El relato de una ciudad puede empezar en el hastío: el del encierro y el producido por lo otro, tantas voces, tanto ruido. Algunos relatos conjugan los dos -el encierro y las voces molestas- y nos obligan a salir disparados buscando algo propio que a su vez sea de todos.

Tiempos perfectos para resumir esa idea: apagar la tevé y sus gestas electorales que nos dicen cómo está la calle, cómo vivimos, el miedo que sentimos. Salir a la calle y enfrentar los miedos. No es tan tarde, son apenas las 10 de una noche nueva, de esas que hace un año no se presentan, orgullosas y de ráfaga de viento cómplice, esas que sugieren un abrigo tímido. Son las 10 de una noche hospitalaria y digna y un buen trecho de la calle Rivera está vacía. ¿Dónde está la gente o es a que a esta ciudad se la tragó la noche? No importa, las calles vacías permiten otro entendimiento, un extrañamiento, detenerse en el susurro de los viejos edificios, en los secretos a voces de los pueblos chicos. Intento relajarme pero un susurro me perturba, “inseguridad – seguridad” repite un monstruo paranoide que marca mis pasos. Acá hay más luz y un boliche abierto (respiración tranquila); allá a una cuadra detecto o supongo un peligro letal (los músculos tensos).

Me sobrepongo a los datos, los robos a los amigos (que son ciertos), al informativo que hace una hora me intoxicó de atracos y asesinatos y violaciones. Son mi cuerpo y mi deseo irreprimibles de transitar esta ciudad de noche los que le darán la justa estadística a mi alma. Paso frente al peligro inminente y nada, era un contenedor con supuesta forma humana, un árbol con ramas como brazos, un miedo mío. Me castigo diciéndome que me estoy tragando un blíster de pastillas enormes y amarillas y me perdono poniendo el cuerpo en juego: quizás me roben el celular o la billetera (vacía) pero no me robarán la calle, el andar gratuito por esta ciudad ocre. Llego a Luis Alberto de Herrera y paso raudo por el Montevideo Shopping, ese delirio seguro; camino hacia la rambla en busca de la noche entera, la promesa nunca fallida de un encuentro mediado conmigo mismo. Cuando estoy a punto de llegar a la promesa, diviso un cartel enorme en una casa aristocrática, bellísima, sobre rambla Armenia, una casa que antes fue banco y mucho antes quizás el jardín edénico de una familia rica. Ahora es la sede central de Pedro Bordaberry. Qué cogote, qué despilfarro y qué oportuna la elección del territorio. Para resguardar la poca seguridad mental que tengo o a la que aspiro, hecho diez puteadas exorcizantes y sigo mi camino.

Llego a la rambla y busco con apuro un lugar idóneo para olvidar el mundo. Detrás del puertito del Buceo la rambla serpentea su arquitectura encantada. Es la noche toda, el túnel exquisito del tiempo: a las espaldas los picos luminosos de una ciudad que se introduce en el mar; de frente, el rosario de luces de los edificios que se extiende hasta más allá de la mirada; a un costado, la ciudad que parece dormir todo su miedo; al otro, el río inasible, el de la pregunta perpetua; los cuatro puntos cardinales envueltos en esa bóveda redonda, perfecta. Respiro y me digo que estoy a salvo hasta que diviso a unos metros lo que supongo son dos muchachos sentados en el piso con sus capuchas puestas. Otra vez la respiración cortada, el dilema de ocupar la ciudad. Subo una pequeña empinada y meo contra unos arbustos. Qué alivio y qué belleza mear mirando el cielo.

Todo está oscuro, apenas se insinúan las figuras. Siento olor a porro. No están jalando nada, no tiene ningún sentido que dos muchachos vayan hasta ahí a robar o golpear a alguien. Paso frente a ellos y no discierno si son tan muchachos. “Buenas noches”, dice uno, y yo sigo diez pasos hasta sentarme justo en el vértice de la rambla. Lo tengo, es el momento justo para armar el mejor tabaco del día. A un costado, sobre una pequeña entrada al río, un grupo de ocho muchachos tiran sus reels, pitan sus porros, beben cerveza. Cuatro motos esperan llevarlos a casa. Los muchachos con capucha se levantan del piso y caminan hacia otra entrada, la del puertito. Armo otro tabaco y lo fumo con empecinada búsqueda zen: no pensar en nada, sólo cielo. Lo logro, por un minuto o lo que dure la belleza no hay pensamiento ni idea, sólo el viento amable apagando de vez en cuando el cigarrillo (esa lucha sí que vale). Me paro y camino hacia la punta del puertito, quiero ver esos pequeños barcos quietos, esperando navegar, y a esa familia extraña para estos tiempos: tres sillas playeras, cada uno con su reel, comida, refrescos, un camping nocturno a la orilla del río o del universo. No hacen nada más que pescar, “poné la carnada”, “está picando”, “cambiá de caña”. Es todo el lenguaje que los padres usan con su hijo, y parece suficiente, poderoso.

Otros dos muchachos esperan su pesca como si no esperaran nada y los encapuchados, a la luz del puerto, resultan ser una pareja de varón y mujer que se besan sin miramientos. Las pequeñas embarcaciones recortadas contra la postal edilicia de la ciudad, no están quietas del todo (la quietud definitiva es la mismísima muerte), se mecen como evocando a un experiente marinero. ¿Será al dueño de esa silueta que manipula ollas y humos en el interior de una de ellas? ¿Será ese hombre el marinero que nos rapta de esta ciudad, esta luz y estas calles y nos sitúa de pronto en otro mar, en otra orilla? ¿Será ese hombre el dueño de una embarcación, el cuida-barcos, el único polizonte, un ocupa marítimo?

Dejémoslo en su misterio, no expliquemos tanto, todo. Ni siquiera esa fotografía inmensa que dice de torres ostentosas, lujuriosas, esos departamentos que valen millones y que se recuestan orgullosos sobre su destino, ese club marítimo y para predilectos al que nunca entrarás. Tuya es la noche inmensa, el tabaco Cerrito, el miedo que se licúa sin televisión ni encierro. Tuya es la conquista mínima, terrestre, marítima o mística en medio de tanto ruido.