El denominado caso Pluna puede transformarse en un ejemplo paradigmático de interpretación de algunos conceptos básicos del Estado de derecho en Uruguay. En especial en lo que refiere a los límites y las facultades de las autoridades judiciales para controlar la discrecionalidad administrativa y política.

En el marco de dicho caso judicial, se ha pedido el procesamiento del ex ministro de Economía y Finanzas y del presidente del Banco de la República Oriental del Uruguay (BROU), Fernando Lorenzo y Fernando Calloia, respectivamente, por el delito de abuso innominado de funciones. A esos efectos, el representante del Ministerio Público actuante ha calificado la actuación de ambos como arbitraria y por tanto ilegítima. Éste es un punto fundamental de la posición del acusador público, dado que reconoce explícitamente que, además de la arbitrariedad “en principio constatada”, tal actuación “no evidencia una intención de enriquecimiento personal por parte de los indagados u otro fin específico, no dejando por ello de ser antijurídica”.

Todo esto es de público conocimiento. El dictamen referido se encuentra disponible en varios portales de noticias, así como en la página oficial del Poder Judicial, y ha sido profusamente comentado.

El relato de los hechos, las gestiones, la llamada del ex ministro al presidente del BROU, entre otros aspectos vinculados al modo en que ocurrieron los hechos, también se encuentra en el dictamen referido y no parece haber discrepancias sustanciales en relación al tema. Asimismo, y de acuerdo con las informaciones que han trascendido en la prensa, no existirían terceros perjudicados en el marco de las acciones antes referidas.

Delimitada la cuestión de esta manera, parecería que la pregunta fundamental a abordar es la siguiente: ¿se trató de conductas arbitrarias o de una acción discrecional propia de las responsabilidades políticas que conciernen a los cargos en cuestión?

El concepto de discrecionalidad ha implicado una clara dificultad al que aplica el Derecho. Sin embargo, es evidente que la discrecionalidad consiste esencialmente en una cierta libertad de elección, y que el ejercicio del poder administrativo y las decisiones de política pública implican necesariamente un importante grado de discrecionalidad.

Esta discusión se ha procesado con mucha profundidad en otros países. El Tribunal Constitucional español, en una sentencia clásica muchas veces citada, ha sido muy claro al establecer que “nunca es permitido confundir lo discrecional con lo arbitrario, pues aquéllo se halla o debe hallarse cubierto por motivaciones suficientes, discutibles o no, pero considerables en todo caso, y no meramente de una calidad que las haga inatacables. Mientras lo segundo o no tiene motivación respetable, sino pura y simplemente la conocida sit pro ratione voluntas [baste mi voluntad como razón] o la que ofrece es tal que, escudriñando su entraña, denota, a poco esfuerzo de contrastación, su carácter de realmente indefinible y su inautenticidad”.

La discrecionalidad exige el establecimiento de razones que indiquen clara y precisamente cómo y bajo qué antecedentes objetivos se ha adoptado una decisión. Es exigible que existan razones justificativas, susceptibles de asegurar, para la decisión a la que se refiere, el calificativo de racional. Se debe verificar “si en el ejercicio de su libertad decisoria la Administración ha observado los límites con los que el derecho acota esa libertad y si, finalmente, la decisión adoptada puede considerarse, en consecuencia, como una decisión racionalmente justificada o, por el contrario, como el simple fruto de la voluntad desnuda de quien la ha adoptado”, como indican Eduardo García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández en su manual de Derecho Administrativo.

Es claro que en el caso habrían quedado explicitadas las motivaciones de las autoridades cuyo procesamiento es solicitado, y los antecedentes y los objetivos de las decisiones, que, como expresa el Tribunal Constitucional español, podrían ser discutibles o no; incluso puede ser discutible su acierto o error.

Parece claro, según surge incluso del propio dictamen fiscal, que no se trató de conductas inmotivadas, personales e irracionales, lo que no quiere decir que no se haya tratado de una mala gestión. Ahora bien, ¿las autoridades judiciales tienen competencia para analizar las malas decisiones de las autoridades administrativas y políticas en el ejercicio de su discrecionalidad? ¿Cuál es el límite del control que puede desarrollar un poder público contramayoritario -en el sentido técnico de no haber sido elegidas por la ciudadanía sus autoridades- sobre los poderes elegidos por las mayorías?

Este último tema, que también ha sido largamente discutido en otros países, tiene relación con otra discrecionalidad, que es la judicial. En este caso, la discrecionalidad para aplicar una figura de delito como el “abuso de funciones en casos no previstos especialmente por la ley penal”, que ha sido reiteradamente criticada por ser imprecisa, vaga, antidemocrática e inconstitucional.

Luigi Ferrajoli expresa que es posible diferenciar dos tipos de discrecionalidad: la discrecionalidad política, que es propia de las funciones de gobierno; y la discrecionalidad judicial, vinculada en cambio con la actividad interpretativa y probatoria requerida por la aplicación de las normas legales al objeto del juicio. Se trata de dos tipos de discrecionalidad profundamente distintos, que remiten a fuentes de legitimación a su vez diversas: la representación política en el primer caso, y la sujeción a la ley en el caso de la jurisdicción.

La decisión que se adopte acerca del pedido de procesamiento en cuestión será una señal política. En principio, en relación con el ejercicio de la discrecionalidad propia (judicial) y la valoración de la discrecionalidad ajena (administrativa y política). Pero también en relación con la delimitación de las esferas de acción del Poder Judicial, llamémosle judicialización de la política, gobierno de los jueces o activismo judicial.