asegura que ganó Mascarañas, otros sostienen que fue Soto. Fue un instante tan fugaz que ni Wikipedia podía actualizar el ganador.

Radio en mano, un señor con pinta de buen hombre y bien vestido, con cara de haber visto varias Vueltas y Rutas, sostiene su radio pegada al oído. La baja de un gesto. Señala con el dedo índice y dice -como quien enseña con el paso del tiempo-: “Ahí viene el ganador, De Fino. Un duro el salteño”. Torso erguido, manos sobre el casco en su cabeza, una malla oro que resalta del resto. Su rostro traduce la felicidad del cumplimiento con éxito de la pesada labor. Él y su bicicleta, acaso materia indisoluble del deporte del pedal. El último horizonte son la llegada y el entrevero de la plaza, que lo espera con abrazos.

No la ganó a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera, sino que costó rutas y kilómetros, conquistas sin esfuerzos, esfuerzos en vano. De Fino le dice a la radio que se lo dedica a la familia, que lo acompañó en todo el camino. Literal o no, ésa es la historia de estar arriba de una bicicleta. Cruzar la meta con los brazos en alto es la sonrisa de la nieta de Graciela o la primera vez que su padre vasco llevó a Checho al Club Ciclista Atenas de Mercedes. Es el amor que transmite el conocimiento, la manera en que se transfiere lo intransferible: enseñando a andar el camino.