Carlos sube. Se sienta. Toma la lapicera, escribe la hora. En la mesa de adelante, al costado de los comandos y la palanca aceleradora, hay una planilla a medio completar. Se trata de un control de estado del vehículo que contiene la descripción técnica que el conductor debe completar describiendo las condiciones en que encontró el vehículo y que, al finalizar la jornada, volverá a completar. Apoya el intercomunicador al lado de la planilla. Mira por los espejos. Observa el panel de comando al frente que anuncia con luces rojas lo que está activado: frenos, puertas abiertas.

Espera la voz de largada que le llegará unos minutos después, desde el intercomunicador en contacto con el controlador de la estación. Esa voz interrumpirá más tarde la charla cuando el tren vaya pasando las distintas estaciones hasta llegar a destino.

Carlos Valdez es conductor de trenes desde hace 33 años, una profesión que tomó por asalto cuando se anotó en un concurso de la Administración de Ferrocarriles del Estado (AFE). No contaba con ferrioviarios en su familia ni en su entorno. “Fue porque sí”, dice. Desde ese momento hasta ahora no ha parado de conducir trenes en distintos ramales y líneas. La vida del conductor no es sencilla. Dice que es un trabajo estresante, cansador, que requiere de mucha atención y cuidado. Además de que cuando le ha tocado recorrer el país, eso se ha traducido en faltar a compromisos familiares. También cuenta que le ha tocado vivir algunas situaciones difíciles. Los siniestros son variados pero trágicos. Cuenta que muchas veces los vehículos no respetan la barrera baja (o que a veces están rotas) en los tramos en que convive la vía del tren con las calles de la ciudad y eso hace que el maquinista, por más que vea a distancia y toque bocina alertando de su paso, no tenga siempre el tiempo de frenar el tren para evitar el impacto. “No tengo para dónde desviar la marcha”, dirá más tarde Carlos cuando baje del tren y espere el otro horario de salida para continuar su jornada laboral.

Edgardo vende los boletos con una boletera de metal, de aquellas que solían verse en los ómnibus de transporte capitalino. Cobra 17 pesos el tramo desde la Nueva Terminal -en las calles Paraguay y Nicaragua, detrás de la Estación Central- a la Estación Colón, y el recorrido se hace en 15 minutos, comenta. Está parado en el andén, de espaldas a la unidad 1310 que saldrá a las 15.20 rumbo a Las Piedras. La cola de pasajeros no es muy larga. Varias personas adultas con niños de la mano aguardan la orden para subir al tren. Edgardo Irazábal es funcionario de AFE desde hace 33 años. Entró en el mismo llamado al que se postuló Carlos, pero no entró como guarda sino como “ayudante de estaciones y trenes”, cargo que ya no existe, y luego como “guarda freno”, el que se encargaba de transportar equipaje y encomiendas. “Antes llevábamos bolsas de dinero de un lado a otro con custodia”, cuenta. Antes es un cuento viejo.

Son las 15.20 y el silbato de la bocina anuncia la partida. Ese sonido se repetirá muchas veces a lo largo del trayecto. Es un elemento de alerta fundamental, a juicio del conductor. Cada vez que el tren se aproxima a un cruce o el chofer advierte que hay personas al lado de la vía -situación que es muy frecuente- presionará el botón rojo que no suelta en todo el tramo poniendo su mano derecha encima. La mano izquierda conduce la palanca aceleradora. Con la mirada a lo lejos, Carlos acelera.

Próxima estación

Los pasajeros, al fondo, se muestran emocionados. Muchos aprovecharon la Semana de Turismo para pasear en tren, una acción que no resulta cotidiana. Algunos cuentan que es la primera vez que lo hacen y otros aprovechan a vivir con sus hijos o nietos pequeños ese viaje extraño y novedoso. Muchos se toman fotos con las cámaras de los celulares y prefieren que se vean bien los asientos forrados de color azul, reclinables. Además, los vagones cuentan con aire acondicionado. Esta unidad que ahora conduce Carlos es una de las cinco que adquirió AFE en acuerdo con UTE, Antel, ANCAP y el Banco República, en agosto del año pasado. Estaban en servicio en Suecia, fueron fabricados en 1980 y reconstruidos en 2002. Su capacidad es de 68 pasajeros sentados y 45 parados. Nos contará su conductor que se traslada a una velocidad de 50 km/hora -que es a la que circula en Uruguay, pero alcanza velocidades superiores- que tiene una caja eléctrica y que, si se la compara con las máquinas viejas es mucho más liviana. Dice que tiene dos motores y que consume un litro de combustible por kilómetro, aproximadamente.

Se detiene en la estación Carnelli pero no sube nadie. Igual, Carlos anota en su planilla la hora y dice que hay que parar para poder cumplir el horario.

Un perro se atraviesa en la ruta. Carlos afirma su mano derecha en el botón rojo. El perro camina y se aparta. Menos mal. Esos son los momentos de mayor tensión para el conductor. Varias veces ha tenido que ir a juzgados, declarar y completar documentos luego de un siniestro. Son los tragos amargos de la tarea.


