El ruido de fondo constante es el de la motosierra. Marcos* trabaja en la construcción de una cabaña. No es para otros, es para él y su novia. Ella lo acompañó durante el encierro y lo acompaña ahora cuando sale de la casa de su madre, porque Marcos no quiere salir solo, al menos hasta los 18 años. Tiene miedo de que lo agarren. Que lo metan de nuevo en la Colonia Berro. Espera a cumplir la mayoría de edad para poder trabajar (en algunos oficios no está permitido que lo hagan menores). Ahora hace changas. Estuvo en el centro Ser. Cuando salieron de allí, un mes atrás, su madre, Aurora, lo llevó derecho al cementerio. Estuvieron parados frente a la tumba de su hermano mayor, que murió asesinado por un joven que hacía poco tiempo había salido de la Colonia Berro. “Un error te permito, dos también, pero tres no. Yo no te sigo”, le dijo su madre.

Ella recuerda que cuando Marcos era chico era “muy cariñoso, muy querido por todos en la escuela”. “Era medio líder”, asegura, sin disimular la sonrisa y el orgullo. Aurora estaba sola para criar a ocho hijos. Tenía siete trabajos, salía a las 5.30 de la madrugada y volvía en la noche. “Quería darles todo, que tuvieran todo. Quería que fuera lo opuesto de lo que me había pasado a mí”, dice. Pero siente culpa por haberlos dejado “un poco solos”.

Después del asesinato de su hermano mayor, Marcos quedó “muy mal”, dice su madre. Los psiquiatras le habían diagnosticado un comportamiento autodestructivo, pero dejó de tomar la medicación porque sus amigos le decían que parecía un loco tomando pastillas. A los 15 años cayó como cómplice de robo por estar presente cuando sus amigos le arrebataron la mochila a un muchacho de un colegio. A los 17 cometió una rapiña a un cobrador en la calle y terminó en el Ser.

La puerta del centro que da al patio chirría “como en una película de terror”, dice Aurora. Por la noche, que es cuando se producen las golpizas y torturas denunciadas por los familiares y la Institución Nacional de Derechos Humanos (INDDHH), ese sonido es el preámbulo de la llegada de algún funcionario -las madres les llaman porfiadamente “educadores”-, y todos temen a quién se llevará. Al hijo de Aurora varias veces lo colgaron de un fierro en el baño, y lo golpearon como si fuera una bolsa de box. A la mañana siguiente, son comunes las burlas de los funcionarios y las referencias a que tal o cual no es tan guapo como parece.

Los hijos nunca les cuentan estas cosas a sus madres. Siempre le pasó al hijo de otra, nunca a ellos. “A tu hijo le pegaron hasta cansarse. Tu hijo es muy guapo. Me lo dijo mi hijo”, le contaron a Aurora. Y así las madres fueron construyendo, con fragmentos individuales, un relato colectivo. Ahora Marcos construye su cabaña, y sólo sabe que no quiere volver allí. Aurora resume el futuro en una expresión: “Yo quiero pensar que Dios me lo está guiando”.

Alejamientos

Pedro es “muy sensible, muy educado”, asegura su madre, Mariela. “Comparte todo. Un día llegó a casa sin la goma y el lápiz, y me dijo: ‘Mamá, había un nene que no tenía goma y lápiz, y se los di’”, cuenta su madre. Fue a escuela pública y luego a un colegio privado católico. Sus padres estuvieron casados hasta que él tenía 13 años. Entonces se separaron, y Pedro resolvió vivir con su padre, que era chofer de COT. Dejó el liceo. A veces el padre no estaba durante dos o tres días en la casa, asegura Mariela, que tuvo que empezar a trabajar tras la separación. Igualmente, el dinero no alcanzaba. “A Pedro lo puso muy rebelde la separación, él no la asumió, y encima en la adolescencia. Yo le echo mucho la culpa al padre, en parte la tengo yo también”, dice Mariela. Después, al igual que en el caso de Marcos, empezaron “las malas juntas”. Ahora tiene 17 años. Llegó al Ser luego de cometer una rapiña con privación de libertad, y todavía sigue allí.

Recurrentes

Los familiares sostienen que los funcionarios amenazan a los jóvenes para que no denuncien lo que sufren. Las golpizas en el Ser, coinciden, comenzaron cuando asumió la nueva directora, Jessica Barrios. Desde entonces, a cada joven que ingresa se le da la “bienvenida”, como llaman a golpearlos hasta el cansancio. En una ocasión, en invierno, les hicieron limpiar el patio desnudos y con un cepillo de dientes. Organizan peleas “mano a mano” de un “educador” contra un joven. Les dicen que no merecen vivir. Les orinan encima. Aurora pregunta si no es un delito que un adulto les muestre sus partes a un menor.

Los familiares denuncian otro tipo de tortura, como pegarle a otro joven en presencia del que quieren “castigar”, y asegurar que le pegan por culpa suya.

En otros centros, el traslado al Ser se convierte en una amenaza recurrente para los internos. La directora prohibió que las familias lleven jabón y papel higiénico para sus hijos. Deben racionarlos. Muchas veces no les alcanza para limpiarse y entonces usan sus manos, y después comen, con las manos sucias y con olor. Cuando las familias preguntan por qué no se les permite llevar jabón y papel higiénico, los funcionarios sostienen que es disposición de la directora, y que el centro provee todo lo necesario. Los familiares denuncian que los funcionarios rompen o roban otras cosas que llevan para sus hijos, como ropa, championes o incluso fotos.

En una ocasión, durante una semana los jóvenes no tuvieron agua para bañarse ni para limpiarse. En la visita, el hermano de uno de ellos consultó por qué su hermano no tenía agua y jabón para bañarse, y dijo que olía mal. “¿Cómo que no tienen para bañarse? Si acá hay champú, jabón, pasta de dientes”, aseguró una funcionaria. Y luego pidió que se fijaran en la cédula del que había dicho que no había agua, para saber de quién era hermano. “Que le retengan la cédula en la requisa, así vamos a saber quién habló”, afirmó la funcionaria. “El chiquilín lloraba de miedo, hasta el día de hoy no fue a ver al hermano”, asegura Mariela.

La seguridad

Las madres quieren que sus hijos “paguen lo que hicieron”. “Cometió un delito. A mí y a las hermanas de él también nos robaron, nos arrastraron, y yo no quiero que mi hijo haga eso”, dice Aurora. Pero pide que no lo torturen.

Un día, durante la visita, Aurora escuchó a un joven decir que cuando saliera iba a matar a los hijos de los funcionarios delante de ellos. “¿Qué están criando, mercenarios? Mañana no van a estar a salvo ni mis nietos, ni mis hijos, ni los tuyos. No se arregla quejándose de la violencia, ni bajando la edad de imputabilidad. Hay gurises que entran porque hicieron una rapiña, y salen queriendo matar”, dice Aurora. Parece una mujer fuerte. Hasta bromea con el físico de patovica de los funcionarios del Ser. Sólo se escapan las lágrimas cuando menciona a su hijo muerto por un joven que “seguramente fue golpeado” en el centro Ser. “No estás a salvo”, repite. Tiene algunas arrugas, la voz suave. Y por ahora, tiene a su hijo en casa, construyendo una cabaña como un refugio.

  • Todos los nombres son ficticios. la diaria entrevistó a dos madres que acudieron en representación de las familias de 17 jóvenes; algunos de ellos ya salieron del centro Ser y otros todavía permanecen allí.