15.27, Estación Yatay. Sube una familia con un niño en silla de ruedas. Explica Carlos que la unidad cuenta con rampa y espacio que permite la accesibilidad para personas discapacitadas. Edgardo ayuda a los pasajeros a subir.

Una familia de Maldonado cuenta que es la primera vez que viaja. Le llaman la atención los trenes tan cuidados y tan cómodos. Una pareja de abuelos que hace el trayecto en compañía de la nieta pequeña, Valentina, se enteró de las nuevas unidades porque vive cerca de la parada del Paso Molino y los vieron pasar. Se les ocurrió que sería un buen viaje para compartir con la niña. Valentina dice que le gusta mucho el paseo y pregunta: “¿Podemos viajar los domingos?”, a lo que el guarda contesta que no porque es el único día de descanso.

En la Estación Sayago, un señor se arrima al guarda y le da un sobre. “Correspondencia interna”, dice Edgardo riendo. Llegar a la Estación Colón lleva 15 minutos. Al bajar, el guarda cuenta que en todos los años de trabajo sólo tuvo cinco sanciones y que se debieron a la adhesión a los paros en épocas de la dictadura. Saluda con la mano, sube al tren y comienza la marcha hacia la próxima estación.

Por las vías

La escalera de la Estación Colón, esa de hierro y madera que permite el cruce peatonal por encima de la vía, está fuera de servicio. En sus extremos, una cinta amarilla indica “pare”. La falta de mantenimiento la sacó de circulación, cuentan. Una señora que toma de la mano a dos niños se acerca a la puerta de la estación. Lee en un cartel los horarios de la próxima salida rumbo al centro: 16.25. “Tomemos el ómnibus porque no llegamos”, dice, y se dirige a cruzar la Plaza Colón.

Enfrente a la estación, en el predio del Yegros Fútbol Club, un grupo de adolescentes patea una pelota. Un padre joven con un niño de tres años espera emocionado la llegada del tren. “Le encantan los trenes y lo traje para dar un paseo”, dice. Al niño se le nota en la cara; abre los ojos y dice “chucu, chucu”. Al padre también se le nota.

Sentado en el andén, con las piernas colgando hacia la vía, está Miguel Deliza. Al lado, un perro duerme una siesta. Detrás de él se ve una fila de vagones de madera de antaño, despintada, que hacen las veces de casas de los funcionarios de cuadrilla. Miguel cuenta que hace 35 años que trabaja en AFE y que está próximo a jubilarse, ya que tiene 61. Es de Florida, y como trabaja diez días y libra cuatro, vive allí con otros ocho compañeros. Ellos son los encargados de recambiar los rieles y los durmientes de las vías. Cuenta que en 1991 trabajó en la reparación del tramo del kilómetro 43 de Canelones hasta el 144 en Estación Pintado. Señalando la vía, dice que los durmientes pesan cerca de 80 kilos y que no es necesario ser fuerte pero sí es fundamental “la vaquía”, el conocimiento de cómo manipularlos, para realizar de mejor forma el trabajo de reparación, que en su mayoría se realiza “a fuerza”, con la ayuda de algunas herramientas. “Vale más la maña que la fuerza”, argumenta. Miguel vive hace ocho años en los vagones de la Estación Colón. Dice que son fríos pero que ahora cuentan con colchones, frazadas y estufa. Recuerda que tiempo atrás vivían en carpas, luego en casillas y después llegaron los vagones. Antes, no hace mucho, no tenían nada.

Tal vez sin saberlo entre ellos, Carlos, Edgardo y Miguel comparten una preocupación: la transmisión intergeneracional del conocimiento del quehacer ferroviario. Los tres tienen más de 30 años de servicio y si bien destacan como positivo que hace muy poco ingresó nuevo personal, una gran cantidad de trabajadores está por jubilarse.

Son las 16.24 y la unidad 1310 ya pasó por Las Piedras y ahora vuelve rumbo al centro. Para en Colón y suben varias personas. Todas viajan por paseo, menos una señora que transporta una tabla enorme cargada de golosinas, que planea llegar a destino para realizar la venta del día. En la próxima parada, los pasajeros saludarán al personal del tren dando las gracias por el viaje. A la derecha de la vía, en un cruce, un señor saluda con el brazo levantado al coche que pasa. “Tenemos hinchada”, comenta sonriendo Carlos. Cuentan que todos los días, a la misma hora, ese señor, que vive en la calle, repite el gesto.

Casi al llegar a la Nueva Terminal se ve a una niña muy pequeña sentada al lado de la vía. “A ellos los conocemos; nacieron todos acá”, señala con el brazo extendido Edgardo. “No deja de ser peligroso”, concluye.

El viaje terminó y el tren ha llegado a destino a la hora estimada. Los pasajeros comentan su trayecto entre ellos. Los niños dicen haber disfrutado y los adultos afirman que es un medio de transporte rápido y cómodo.

Carlos y Edgardo ya preparan su próxima salida de servicio. Todo vuelve a empezar.